Traducción del inglés para Rebelión por S. Seguí
Ahora que la mayor parte de estadounidenses ya no cree en la guerra, ahora que ya no confían en Bush y su gobierno, ahora que la evidencia del engaño se ha hecho abrumadora (tan abrumadora que incluso los principales medios de comunicación, tarde como siempre, han comenzado a mostrar una cierta indignación), podríamos preguntarnos: ¿cómo ha podido engañarse a tanta gente durante tanto tiempo?
La pregunta es importante porque podría ayudarnos a comprender porqué nuestro pueblo, tanto los miembros de los medios de comunicación como el ciudadano corriente, corrió a manifestar su apoyo a un presidente que estaba enviando tropas al otro lado del mundo, a Irak.
Un pequeño ejemplo de la inocencia (servilismo, para ser más exactos) de la prensa es el modo como reaccionó a la presentación de Colin Powell, en febrero de 2003, en el Consejo de Seguridad, un mes antes de la invasión, un discurso que puede haber establecido un récord mundial de falsedades dichas de un tirón. En dicho discurso, Powell enumeró, con toda confianza, sus «pruebas»: fotografías tomadas desde satélites, conversaciones grabadas, informes de espías con estadísticas muy precisas de cuántos litros de esto y de lo otro había disponibles para la guerra química. El New York Times se quedó sin aliento de pura admiración. El editorial del Washington Post consideraba las pruebas «irrefutables» y declaraba tras la charla de Powell: «Es difícil imaginar que alguien pueda dudar que Irak posee armas de destrucción masiva.»
Considero que hay dos razones, profundamente enraizadas en nuestra cultura nacional, que contribuyen a explicar la vulnerabilidad de la prensa y la ciudadanía ante este tipo de crudas mentiras cuyas consecuencias han supuesto y suponen la muerte de decenas de miles de personas. Si somos capaces de comprender estas razones, podremos protegernos mejor de los engaños.
La primera es la dimensión temporal, es decir, la falta de perspectiva histórica. La segunda es la dimensión espacial, es decir, una incapacidad de pensar más allá de los límites del patriotismo. Estamos encerrados por la arrogante idea de que este país es el centro del universo, y de que es excepcionalmente virtuoso, admirable y superior.
Si no conocemos la historia, entonces somos presas fáciles de políticos carnívoros y de los intelectuales y periodistas que les facilitan la cubertería. Y no hablo aquí de la historia que estudiamos en la escuela, una historia servil hacia nuestros líderes políticos, desde los tan admirados Padres Fundadores hasta los presidentes de estos últimos años. Hablo de una historia que trate con honestidad el pasado. Si no conocemos esa historia, entonces cualquier presidente puede dirigirse a nosotros desde una hilera de micrófonos y declarar que debemos ir a la guerra, y no tendremos fundamento alguno para cuestionarlo. Nos contará que la patria está en peligro, que la democracia y la libertad están en juego y que, por consiguiente, debemos enviar buques y aviones para destruir a nuestro enemigo, y no tendremos razones para no creerlo.
Pero si conocemos la historia, si sabemos cuántas veces otros presidentes han hecho similares declaraciones al país, y cómo resultaron ser mentira, entonces no nos van a engañar. Aunque algunos de nosotros podamos decir con orgullo que no nos hemos dejado engañar nunca, también podríamos aceptar como deber cívico la responsabilidad de apoyar a nuestros conciudadanos contra la mendacidad de nuestros más altos funcionarios.
Podríamos recordarles que el presidente Polk mintió a la nación sobre las razones para ir a la guerra con México en 1846. No eran que éste país hubiera «derramado sangre estadounidense en nuestro propio suelo», sino que Polk, y nuestra aristocracia esclavista, deseaban apoderarse de la mitad del territorio de México.
