Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Este ensayo es una reseña de «Legacy of Ashes: The History of the CIA» [Legado de cenizas: la historia de la CIA] de Tim Weiner (Doubleday, 702 pp., $27.95).
Puede ser que el pueblo estadounidense no lo sepa, pero tiene problemas graves en una de sus entidades gubernamentales: la Agencia Central de Inteligencia. Por el secreto casi total que rodea sus actividades y la falta de contaduría de costos sobre como gasta el dinero que le ha sido asignado de modo clandestino dentro del presupuesto de defensa, es imposible que los ciudadanos sepan lo que hacen los cerca de 17.000 empleados de la CIA con, o por, su parte de los entre 44.000 y 48.000 millones de dólares o más por año que son gastados en «inteligencia.» Esta incapacidad de responder por alguna cosa en la CIA es, sin embargo sólo un problema respecto a la Agencia y probablemente no sea el más serio.
Actualmente tienen lugar dos juicios penales en Italia y Alemania contra varias docenas de funcionarios de la CIA por delitos cometidos en esos países, incluyendo el secuestro de personas con derecho legal a vivir en Alemania e Italia, su transporte ilegal a países como Egipto y Jordania para ser torturadas, y el que se les «desaparezca» en prisiones secretas extranjeras o dirigidas por la CIA fuera de EE.UU. sin ninguna forma de debido proceso legal.
La posibilidad de que los fondos de la CIA sean simplemente afanados por personas de confianza es también aguda. El ex funcionario número tres de la CIA, su director ejecutivo y jefe de compras, Kyle «Dusty» Foggo, es actualmente objeto de un sumario federal en San Diego por canalizar de modo corrupto contratos para agua, servicios aéreos, y vehículos blindados a un amigo de toda la vida y contratista de la defensa, Brent Wilkes, quien no estaba calificado para realizar los servicios solicitados. Wilkes invitó a Foggo a viajes de vacaciones y cenas por miles de dólares, y le prometió un alto puesto en su compañía para cuando se retire de la CIA.
Hace treinta años, en un fútil intento de asegurar un cierto control sobre el mal comportamiento endémico en la CIA, el gobierno de Gerald Ford creó el Consejo de Supervisión de los Servicios de Inteligencia del presidente. Debía ser un guardián civil de la Agencia. Una orden ejecutiva del presidente Ronald Reagan en 1981 lo convirtió en permanente y le dio la misión de identificar violaciones de la ley de la CIA (mientras las mantenía secretas a fin de no poner en peligro la seguridad nacional). Durante cinco gobiernos anteriores, miembros del consejo – todos civiles no empleados por el gobierno – informaron activamente sobre, e investigaron, algunas de las operaciones más secretas de la CIA que parecían violar límites legales.
Sin embargo, el 15 de julio de 2007, John Solomon del Washington Post informó que, durante los primeros cinco años y medio del gobierno de Bush, el Consejo de Supervisión de los Servicios de Inteligencia no hizo nada – ninguna investigación, ningún informe, ningún cuestionamiento de funcionarios de la CIA. Evidentemente no vio ningún motivo para investigar los métodos de interrogatorio empleados por agentes de la Agencia en prisiones secretas o la transferencia de cautivos a países que utilizan la tortura, o las escuchas telefónicas en el interior, no autorizadas por un tribunal federal.
¿Quiénes eran los miembros de este consejo de no-supervisión, de macacos que no ven nada malo, no oyen nada malo, no dicen nada malo? El consejo actual está dirigido por el ex consejero económico de Bush, Stephen Friedman. Incluye a Don Evans, ex
secretario de comercio y amigo del presidente, el ex almirante David Jeremiah, y el abogado Arthur B. Culvahouse. Lo único que han logrado es expresar su desdén hacia una orden legal de un presidente de EE.UU.
Prácticas corruptas y antidemocráticas de la CIA han prevalecido desde que fue creada en 1947. Sin embargo, como ciudadanos se nos ofrece ahora, por primera vez, una gama asombrosa de información necesaria para comprender cómo se llegó a esta situación y por qué ha sido imposible remediarla. Tenemos una historia larga, rica en documentación de la CIA desde sus orígenes después de la Segunda Guerra Mundial hasta su omisión en el suministro de hasta la información más elemental sobre Iraq antes de la invasión de ese país en 2003.
