En Estados Unidos usted puede decir lo que quiera, mientras no haga preguntas incómodas sobre el rol norteamericano en el Medio Oriente. Así se desprende de incidentes ocurridos en prestigiosas universidades, donde la autocensura en este debate es más atractiva que los mal vistos cuestionamientos.Se solía decir que los debates académicos eran encarnizados porque había […]
En Estados Unidos usted puede decir lo que quiera, mientras no haga preguntas incómodas sobre el rol norteamericano en el Medio Oriente. Así se desprende de incidentes ocurridos en prestigiosas universidades, donde la autocensura en este debate es más atractiva que los mal vistos cuestionamientos.
Se solía decir que los debates académicos eran encarnizados porque había muy poco que perder. Eso ya no es cierto en Estados Unidos, donde se está desarrollando un debate en los campus universitarios sobre qué puede decirse acerca del Medio Oriente y la política exterior estadounidense.
Douglas Giles es una baja reciente. Solía impartir clases de religiones del mundo en la Universidad Roosevelt de Chicago, fundada en memoria de Franklin Delano Roosevelt y Eleanor, su mujer de tendencias liberales. El año pasado, Giles recibió la orden de su jefa de departamento, la historiadora del arte Susan Weininger, de no permitir a los estudiantes hacer preguntas respecto de Palestina e Israel. De hecho, nada podría mencionarse en clases, en los textos de estudio ni en los exámenes, que pudiera exponer al judaísmo a posibles críticas.
Los estudiantes, siendo como son, no se plegaron a la prohibición. Una joven mujer originaria de Pakistán hizo una pregunta sobre los derechos palestinos. Alguien se quejó y el profesor Giles fue rápidamente despedido.
Dejando de lado las dudosas calificaciones de su jefe para poner límites a una clase de religión comparada, el punto a destacar es que el profesor Giles no hizo él mismo declaraciones incendiarias: se negó simplemente a limitar el debate entre las jóvenes mentes congregadas ante él.
Esto podría ser visto como una perturbadora reminiscencia de la historia que involucra al presidente de Harvard, Lawrence Summers, quien sugirió que una razón por la que menos mujeres tienen éxito en las carreras científicas y matemáticas podría estar en las diferencias innatas entre las mentes de hombres y mujeres, luego de lo cual Summers fue despedido.
Pero la expulsión de Giles es mucho más importante, porque forma parte de un movimiento para suprimir la crítica a Israel sobre la base de que es antisemita. Hombre sereno, Giles parece asombrado al encontrarse con la batalla por la libre expresión en su propia cátedra. «Podría resultar atractivo tomar un bus y partir a Washington a marchar contra la guerra», me dijo hace una semana. «Es mucho menos atractivo luchar en tu propia universidad por el derecho a la libre expresión. Pero es allí donde comienza, debido a que están acotando aquello sobre lo que se puede hablar».
Intolerancia en la web
Giles siente que hay una señal de intolerancia en su despido, la que ha sido alentada por sitios web como FrontPageMag.com y Campus Watch. Joel Beinin, de la Universidad de Stanford, es permanentemente atacado en ambos sitios. Beinin es un judío que habla hebreo y árabe. Trabajó en Israel y en una fábrica en Estados Unidos donde ayudó a los trabajadores árabes a comprender sus derechos. Ahora conduce seminarios en Stanford, en los cuales se expresan todos los puntos de vista.
Sin duda por esta razón, su fotografía apareció hace poco en la portada de un folleto titulado «Apoyo al terrorismo en los campus». Fue publicado por David Horowitz, el fundador de FrontPageMag.com, quien elaboró tanto una declaración de derechos para las universidades destinada a sacar la política (léase influencia liberal y pluralismo) de los currículos, como una lista de los 100 académicos más peligrosos de Norteamérica, que incluye a Noam Chomsky y a muchos otros distinguidos pensadores y profesores.
El tono demencial y agresivo de estos sitios web es otro síntoma de la decadencia del discurso público en Estados Unidos y, francamente, se pueden ver fácilmente los atractivos de la autocensura en el debate sobre Medio Oriente e Israel. Lea usted a David Horowitz por cinco minutos y empezará a escuchar el senador Joseph McCarthy acusando a alguien de actividades antinorteamericanas.