Podríamos señalar que el presidente McKinley mintió en 1898 sobre las razones para invadir Cuba, diciendo que queríamos liberar la isla del control de España, cuando la verdad era que efectivamente queríamos que España abandonara Cuba para poder ofrecérsela a la United Fruit y otras corporaciones de EE UU. Mintió también sobre las razones de nuestra guerra en las Filipinas, cuando afirmó que sólo buscábamos «civilizar» a los filipinos, cuando la razón real era hacerse con un buen pedazo de tierra en el Pacífico occidental, aunque para ello tuviéramos que matar a miles de filipinos.
Nuestro presidente Thomas Woodrow Wilson -con tanta frecuencia calificado en nuestros libros de historia de «idealista»- mintió sobre nuestras razones para entrar en la I Guerra Mundial, afirmando que era una guerra para «hacer el mundo seguro para la democracia», cuando realmente era una guerra para hacer el mundo seguro para los poderes imperiales occidentales.
Harry Truman mintió cuando dijo que la bomba atómica fue lanzada sobre Hiroshima porque esta ciudad era «un objetivo militar».
Todos mintieron sobre Vietnam: Kennedy sobre la magnitud de nuestra implicación, Johnson sobre el incidente del Golfo de Tonkín, Nixon sobre el bombardeo secreto de Camboya, todos ellos asegurando que se trataba de mantener Vietnam del Sur libre de comunismo, cuando lo que realmente querían era mantener ese país como avanzadilla estadounidense en el confín del continente asiático.
Reagan mintió sobre la invasión de Grenada, afirmando, falsamente, que era una amenaza para nuestro país.
Bush padre mintió sobre la invasión de Panamá, que tuvo como consecuencia la muerte de miles de civiles de ese país. Luego volvió a mentir sobre la razón para atacar Irak en 1991: no se trataba de defender la integridad de Kuwait -¿es alguien capaz de imaginar a Bush afligido por la invasión de este país por Irak?- sino de afirmar el poder de EE UU en un Oriente Próximo rico en petróleo.
Teniendo en cuenta este abrumador récord de mentiras destinadas a justificar guerras, ¿cómo se puede creer al joven Bush cuando expone sus razones para invadir Irak? ¿No deberíamos rebelarnos, instintivamente, contra el sacrificio de nuestras vidas a cambio de petróleo?
Una lectura atenta de la historia podría darlos otros elementos de protección contra la mentira. Podríamos entender que siempre ha habido, y sigue habiendo, un profundo conflicto de intereses entre el gobierno y el pueblo de los Estados Unidos. Este pensamiento resulta perturbador para una mayoría de personas, por cuanto va en contra de todo lo que nos han enseñado.
Se nos ha inducido a creer que, desde el principio, tal como nuestros Padres Fundadores inscribieron en el Preámbulo de la Constitución, éramos «nosotros, el pueblo» quienes establecimos el nuevo gobierno tras la Revolución. Cuando el eminente historiador Charles Beard sugirió, hace ya cien años, que la Constitución representaba no al pueblo trabajador, no a los esclavos, sino a los esclavistas, a los mercaderes y los rentistas, fue objeto de un editorial indignado en el New York Times.
Nuestra cultura exige, en su lenguaje mismo, que aceptemos la comunidad de intereses que nos une los unos a los otros. No debemos hablar de clases. Sólo los marxistas lo hacen, aunque James Madison, «Padre de la Constitución», afirmara ya, treinta años antes del nacimiento de Karl Marx, que había un conflicto inevitable en la sociedad entre aquellos que eran propietarios y los que no lo eran.
Nuestros actuales líderes no son tan francos. Nos bombardean con términos como «interés nacional» «seguridad nacional» y «defensa nacional» como si todos estos conceptos se aplicasen de la misma manera a todos nosotros, blancos o negros, ricos o pobres; o como si General Motors y Halliburton tuvieran los mismos intereses que el resto de nosotros, o como si los de George Bush fueran los mismos que los de los jóvenes que envía a la guerra.
No cabe duda de que, de todas las mentiras dirigidas a nuestro pueblo, esta es la mayor. En la historia de los secretos escondidos al pueblo estadounidense, este es el mayor de ellos: que hay clases sociales que tienen diferentes intereses. Ignorarlo -desconocer que la historia de nuestro país es la historia del propietario de esclavos contra el esclavo, del propietario contra el inquilino, de la corporación contra el trabajador, del rico contra el pobre- es dejarnos desarmados ante todas las mentiras menores que nos cuenta la gente que detenta el poder.