Archivos desclasificados de la CIA
El libro de Tim Weiner: «Legacy of Ashes,» es importante por numerosas razones, pero una de ellas es con certeza el que resucita de entre los muertos la posibilidad de que el periodismo realmente puede ayudar a los ciudadanos a realizar un control elemental sobre nuestro gobierno. Hasta el espléndido esfuerzo de Weiner, yo habría estado de acuerdo con Seymour Hersh en que, en la actual crisis de la gobernanza y de la política exterior estadounidenses, la omisión de la prensa ha sido casi total. Generalmente, nuestros periodistas ni siquiera trataron de penetrar las capas del secreto creadas por el poder ejecutivo para impedir el escrutinio de sus actividades frecuentemente ilegales e incompetentes. Este es el primer libro que he leído en mucho tiempo que documenta sus afirmaciones importantísimas de una manera que va mucho más allá de pedir a los lectores que simplemente confíen en el periodista.
Weiner, corresponsal del New York Times, ha estado trabajando en «Legacy of Ashes» durante 20 años. Ha leído más de 50.000 documentos gubernamentales, sobre todo de la CIA, la Casa Blanca, y el Departamento de Estado. Jugó un papel decisivo en que se llevara al programa de Búsqueda de Archivos de la CIA [CREST, por sus siglas en inglés] de los Archivos Nacionales a que desclasificara muchos de ellos, particularmente en 2005 y 2006. Ha leído más de 2.000 historias orales de agentes de inteligencia, soldados, y diplomáticos estadounidenses y él mismo ha realizado más de 300 entrevistas documentadas con agentes actuales y pasados de la CIA, incluyendo a diez ex directores de inteligencia central. Algo excepcional entre los autores de libros sobre la CIA, hace la siguiente afirmación: «Este libro está documentado – no hay fuentes anónimas, no hay citas ocultas, ni habladurías.»
La historia de Weiner contiene 154 páginas de notas finales relacionadas con comentarios en el texto. (Citas numeradas y citas eruditas convencionales habrían sido preferibles, así como una bibliografía glosada que suministrara información sobre dónde se pueden encontrar esos documentos; pero lo que ha hecho sigue teniendo años luz de ventaja sobre otras obras.) Esas notas contienen amplias citas literales de documentos, entrevistas, e historias orales. Weiner también observa: «La CIA ha incumplido promesas hechas por tres directores consecutivos de inteligencia central: [Robert] Gates, [James] Woolsey, y [John] Deutch – de desclasificar archivos sobre nueve importantes acciones clandestinas: Francia e Italia en los años cuarenta y cincuenta; Corea del Norte en los años cincuenta; Irán en 1953; Indonesia en 1958; Tibet en los años cincuenta y sesenta; y el Congo, la República Dominicana, y Lagos en los años sesenta.» Sin embargo ha podido suministrar detalles cruciales sobre cada una de esas operaciones provenientes de fuentes extraoficiales, pero plenamente identificadas.
En mayo de 2003, después de un retraso prolongado, el gobierno terminó por publicar los documentos sobre el cambio de régimen en Guatemala en 1954 organizado por el presidente Dwight D. Eisenhower; ha sido publicada la mayor parte de los archivos sobre el fiasco de Playa Girón de 1961 en el que un ejército de exiliados cubanos creado por la CIA encontró la muerte o la prisión en una funesta invasión de esa isla; y fueron filtrados los informes sobre el derrocamiento por la CIA en 1953 del primer ministro iraní Mohammad Mossadeq. Los esfuerzos de Weiner y su libro resultante son monumentos a la investigación histórica seria en nuestra supuesta «sociedad abierta.» A pesar de ello, advierte:
«Mientras estaba juntando y obteniendo autorización de desclasificación de algunos de los archivos de la CIA utilizados en este libro en los Archivos Nacionales, la agencia [la CIA] estaba empeñada en un esfuerzo secreto por reclasificar muchos de esos mismos archivos, que se originaban en los años cuarenta, desobedeciendo la ley y rompiendo su palabra. A pesar de todo, el trabajo de historiadores, archiveros, y periodistas ha creado un fundamento de documentos sobre el que se puede construir un libro.»
