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La tortura como procedimiento: de la cárcel de Abu Graib a la base naval de Guantánamo

Fuentes: Pueblos

Las imágenes de las torturas en Irak perpetradas por el ejército estadounidense hicieron aflorar temporalmente la «preocupación» por lo que puede estar pasando con los hombres -algunos adolescentes- presos en la base de Guantánamo. Como tantas otras veces, se puso el grito en el cielo por algo que se intuye puede estar ocurriendo, desviando la atención del núcleo del problema: lo que de hecho es y significa la base de Guantánamo, se practique o no la tortura

Los seres humanos presos en Guantánamo son la imagen más dramática y terrorífica de la lógica de un sistema para el que la justicia y los propios derechos humanos no son sino barreras, más o menos éticas, que hay que sortear para poder realizar sus objetivos; sean estos hacerse con las reservas de petróleo, impulsar la industria de armas o que los amigos hagan negocio.

Desde esta perspectiva, me gustaría analizar los antecedentes de la violación de derechos humanos en Guantánamo y la práctica de la tortura no como un accidente, sino como una consecuencia lógica en la que existen responsabilidades compartidas que desde Europa no deberíamos eludir. Para constatar esta evidencia basta con hacer un poco de historia.

La tortura no es una anomalía del sistema sino parte del sistema

La expansión del imperio está íntimamente ligada con la expansión, sin límites, de la economía, pero, no nos engañemos, también lo que hemos dado en llamar progreso o civilización. En ese proceso se incardinan las prácticas que algunos contemplamos con estupor como si se tratara de aberraciones del modelo estadounidense, por ejemplo, el caso de los mercenarios o la contratación de la seguridad a empresas privadas, es decir, la privatización de la guerra. Sin embargo, la mayoría de estas prácticas están en la propia formación de los Estados Unidos. Por ejemplo, la mercantilización de la guerra, práctica que Howard Zinn nos cuenta que fue importante en la victoria americana sobre el ejército británico, que se apoyó en la movilización y disciplinamiento de una población pobre a la que se ofreció las aventuras y recompensas del servicio militar «para conseguir que luchen por una causa que quizás no acaben de sentir como propia». Es una vieja historia. También lo es el exterminio de los indios para que su territorio fuera ocupado por los blancos, o la apropiación de territorio colindante -mexicano o el Caribe- en donde las ansias de empresa y la avidez de saqueo quedaban justificadas por las necesidades del propio desarrollo.

La expansión norteamericana que habitualmente hemos confundido con el progreso, algunos incluso con la civilización, tiene que ver con la inexistencia de límites y, en consecuencia, con la ruptura de cualquier barrera, sea física o jurídica; esta clave está en el mismo surgimiento de la nación estadounidense y en la expansión de la economía moderna. Bajo la consigna de la libertad, fundamentalmente económica, el resto constituyen, a lo sumo, consecuencias no queridas que justificaron los teóricos del liberalismo (Smith, Mandeville). Desde la doctrina Monroe -a partir de 1823-, los Estados Unidos dejaron claro que consideraban a América Latina como su esfera de influencia y que, una vez consolidadas las fronteras interiores, la mirada estaba puesta en la expansión exterior. Entre 1798 y 1895, Zinn nos señala que Estados Unidas había realizado 103 intervenciones en asuntos de otros países, de modo que ya en la década de los noventa del siglo XIX contaba con una gran experiencia en exploraciones en el extranjero (1). La doctrina expansionista estaba no sólo en las esferas militares sino en las políticas y financieras. Todo ello aderezado, ya entonces, con la retórica mesiánica que les convertía en líderes de la civilización y el mundo moderno. Los distintos «Documentos de Santa Fe I, II, III y IV» (este último elaborado en 2001 por los actuales asesores del presidente Bush) han ido diseñando la estrategia neocolonial norteamericana para América Latina en la que ningún mercado potencial ni ningún recurso económico debe desaprovecharse, dado que afecta a los intereses norteamericanos. En un mundo globalizado cada vez más los intereses estadounidenses han de defenderse en el territorio mundo.