En Harvard, pocas semanas después de lo que se llamó «el traspié» de Summers, se produjo un lío mucho mayor cuando John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago, y Stehphen Walt, de Harvard, publicaron un documento llamado «El Lobby Israelí». Valiente, porque la denunciada distorsión de la política exterior pro-israelí de Estados Unidos es innombrable en la vida pública estadounidense. Este documento sólo se publicó en el Reino Unido, en la London Review of Books. En Norteamérica ocurrió a continuación lo que ha sido descrito como el «¡Shhhhhhht!» masivo.
Aparte del barro que le han tirado en sitios web como Campus Watch y FrontPageMag, ha tenido poca circulación masiva y no ha habido verdadero debate. Lo he leído varias veces y no puedo discrepar con un punto que los autores señalan de entrada: «hay un fuerte fundamento moral para apoyar la existencia de Israel, pero eso no está en riesgo. Vista objetivamente, su conducta pasada y actual no ofrece bases morales para privilegiar a Israel sobre los palestinos». Ese es el quid de la cuestión. Todos los estadounidenses, por no hablar de los británicos que han sido reticentemente uncidos a la política de EEUU, merecen de seguro la posibilidad de conocer la influencia que lobbys como el Comité de Asuntos Públicos Estadounidense-Israelí (AIPAC) ejercen en tiempos como estos.
«El hecho», dicen Mearsheimer y Walt, «es que AIPAC es un agente de facto de un Gobierno extranjero e influye en el Congreso, con el resultado de que la política estadounidense no se debate allí, aunque esa política tiene importantes consecuencias para el mundo entero. En otras palabras, una de las principales ramas del Gobierno está firmemente comprometida a apoyar a Israel».
Más adelante, dicen: «la influencia del lobby provoca problemas en varios frentes. Aumenta el peligro terrorista que enfrentan todos los Estados, incluyendo a los aliados europeos de EEUU. Ha hecho imposible terminar el conflicto palestino-israelí, lo que da a los extremistas una poderosa herramienta de reclutamiento, aumenta la base de terroristas potenciales y simpatizantes, y contribuye al radicalismo islámico en Europa y Asia». Se podría agregar que la influencia de este lobby puede, a la larga, ser en gran medida contraria a los intereses de Israel.
Rara discusión
Así es como yo creo, pero estas cosas son rara vez discutidas en Estados Unidos. La gente se nota vagamente incómoda cuando se le plantea el lobby israelí, como si la única preocupación en el discurso estadounidense fuera no aparecer antisemita, un temor que, sugiero, a veces se manipula con descaro. El derecho de personas como Mearsheimer, Walt, Giles e incluso Summers a decir lo que piensan debe permanecer intocado para que no perdamos los valores por los que Occidente insiste que combate. Se requiere un poco de rigor en ambas orillas del Atlántico para cuestionar la presión proveniente tanto de centros judíos como musulmanes para no discutir los temas abiertamente debido a las diversas sensibilidades.
En Gran Bretaña, deberíamos lamentar con igual vehemencia las tentaciones de ceder a los reclamos de, por ejemplo, los empresarios musulmanes que no quieren que la película Brick Lane de Monica Ali se exhiba en sus vecindarios. No tienen derecho a imponer dictados a esta antigua democracia nuestra (que ahora es de ellos), ahogando así la libre expresión.
Opino que en Estados Unidos y Gran Bretaña deberíamos pensar en la libre expresión como en un artículo de fe, como una de las formas en que definimos nuestra civilización ante las fuerzas que se desataron contra nosotros hace una semana, así como ante las influencias que amordazan las críticas a Israel permitiendo las desgraciadas acciones en el sur del Líbano.
Los intereses de los impulsores extremos de las fe musulmana y judía se combinan de una manera u otra para asaltar nuestras antiguas tradiciones democráticas y debemos resistirlos. Dejemos que los estudiantes, como