Ataques por sorpresa
Como idea, si no como una entidad real, la Agencia Central de Inteligencia nació como resultado del 7 de diciembre de 1941, cuando los japoneses atacaron la base naval de EE.UU. en Pearl Harbor. Funcionalmente llegó a su fin, como deja en claro Weiner, el 11 de septiembre de 2001, cuando colaboradores de al-Qaeda secuestraron aviones y los estrellaron contra las torres del World Trade Centre en Manhattan y el Pentágono en Washington, DC. En ambos casos se trató de exitosos ataques por sorpresa.
La Agencia Central de Inteligencia en sí fue creada durante el gobierno de Truman para impedir futuros ataques por sorpresa como Pearl Harbor mediante el descubrimiento de planes para realizarlos y así advertir contra ellos. El 11 de septiembre de 2001, se reveló que la CIA era un fracaso precisamente porque había sido incapaz de descubrir la conspiración de al-Qaeda y dar la alarma contra un ataque por sorpresa que resultó ser casi tan devastador como Pearl Harbor. Después del 11-S, la Agencia, por haberse desacreditado, pasó a una profunda decadencia y terminó la tarea. Weiner concluye: «Bajo la dirección [del director de la CIA, George Tenet] la agencia produjo el peor trabajo de su historia: una evaluación especial nacional de inteligencia intitulada ‘Los programas continuos de Iraq para armas de destrucción masiva.'» Es axiomático que, a medida que los dirigentes políticos pierden fe en una agencia de inteligencia y dejan de escucharla, su vida funcional ha terminado, incluso si los que trabajan allí siguen yendo a sus oficinas.
En diciembre de 1941, había suficiente inteligencia sobre actividades japonesas para que EE.UU. estuviera mucho mejor preparado para un ataque sorpresivo. La Inteligencia Naval había descifrado los códigos diplomáticos y militares japoneses: estaciones de radar y vuelos de patrulla habían sido autorizados (pero no enteramente desplegados); y el conocimiento estratégico de conductas y capacidades pasadas (si no de sus intenciones) era adecuado. El FBI incluso había observado que el cónsul general japonés en Honolulu estaba quemando archivos en su patio trasero pero informó al respecto sólo al director J. Edgar Hoover, quien no transmitió la información.
Lo que faltaba era una oficina central para compaginar, analizar, y colocar en una forma adecuada para presentación al presidente toda la información gubernamental de EE.UU. sobre un tema importante. En 1941, existían numerosas señales de lo que se venía, pero el gobierno de EE.UU. carecía de la organización y del profesionalismo para distinguir las señales auténticas del «ruido» de trasfondo de las comunicaciones de día a día. En los años cincuenta, Roberta Wohlstetter, estratega en el gabinete estratégico de la Fuerza Aérea, la RAND Corporation, escribió un estudio secreto que documentó las fallas en la coordinación y las comunicaciones que condujeron a Pearl Harbor. (Intitulado: «Pearl Harbor: Warning and Decision,» fue desclasificado y publicado por Stanford University Press en 1962.)
El legado de la OSS
La Ley Nacional de Seguridad de 1947 creó la CIA con énfasis en la palabra «central» en su título. Se suponía que la Agencia fuera la organización unificadora que destilaría y redactara toda la inteligencia disponible, y la ofrecería a los dirigentes políticos en un formato utilizable. La Ley dio a la CIA cinco funciones, cuatro de ellas relacionadas con la recolección, coordinación, y diseminación de inteligencia de fuentes abiertas así como el espionaje. Fue la quinta función – oculta en un pasaje expresado en palabras vagas la que permitió a la CIA «realizar otras funciones y deberes relacionadas con la inteligencia que afecten a la seguridad nacional como las que el Consejo Nacional de Seguridad pueda encarrilar de tiempo en tiempo» – la que convirtió a la CIA en el ejército personal, secreto, inmune, del presidente.
Desde sus comienzos, la Agencia no hizo lo que esperaba el presidente Truman, y se dedicó de inmediato a proyectos de «capa y espada» que iban claramente más allá de su mandato y que sólo se integraban de modo imperfecto en alguna estrategia global del gobierno de EE.UU. Weiner subraya que el verdadero autor de las funciones clandestinas de la CIA fue George Kennan, la principal autoridad sobre la Unión Soviética en el Departamento de Estado y creador de la idea de «contener» la extensión del comunismo en lugar de ir a la guerra («hacer retroceder») a la URSS.