Las guerras modernas han ido acompañadas con exaltaciones al progreso y por la civilización y, ciertamente, siempre han producido grandes beneficios a las corporaciones, y en esa lógica la tortura y el secuestro han sido siempre instrumentos muy apreciados. Los manuales de la CIA en los setenta y ochenta describían con lujo de detalles las «técnicas coercitivas» que hemos visto recientemente en Irak. Algunos de estos manuales sirvieron para entrenar a los militares de El Salvador, Guatemala, Ecuador y Perú en la Escuela de las Américas entre 1987 y 1991 y también fueron evaluados para ser usados en los programas de apoyo militar en Colombia. Efectivamente, en determinado momento, según documentos desclasificados por el National Security Archive (EE.UU.), el propio Richard Cheney informó en 1992 de que dichos manuales contenían «material ofensivo y objetable» por lo que hubo que proceder a modificar ciertas redacciones; por ejemplo, del manual de la CIA: «explotación de Recursos Humanos» cuya redacción, según el Congreso estadounidense, parecía violar prohibiciones legales (2). Pero si ya eran instrumentos eficaces entonces, ¿no han de serlo ahora?

El principal obstáculo sigue siendo cómo conseguir que se tolere o acepte lo inaceptable. ¿Cómo justificar el horror ante una población que cada vez está menos dispuesta a creerse la bondad de las intervenciones exteriores, por lo menos en Europa? Una estrategia clave es convertir el hecho en algo aislado, un suceso coyuntural que no trasciende más allá de la responsabilidad de determinados individuos, quizá enfermos (los torturadores); otra es utilizar la ignorancia como eximente, «los gobernantes no sabían o los mandos no sabían»; una tercera es la impotencia derivada del «vacío legal«, de la no jurisdicción (el famoso «limbo» de Guantánamo). En Días y noches de amor y de guerra, E. Galeano, se preguntaba sobre las torturas: ¿quiénes torturan? ¿cinco sádicos, diez tarados, quince casos clínicos? No, respondía, «torturan los buenos padres de familia, los funcionarios, burócratas armados que siguen instrucciones y que si no cumplen con eficacia pierden su empleo. No se trata de monstruos que rompen la norma y, si fuera así, ¿qué podríamos decir del sistema que los hace necesarios?».

La técnica, supuestamente apolítica y neutra, la tecnificación del mundo que permite objetivar y deshumanizar los actos más crueles, sirve de excusa para llevar a buen fin los objetivos previamente sacralizados (el interés nacional, la seguridad, la democracia, la libertad, etc.). En la película La Batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo, que no por azar fue proyectada a los militares norteamericanos para la ocupación de Irak, el teniente coronel Filipe Mathieu (3), de la 10ª brigada de paracaidistas, destinado en Argel para asegurar el orden público y la protección de personas y bienes de los franceses, da una clase magistral a sus mandos con pizarra y tiza en mano. Este personaje, que fue real, se nos informa de que fue cum laude en ingeniería de la escuela politécnica francesa. Pues bien, el Sr. Mathieu acota en primer lugar el problema, que tiene dos proposiciones: a) el adversario y b) el mejor método para destruirlo. El adversario es, según sus palabras, anónimo, irreconocible, puede ser cualquiera de los que circulan por la casbah, cientos de presuntos enemigos a los que hay que «conocer o descubrir» confundidos entre cientos de seres que se les asemejan. Hasta ese momento, nos informa, los métodos utilizados no son eficaces porque no tienen en cuenta la geometría de la organización -es decir, las características del adversario- que más tarde él explicará detalladamente. Lo importante de la clase de Mathieu es la respuesta al problema del método, se trata de una cuestión técnica: ajustar el método al objetivo que se persigue, y por tanto la respuesta es técnica. El cariz militar es secundario, nos dirá, el más importante es el aspecto policíaco, aunque este aspecto esté mal visto, si el enemigo puede ser cualquiera, no puede enfrentarse con un ejército tradicional, es un problema de adecuación técnica. La respuesta, pues, el trabajo que hay que hacer -dice el teniente coronel-, es la información; por tanto, el método es el interrogatorio y «el interrogatorio se convierte en método siempre que se obtenga una respuesta. Demostrar una falsa humanidad no lleva más que al ridículo y la impotencia», continuará Mathieu. Sin adornos y sin eufemismos, se explicita el argumento que explica la gestión y la técnica que permite resolver el problema planteado. La definición que hagamos del problema nos dará la respuesta. Es así que las leyes y las reglas eran para los ocupantes franceses límites que impedían actuar, es decir, había que poner en marcha el método adecuado para el problema que se pretendía resolver. Efectivamente, la población francesa no aceptaría esos métodos que proponía su ejército porque, para ellos, probablemente el objetivo no era mantener la ocupación sino, tal vez, la seguridad, y resultaba cómodo ampararse en la ignorancia; es por eso que la propaganda también es una eficaz arma de guerra, necesaria para convertir, por ejemplo, el muro israelí en «valla para la defensa». Mathieu recomendaba también que para obtener carta blanca habría que encontrar ocasiones que legitimaran ese tipo de intervenciones y métodos (provocar atentados, crear el caos, demonizar al adversario, etc.). Hay que buscar excusas tanto para iniciar una guerra como para torturar o secuestrar, y no es difícil construirlas. Después de los atentados del 11-S, una encuesta de la CNN admitía que en un 45% la población norteamericana aceptaba el uso de la tortura si de ese modo se facilitaba información.