Kennan se había alarmado por la facilitad con la que los soviéticos estaban estableciendo satélites en Europa Oriental y quería «combatir el fuego con el fuego.» Otros se le unieron para impulsar esta agenda, sobre todo los veteranos de la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), una unidad que durante la Segunda Guerra Mundial, bajo el general William J. «Wild Bill» Donovan, había enviado a saboteadores detrás de las líneas enemigas, diseminado desinformación y propaganda para engañar a las fuerzas del Eje, y trató de reclutar combatientes de la resistencia en los países ocupados.
El 20 de septiembre de 1945, Truman había abolido a la OSS – una victoria burocrática para el Pentágono, el Departamento de Estado, y el FBI, todos los cuales consideraban a la OSS como una organización advenediza que se inmiscuía en sus respectivas jurisdicciones. Muchos de los primeros dirigentes de la CIA eran veteranos de la OSS y se dedicaron a consolidar y a afianzar a su nuevo vehículo para tener influencia en Washington. También creían apasionadamente que eran personas con una misión autoproclamada que haría cambiar el mundo y que, como resultado, estaban más allá de las limitaciones legales normales impuestas a funcionarios del gobierno.
Desde su iniciación, la CIA había trabajado bajo dos concepciones que contradecían lo que se suponía que hiciera, y ningún presidente ha logrado corregir o resolver esa situación. El análisis del espionaje y la inteligencia trata de conocer el mundo tal como es; la acción clandestina trata de cambiar el mundo, lo entienda o no. El mejor ejemplo de la función de recolección de inteligencia fue Richard Helms, director de inteligencia central (DCI) de 1966 a 1973 (quien murió en 2002). El gran protagonista del trabajo de capa y espada fue Frank Wisner, el director de operaciones de la CIA de 1948 hasta fines de los años cincuenta cuando enloqueció y, se suicidó en 1965. Wisner nunca tuvo la paciencia necesaria para el espionaje.
Weiner cita a William Colby, futuro DCI (1973-1976), sobre este tema. La separación de los eruditos de la división de investigación y análisis de los espías del servicio clandestino creó dos culturas dentro de la profesión de la inteligencia, dijo: «separadas, diferentes, y desdeñosas entre ellas.» Esa crítica mantuvo su validez durante todos los primeros 60 años de la CIA.
En 1964, el servicio clandestino de la CIA consumía cerca de dos tercios de su presupuesto y un 90% del tiempo del director. La Agencia reunía bajo un mismo techo a agentes bursátiles de Wall Street, distinguidos profesores, soldados de fortuna, publicistas, periodistas, dobles cinematográficos, ladrones y estafadores. Nunca aprendieron a trabajar juntos – el resultado en última instancia fue una serie de fracasos en operaciones de inteligencia y clandestinas. En enero de 1961, al dejar el poder después de dos períodos, el presidente Eisenhower ya había comprendido integralmente la situación. «Nada ha cambiado desde Pearl Harbor,» dijo a su director de inteligencia central, Allen Dulles. «Dejo un legado de cenizas a mi sucesor.» Weiner, por supuesto, toma su título de la metáfora de Eisenhower. Las cosas sólo empeorarían en los años siguientes.
La evidencia histórica es inequívoca. EE.UU. es desmañado y brutal en la concepción y la ejecución de operaciones clandestinas, y simplemente no sirve para el espionaje; sus agentes nunca tienen suficientes conocimientos lingüísticos y culturales sobre los países a los que se dedican como para poder reclutar efectivamente espías. La CIA también parece ser una de las organizaciones de espionaje del planeta que es más fácil penetrar. Desde el comienzo, ha perdido repetidamente a sus activos debido a dobles agentes.
Típicamente, a principios de los años cincuenta, la Agencia lanzó millones de dólares en barras de oro, armas, radios bidireccionales, y agentes en Polonia para apoyar lo que sus máximos funcionarios creían que era un poderoso movimiento clandestino polaco contra los soviéticos. En realidad, agentes soviéticos habían eliminado el movimiento años antes, convertido a personas clave del mismo en dobles agentes, y engañado a la CIA como si se tratara de imbéciles. Como comenta Weiner, no sólo «se habían ido al diablo» cinco años de planificación, varios agentes, y millones de dólares, sino «el corte más duro puede haber sido el descubrimiento [por la Agencia] de que los polacos habían enviado una parte del dinero de la CIA al Partido Comunista de Italia.» [pp. 67-68]
La historia resultó ser interminable. El 21 de febrero de 1991, la Agencia finalmente descubrió y arrestó a Aldrich Ames, el jefe de contrainteligencia para la Unión Soviética y Europa Oriental, quien había estado espiando para la URSS durante siete años y había enviado a innumerables agentes de EE.UU. ante los pelotones de fusilamiento del KGB. Weiner comenta: «El caso de Ames reveló un descuido institucional que rayaba en la negligencia criminal.» [p. 451]
La búsqueda de medios tecnológicos
Con el pasar de los años, a fin de compensar esas graves inepcias, la CIA se dedicó cada vez más a la inteligencia electromagnética y a otros medios tecnológicos de espionaje como ser los aviones espía U-2 y los satélites. En 1952, los máximos dirigentes de la CIA crearon la Agencia Nacional de Seguridad – una unidad de escuchas telefónicas y de criptografía – para superar la flagrante incapacidad de la Agencia de colocar algún espía en Corea del Norte durante la Guerra de Corea. La debacle de la Agencia en Playa Girón en Cuba llevó a un Pentágono frustrado a crear su propia Agencia de Inteligencia de la Defensa como contención para el diletantismo militar de los agentes del servicio clandestino de la CIA.
A pesar de todo, los medios tecnológicos, sean satélites espías o escuchas electrónicas, revelan en contadas ocasiones las intenciones – y esa es la raison d’être de las evaluaciones de inteligencia. Como se lamentara Haviland Smith, que dirigió operaciones contra la URSS en los años sesenta y setenta: «Lo único que falta es – que no tenemos nada sobre las intenciones soviéticas. Y no sé cómo se obtiene eso. Y ésa es la norma del servicio clandestino. [énfasis en el original, pp. 360-61]).»
La inteligencia recolectada en sí fue igualmente problemática. En la evaluación anual de inteligencia más importante de toda la Guerra Fría – la del orden de batalla soviético – la CIA invariablemente exageró su tamaño y amenaza. Luego, por si fuera poco, bajo el período de George H. W. Bush como DCI (1976-77), la agencia se desgarró respecto a afirmaciones desinformadas de la derecha de que estaba realmente subestimando las fuerzas militares soviéticas. El resultado fue el nombramiento del «Equipo B» durante la presidencia de Ford, dirigido por exiliados polacos y fanáticos neoconservadores. Tuvo la tarea de «corregir» el trabajo de la Oficina de Evaluaciones Nacionales.
«Después del fin de la Guerra Fría,» escribe Weiner, «la agencia puso a prueba los resultados del Equipo B. Cada uno de ellos era erróneo.» [p. 352] Pero el problema no fue que la CIA sucumbiera simplemente bajo la presión política. Fue también estructural: «Durante trece años, de la era de Nixon hasta los días finales de la Guerra Fría, cada evaluación de las fuerzas nucleares estratégicas soviéticas exageró [énfasis en el original] el ritmo de la modernización de su armamento por parte de Moscú.» [p. 297]
De 1967 a 1973, serví como asesor externo de la Oficina de Evaluaciones Nacionales, uno de cerca de una docena de especialistas consultados para tratar de superar la miopía y el burocratismo involucrados en la preparación de esas evaluaciones nacionales de inteligencia.