El derecho internacional como obstáculo a la expansión económica y el nacionalismo estadounidense

La figura del «fuera de la ley» y del delincuente que consigue zafarse de pagar por sus crímenes saltando de un estado a otro forma parte del la filmografía y del imaginario estadounidense y encaja perfectamente en la situación que se practica a gran escala en el ámbito internacional. Pero en un mundo que tras el horror de la Segunda Guerra Mundial aparece fuertemente normado, los derechos humanos, la Convención de Ginebra, etc., se necesita crear «limbos jurídicos» o «vacíos legales», no parece suficiente el control de Naciones Unidas a través de su presupuesto o de las presiones y el chantaje a los países cada vez que va a producirse una votación sobre resoluciones poco acordes con los intereses norteamericanos (4).

Como resultado de una votación realizada el 3 de mayo de 2001 en el Consejo Económico y Social, Estados Unidos perdió su puesto en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que detentaba sin interrupción desde 1947. Ya en marzo de 2000 la Asociación Americana de Juristas denunció ante la Comisión de Derechos Humanos «la violación generalizada y persistente de los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales en los Estados Unidos de América, agravada por el hecho de que sus gobernantes consideraban que dicho país puede colocarse por encima y al margen del derecho internacional». Esta denuncia de los juristas puede acompañarse del listado de pactos, protocolos y convenciones a los que los Estados Unidos no se han adherido y que constituyen los instrumentos internacionales de derechos humanos vigentes (5). Uno de los más significativos, para el caso que nos ocupa, es su negativa a sumarse a la creación de la Corte Penal Internacional con sede en La Haya; a pesar de que pidieron la inmunidad para sus nacionales para participar en la creación, ni siquiera así aceptaron. Junto con las violaciones y la no ratificación de los derechos que fundamentan el derecho internacional, situación en la que tanto Israel como EE.UU. son abanderados, también encontramos antecedentes del «limbo de Guantánamo» en la situación de numerosos inmigrantes ilegales en EE.UU. que al no poder cumplimentarse su orden de expulsión quedan detenidos en prisiones sin derecho alguno y a merced de sus carceleros de forma indefinida. Se estima en 13.000 el número de personas en esa situación. La Corte Suprema ha confirmado una decisión de la Corte de Apelaciones que sostuvo que dichos internados no son titulares de ningún derecho constitucional porque en realidad no están en los Estados Unidos, sino simplemente a cargo del Servicio de Inmigración y Naturalización.

La violación del derecho internacional y de los derechos humanos por parte de Estados Unidos ha sido una constante (6). Parece evidente que para los norteamericanos no existen fronteras, el mundo es su territorio de actuación. La máxima de un mundo sin restricciones y la protección de la propiedad privada conducen necesariamente a la subordinación de cualquier derecho, norma o principio ético que se le oponga, llámese derecho internacional, derechos humanos o simplemente principios éticos. Probablemente esta expansión que no conoce barreras esté más relacionada con la expansión empresarial que con una estrategia de dominación política; es por eso que, formalmente, aparece diferente a lo que fueron las políticas coloniales europeas, o la idea tradicional de los imperios, lo que explicaría esa cierta patanería que les lleva a cometer errores, para sus propios intereses, en determinadas decisiones poco respetuosas con las características del país invadido o sometido.

La norma, pues, estorba y para un buen comerciarte lo realmente imprescindible es el policía (el famoso sheriff), no la justicia ni el derecho; lo que es bueno para el país es bueno para los estadounidenses y al contrario, de modo que cualquier medio está justificado en función del principio supremo de la nación y la libertad. Los paraísos fiscales son a las finanzas lo que el «limbo jurídico» de la base de Guantánamo al derecho internacional, un lugar donde no se tiene jurisdicción.

Guantánamo como continuación de la política policíaca interna de EE.UU.

Los seres humanos presos en Guantánamo no sólo son la constatación de la nueva situación a la que ha quedado reducida el derecho internacional y el discurso de los derechos humanos; supone una transposición de la política penitenciaria norteamericana fuera de sus fronteras.