Recuerdo atormentados debates sobre cómo la puesta de relieve mecánica de los análisis del peor caso posible sobre las armas soviéticas ayudaba a impulsar la carrera armamentista. Algunos altos analistas de la inteligencia trataron de resistir a las presiones de la Fuerza Aérea y del complejo militar-industrial. No obstante, el difunto John Huizenga, un erudito análisis de la inteligencia que dirigió la Oficina de Evaluaciones Nacionales de 1971 hasta la purga generalizada de la Agencia por el DCI James Schlesinger en 1973, dijo a secas a los historiadores de la CIA:
«En retrospectiva… realmente no creo que una organización de inteligencia en este gobierno pueda presentar un producto analítico honesto sin enfrentar el riesgo de la beligerancia política… Creo que la inteligencia tiene relativamente poco impacto en las políticas que hemos adoptado a través de los años. Relativamente ninguno… Idealmente, lo que se había supuesto era que… un análisis serio de la inteligencia podría… ayudar al lado político a reexaminar las premisas, a hacer que las decisiones políticas sean más sofisticadas, más cercanas a la realidad del mundo. Esas fueron las grandes ambiciones que creo que nunca fuera realizadas.» [p. 353]
Del lado clandestino, las pérdidas humanas fueron mucho más elevadas. Los incesantes, casi siempre descaminados, intentos de la CIA por determinar cómo otros debieran gobernarse; su apoyo secreto a fascistas (por ejemplo en Grecia bajo Georgios Papadopoulos), militaristas (por ejemplo, en Chile bajo el general Augusto Pinochet), y
asesinos (por ejemplo en el Congo bajo Joseph Mobutu); su apoyo sin crítica a escuadrones de la muerte (El Salvador) y a fanáticos religiosos (fundamentalistas religiosos en Afganistán) – todas éstas y más actividades se combinaron para salpicar el mundo de movimientos que reaccionaron contra EE.UU.
Nada ha contribuido más a la caída de la reputación de EE.UU. que los asesinatos «clandestinos» (sólo para el pueblo estadounidense) de la CIA de los presidentes de Vietnam del Sur y el Congo, su violación de los gobiernos de Irán, Indonesia (tres veces), Corea del Sur (dos veces), todos los Estados indochinos, virtualmente todos los gobiernos en Latinoamérica, y el Líbano, Afganistán, e Iraq. Las muertes resultantes de esos ataques armados llegan a millones de personas. Después del 11-S, el presidente Bush preguntó: «¿Por qué nos odian?» De Irán (1953) a Iraq (2003), debería haber preguntado: «¿Quién no lo hace?»
El vínculo con el dinero
Existe una importante excepción a este retrato de la incompetencia a largo plazo de la Agencia. «Un arma que la CIA ha utilizado con incomparable habilidad,» escribe Weiner, «es el dinero en efectivo. La agencia descolló en la compra de servicios de políticos extranjeros.» [p. 116] Comenzó con las elecciones italianas de abril de 1948. La CIA no tenía todavía una fuente segura de dinero clandestino y tuvo que conseguirlo en secreto de operadores de Wall Street, ítalo-estadounidenses ricos, y otros.
«Los millones fueron entregados a políticos italianos y a los curas de la Acción Católica, un brazo político del Vaticano. Valijas repletas de efectivo cambiaron de manos en el Hassler Hotel de cuatro estrellas… Los cristiano demócratas de Italia ganaron por un margen confortable y formaron un gobierno que excluyó a los comunistas. Comenzó un prolongado romance entre el partido (cristiano demócrata) y la agencia. La práctica de la CIA de comprar elecciones y políticos con bolsas de dinero en efectivo se repitió en Italia – y en numerosos otros países – durante los veinticinco años siguientes.» [p. 27]
La CIA gastó finalmente por lo menos 65 millones de dólares en políticos italianos – incluyendo «a cada democristiano que haya ganado alguna vez una elección nacional en Italia.» [p. 298] A medida que el Plan Marshall de reconstrucción de Europa ganaba ímpetu a fines de los años cuarenta, la CIA descremaba en secreto el dinero que necesitaba de cuentas del Plan Marshall. Una vez terminado el Plan, fondos secretos ocultos en la ley anual de asignación para la Defensa, siguieron financiando las operaciones de la CIA.
Después de Italia, la CIA continuó en Japón, pagando para llevar al poder a Nobusuke Kishi como primer ministro de Japón (en el poder de 1957 a 1960), ex ministro de municiones del país en la Segunda Guerra Mundial. Finalmente utilizó su fuerza financiera para establecer en el poder al Partido Liberal Democrático (conservador) y para convertir a Japón en un Estado de un solo partido, lo que sigue siendo actualmente. El cinismo con el que la CIA siguió subvencionando elecciones «democráticas» en Europa Occidental, Latinoamérica y el Este Asiático, a partir de fines de los años cincuenta, condujo a la desilusión con EE.UU. y a un claro embotamiento del idealismo con el que había conducido el comienzo de la Guerra Fría.
Otro uso importante de su dinero fue una campaña para financiar alternativas para los periódicos y libros influenciados por los soviéticos en Europa Occidental. En el intento de influenciar las actitudes de estudiantes e intelectuales, la CIA patrocinó revistas literarias en Alemania (Der Monat) y en Gran Bretaña (Encounter), promovió el expresionismo abstracto en el arte como una alternativa radical para el realismo socialista de la Unión Soviética, y financió en secreto la publicación y distribución de más de dos millones y medio de libros y periódicos. Weiner trata muy por encima estas actividades. Debería haber consultado la obra indispensable de Frances Stonor Saunders: «The Cultural Cold War: The CIA and the World of Arts and Letters.»
Ocultando la incompetencia
A pesar de todo esto, la CIA fue protegida de la crítica por su impenetrable secreto y por los incansables esfuerzos propagandísticos de dirigentes como Allen W. Dulles, director de la Agencia bajo el presidente Eisenhower, y de Richard Bissell, jefe del servicio clandestino después de Wisner. Incluso después que la CIA parecía fracasar en todo lo que intentaba, escribe Weiner: «La capacidad de presentar el fracaso como un éxito se fue convirtiendo en una tradición de la CIA.» [p. 58]
Después de la intervención china en la Guerra de Corea, la CIA lanzó 212 agentes extranjeros en Manchuria. Dentro de unos días, 101 habían sido muertos y otros 111 capturados – pero esta información fue efectivamente suprimida. El jefe de estación de la CIA en Seúl, Albert R. Haney, un incompetente coronel del ejército y fabricador de inteligencia, nunca sospechó que los cientos de agentes que afirmaba trabajaban para él, informaban todos a controles norcoreanos.
Haney sobrevivió su increíble actuación en la Guerra de Corea porque, al final de su período en noviembre de 1952. ayudó a organizar el transporte de un teniente de Marines gravemente herido de vuelta a EE.UU. Resultó que el Marine era el hijo de Allen Dulles, quien pagó su deuda de gratitud poniendo a Haney a cargo de la operación clandestina que – a pesar de una campaña secreta, en gran parte chapucera, mal dirigida – tuvo éxito en el derrocamiento del gobierno guatemalteco del presidente Jacobo Arbenz en 1954. La maniobra de la CIA en Guatemala provocó en última instancia las muertes de 200.000 civiles durante los 40 años de derramamiento de sangre y de guerra civil que siguieron después del sabotaje de un gobierno elegido para beneficio de la United Fruit Company.
Weiner ha hecho innumerables contribuciones a muchos aspectos ocultos de la política exterior de la posguerra, muchos de los cuales siguen existiendo. Por ejemplo, durante el debate sobre la invasión de Iraq por EE.UU. después de 2003, uno de los lamentos constantes fue que la CIA no tenía acceso a un solo agente dentro del círculo íntimo de Sadam Husein. No era verdad. Irónicamente, el servicio de inteligencia francés – un país contra el que los políticos de EE.UU. embistieron en público por no haber apoyado a EE.UU. – había cultivado sus relaciones con el ministro de exteriores de Iraq, Naji Sabri. Sabri informó a la agencia francesa, y a través de ella al gobierno de EE.UU., que Sadam Husein no tenía un programa activo de armas nucleares o biológicas, pero la CIA lo ignoró. Weiner comenta tristemente: «La CIA casi no tenía la capacidad para analizar con exactitud la poca inteligencia que obtenía.» [pp. 666-67, n. 487]
Tal vez la más cómica de todas las actividades clandestinas de la CIA – por desgracia demasiado típicas de sus operaciones ocultas durante los últimos 60 años – fue el espionaje que realizó en 1994 contra la recién nombrada embajadora estadounidense en Guatemala, Marilyn McAfee, quien trató de promover políticas de derechos humanos y justicia en ese país. Leal al asesino servicio de inteligencia guatemalteco, la CIA había colocado micrófonos ocultos en su dormitorio y registró sonidos que llevaron a sus agentes a concluir que la embajadora tenía un affaire lesbiano con su secretaria, Carol Murphy. El jefe de estación de la CIA «grabó sus arrullos cariñosos para Murphy.» La agenció difundió el rumor en Washington de que la embajadora liberal era una lesbiana sin darse cuenta de que «Murphy» también era el nombre de su caniche negro de dos años. El micrófono en su dormitorio la había grabado acariciando a su perro. En realidad era una mujer casada de familia conservadora. [p. 459]
En agosto de 1945, el general William Donovan, jefe de la OSS, dijo al presidente Truman: «Antes de esta guerra, EE.UU. no tenía un servicio de inteligencia exterior. Nunca lo ha tenido y ahora tampoco tiene ahora un sistema de inteligencia coordinado.» Weiner agrega: «Trágicamente, todavía no lo tiene.» Estoy de acuerdo con la evaluación de Weiner, pero sobre la base de su análisis verdaderamente ejemplar de la Agencia Central de Inteligencia en «Legacy of Ashes,» no lo considero una tragedia. En vista de su evidencia, es difícil creer que a EE.UU. no le habría ido peor si hubiera dejado la recolección y el análisis de inteligencia al Departamento de Estado y hubiera asignado acciones encubiertas infrecuentes al Pentágono.