El macartismo fue uno de los momentos históricos de mayor recorte de las libertades en EE.UU., que la propaganda justificaba con el ascenso del comunismo; surgió en un contexto en el que Truman promulgó una Orden Ejecutiva para localizar «infiltraciones de personas desleales en el gobierno norteamericano», pero también, al tiempo que se trataba de controlar al senador McCarthy, el Congreso aprobaba una serie de proyectos de ley anticomunistas. Lo mismo que Bush ha hecho una lista de organizaciones «terroristas», Truman mandó redactar una lista de organizaciones sospechosas de comunistas o subversivas. Pero fue recientemente Clinton quien, en abril de 1996, un año después del atentado de Oklahoma City, aprobó la Ley Antiterrorista y de Aplicación de la Pena de Muerte, otorgando al fiscal general poder para hacer uso de las fuerzas armadas contra la población civil y dejar en suspenso el hábeas corpus. Como señala Gore Vidal, ya en los años setenta el FBI sufrió una reconversión «pasando de ser un cuerpo de ‘generalistas’ con preparación en derecho y contabilidad, a erigirse en un cuerpo de confrontación de ‘Tácticas y Armas Especiales'» (7). Después de los atentados del 11 de septiembre, la Patriot Act es una vuelta de tuerca más en el control y sometimiento del pueblo norteamericano. ¿Por qué extrañarnos pues de Guantánamo? Según la Asociación Americana de Juristas, desde que se restableció la pena de muerte en 1976, han sido ejecutadas en Estados Unidos más de 600 personas, de las cuales cerca de 200 en el Estado de Texas; hay dos millones de presos (el doble que hace diez años), lo que constituye la mayor población carcelaria del mundo en proporción al total de habitantes y según los informes de Naciones Unidas (Informe PNUD), Estados Unidos se encuentra a la cabeza en el ranking de sufrimiento humano de su población (asesinatos, violaciones, etc.). Muchas de las cárceles son negocios privados con los que determinadas compañías obtienen beneficios; los informes sobre el trato brutal en las prisiones y las denuncias de abuso sexual contra las mujeres encarceladas son numerosos, así como la denuncia de las work farms, verdaderos campamentos de trabajos forzados, donde se obliga a los prisioneros a trabajar en el campo gratuitamente.

La guerra, la tortura y el secuestro, técnicas constituyentes del nuevo mundo

El término guerra biopolítica le sirve a Toni Negri para describir la nueva situación internacional que, según nos dice, supone el reordenamiento entero de la vida, la producción y la reproducción a partir de la guerra. Se trata de una guerra constituyente en la que no se da necesariamente un enfrentamiento directo entre ejércitos, aunque también puede darse. Basta con el reordenamiento de la vida al servicio de la guerra perpetua. Esto implica que la guerra se hace constituyente de la sociedad y la política y la economía. Tengo la sensación de que esto ha sido así desde la época moderna, salvando dos especificidades: el desarrollo tecnológico y la ausencia de límites que éste sugiere.

La baronesa Berta de Suttner, en su memorable novela Abajo las armas, terminada en 1889, nos hacía un conmovedor relato de las guerras europeas anteriores a la Primera Guerra Mundial y ponía en boca del capitán Tilling, en la campaña de Austria y Prusia contra Dinamarca, la afirmación de que, si existiera un cañón que de un solo tiro eliminara todo un ejército, ese arma necesariamente traería consigo el fin de todas las guerras, porque un medio de destrucción ilimitada haría imposible arreglar las cuestiones de derecho por la fuerza de las armas. Pero la bomba atómica, usada por EE.UU. en Hiroshima y Nagasaki, fue la constatación práctica de que la capacidad destructiva no sólo no acabaría con las guerras, sino que continuaría desarrollando las más variadas técnicas coercitivas para arreglar las cuestiones de derecho. El supuesto «limbo de Guantánamo», que no es otra cosa que un moderno campo de concentración consentido, apunta en esa dirección, en la que ni siquiera es necesario subvertir el derecho internacional porque no es aplicable. Se trata, como dice Negri, de una reordenación mundial que consiste en un proyecto organizativo constituyente en el que la guerra es el concepto definitorio. Todo queda a ella subordinado y subsumido en ella. Se construye un nuevo discurso de verdad en el que la propaganda ocupa el puesto de los argumentos razonados, no existe, ni se busca coherencia. Lo que no se ve no existe (como las torturas en Guantánamo), lo que no existe no puede demostrarse, lo que no puede demostrarse no puede defenderse… y así seguimos en una secuencia lógica en la que los derechos humanos se redefinen también ocupando el lugar de «las buenas intenciones» o los deseos; a salvo la buena conciencia a la que le basta con lamentarse de cómo son las cosas.