Creo que la situación actual es: La CIA ha fracasado terriblemente, y sería un paso importante hacia la restauración de los controles y balances dentro de nuestro sistema político si simplemente fuera abolida. Algunos observadores argumentan que sería un remedio inadecuado porque lo que el gobierno ahora llama ostentosamente la «comunidad de la inteligencia» – completa con su propio sitio en la Red – está compuesta por 16 organizaciones diferenciadas y en competencia que están listas para reemplazar a la CIA. Esto, sin embargo, es un malentendido. La mayor parte de los miembros de la así llamada comunidad de la inteligencia son apéndices burocráticos de departamentos bien establecidos o pertenecen a unidades extremadamente técnicas cuyas funciones no tienen nada que ver ni con el espionaje ni con aventuras de capa y espada.
Las dieciséis entidades incluyen las organizaciones de inteligencia de cada servicio militar – Fuerza Aérea, Ejército, Guardacostas, Cuerpo de Marines, y la Agencia de Inteligencia de la Defensa, – y reflejan la rivalidad entre servicios más que necesidades o intereses nacionales; y los departamentos de Energía, Seguridad Interior, Estado, del Tesoro, y la Administración de Drogas y Narcóticos, así como el FBI y la Agencia Nacional de Seguridad; y las unidades dedicadas a satélites y reconocimiento (Agencia Nacional de Inteligencia Geoespacial, Oficina Nacional de Reconocimiento). La única de estas unidades que podría concebiblemente competir con la CIA es la que yo recomiendo para que la reemplace: es decir el Buró de Inteligencia e Investigación del Departamento de Estado [INR, por sus siglas en inglés]. No deja de ser interesante que haya tenido de lejos el mejor resultado de cualquier entidad de inteligencia de EE.UU. en el análisis de Iraq bajo Sadam Husein y en la previsión de lo que probablemente ocurriría si seguíamos la idea desacertada del gobierno de Bush de invadir su país. Su trabajo, por cierto, fue ignorado en gran parte por la Casa Blanca de Bush-Cheney.
Weiner no cubre absolutamente todos los aspectos aislados del historial de la CIA, pero su libro es uno de los mejores lugares para que un ciudadano serio comience a comprender lo bajo que ha caído nuestro gobierno. También trae a la mente la lección de que una agencia de inteligencia incompetente e inescrupulosa puede representar una amenaza tan grande para la seguridad nacional como no tener ninguna.
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El último libro de Chalmers Johnson es: «Nemesis: The Last Days of the American Republic» (Metropolitan Books, 2007). Es el tercer volumen de su «Blowback Trilogy,» que también incluye «Blowback and The Sorrows of Empire.» Profesor en retiro de relaciones internacionales de la Universidad de California (Campus de Berkeley y San Diego) y autor de unos diecisiete libros sobre todo sobre la política y economía del Este Asiático, Johnson es presidente del Instituto de Investigación Política de Japón.
[Este artículo apareció primero en Tomdispatch.com, un weblog de Nation Institute,
que ofrece un flujo continuo de fuentes, noticias y opiniones alternativas de Tom Engelhardt, desde hace mucho tiempo editor, cofundador del American Empire Project y autor de «Mission Unaccomplished» (Nation Books), la primera colección de entrevistas de Tomdispatch.
http://www.zmag.org/content/showarticle.cfm?SectionID=11&ItemID=13372