En esta secuencia que describimos, los medios de comunicación reproducen el discurso de la aceptación dando continuamente voz a los que tienen voz, las declaraciones oficiales, las excusas oficiales: los «limbos», «las operaciones de limpieza», «la presión física moderada»… A veces es difícil discernir las diferencias entre los que, de forma abierta, los norteamericanos, defienden el uso de cualquier técnica para defenderse y aquellos que de forma encubierta lo consienten. Hechos como la oposición de la Unión Europea a que saliera adelante el debate sobre «Las detenciones arbitrarias en la zona de la base naval de los Estados Unidos en Guantánamo», resolución presentada por Cuba en abril del 2004 (8), nos muestra hasta qué punto determinadas declaraciones no pasan de ser una forma más de la hipocresía de la vieja Europa. Como dice Gore Vidal citando a Edward S. Herman, una de las características más estables de la cultura norteamericana es la incapacidad o el rechazo para reconocer los crímenes de Estados Unidos; quizá también sea una característica propia de la cultura política europea el eludir responsabilidades.

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Ángeles Diez es doctora en Ciencias Políticas y Sociología, y profesora de la Universidad Complutense de Madrid. Este artículo es una versión ampliada del publicado en el n° 12 (especial sobre derechos humanos) de la edición impresa de la revista Pueblos, verano de 2004, pp. 6-8.

NOTAS

(1) El texto de Gore Vidal El último Imperio (Síntesis, 2002) nos ofrece unos interesantes cuadros sobre los conflictos y «operaciones en marcha» abiertos por EE.UU. desde 1948, afirmando que de entre los centenares de guerras contra el comunismo, el terrorismo, la droga o cualquier otra excusa, entre Peral Harbor y el 11 de septiembre de 2001, siempre fueron los estadounidenses los primeros en atacar.

(2) Según los informes del Nacional Security Archive (EE.UU.), organismo no gubernamental de investigación, basados en documentos desclasificados, los manuales para interrogatorios elaborados por la CIA en los setenta y ochenta y revisados por D. Cheney en marzo de 1992, describen con fidelidad las «técnicas coercitivas» usadas para torturar a los prisioneros de la cárcel iraquí de Abu Ghraib.

(3) La película de Pontecorvo está basada en hechos reales y sus protagonistas también lo fueron.

(4) Uno de los casos más significativo son las votaciones.

(5) Algunos de los convenios y pactos no firmados son, entre otros, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; no se han adherido a ninguno de los dos Protocolos del Pacto de Derechos Civiles y Políticos; a la Convención contra el Apartheid; a la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad; a la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer; a la Convención sobre la supresión del tráfico de personas y la explotación de la prostitución de terceros; a la Convención sobre el estatuto de los refugiados; a la Convención sobre los derechos de los trabajadores migrantes y sus familias; a la Convención de Ottawa de 1997, que prohíbe las minas antipersonales; y se niega a respetar el protocolo de Kyoto sobre reducción de la contaminación de la atmósfera. Tampoco votó por la creación de una Corte Penal Internacional, pese a que sus nacionales tendrán garantizada la impunidad, pues la actividad del tribunal estará en buena medida subordinada a las decisiones del Consejo de Seguridad. Es uno de los dos países del mundo (el otro es Somalia) que no ratificó la Convención de los Derechos del Niño (Asociación Americana de Juristas).

(6) El caso del bloqueo a Cuba desde hace casi 40 años, el embargo que se impuso contra Irak, la invasión de Panamá, la guerra en Yugoslavia han violado constantemente los Convenios de Ginebra sobre el derecho humanitario. Muchas de estas actuaciones no sólo realizadas por EE.UU., sino apoyadas por la Unión Europea e incluso Naciones Unidas.

(7) VIDAL, Gore: El último imperio, Síntesis, 2002, p. 325.

(8) El 22 de abril Cuba intentó presentar a debate en Naciones Unidas una propuesta de resolución sobre «Las detenciones arbitrarias en la zona de la base naval de los Estados Unidos en Guantánamo». Esta propuesta cubana no buscaba la condena de EE.UU., simplemente solicitaba información y cooperación sobre la situación en que se encuentran las 600 personas (incluidos menores) detenidas arbitrariamente en la base de Guantánamo. Pues bien, esta propuesta de resolución ni siquiera pudo someterse a debate en la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas debido a la presión de EE.UU. y las amenazas de presentar a su vez una Moción de No Acción para bloquear la propuesta cubana.