Si nosotros como ciudadanos partimos del entendimiento de que esa gente de arriba -el presidente, el Congreso, el Tribunal Supremo, todas esas instituciones que se supone que garantizar el «equilibrio de poder»- no está pensando en nuestros intereses, entonces estaremos en el buen camino hacia la verdad. Desconocer esto es dejarnos a nosotros mismos desarmados ante una serie de mentirosos a plena dedicación.
La creencia tan firmemente imbuida -no desde nuestro nacimiento, pero sí por medio del sistema educativo y de nuestra cultura en general- de que Estados Unidos es una nación particularmente virtuosa, nos deja particularmente vulnerables ante los engaños de nuestro gobierno. Los engaños comienzan pronto, en el primer curso de educación básica, cuando nos obligan a «jurar fidelidad» (antes incluso de que sepamos qué quiere decir esa palabra), y nos fuerzan a proclamar que ésta es una nación con «libertad y justicia para todos».
Y luego están las innumerables ceremonias, en parques o recintos cerrados, en las que se supone que debemos ponernos de pie y agachar la cabeza mientras suena nuestro himno nacional, que anuncia que somos «la tierra de los libres, el hogar de los valientes». Y hay también el himno oficioso «Dios bendiga a América», y la gente te mira con mala cara si te atreves a preguntar porqué Dios debería escoger a esta nación en particular -el 5% de la población mundial- para bendecirla con su gracia.
Si partimos de este punto de vista en la evaluación del mundo, es decir, del firme convencimiento de que este país ha sido dotado por la Providencia de cualidades únicas que lo hacen moralmente superior a todos los demás sobre la Tierra, entonces no es probable que cuestionemos al presidente cuando nos comunica que enviaremos a nuestras tropas a este o aquel país, o que bombardearemos por aquí o por allá, a fin de extender nuestras virtudes -la democracia, la libertad y, no lo olvidemos, la libre empresa- a cualquier lugar del mundo literalmente dejado de la mano de Dios.
En ese momento, es preciso, si queremos protegernos a nosotros mismos y a nuestros conciudadanos contra políticas que son desastrosas no solo para otros pueblos sino también para el nuestro, que tengamos a mano los datos que ponen en cuestión la idea de una nación virtuosa como ninguna.
Los datos son perturbadores, pero debemos asumirlos si queremos ser honestos. Debemos asumir nuestra larga historia de limpieza étnica, en la que millones de indios fueron arrojados de sus tierras por medio de matanzas y deportaciones forzadas. Y nuestra larga historia, que no hemos dejado aún atrás, de esclavismo, segregación y racismo. Debemos tener presente nuestra larga tradición de conquistas imperiales, en el Caribe y en el Pacífico, nuestras vergonzosas guerras contra países de tamaño inferior a una décima parte del nuestro: Vietnam, Grenada, Panamá, Afganistán, Irak. Y la permanente memoria de Hiroshima y Nagasaki. No es una historia de la que podamos estar orgullosos.
Nuestros líderes han dado por sentado, y han implantado esta creencia en las mentes de mucha gente, que tenemos derecho, por nuestra superioridad moral, a dominar el mundo. Al finalizar la II Guerra Mundial, Henry Luce, con una arrogancia apropiada a su figura de propietario de las revistas Time, Life y Fortune, acuñó el término de «el siglo americano», con lo que quería decir que la victoria en la guerra daba a Estados Unidos derecho a «ejercer sobre el mundo toda la fuerza de su influencia, para los fines que creamos convenientes y por los medios que creamos convenientes.»
Tanto el partido republicano como el demócrata han hecho suya esta idea. George Bush, en su discurso de toma de posesión, el 20 de enero de 2005, afirmó que difundir la libertad por todo el mundo era la «exigencia de nuestro tiempo». Años antes, en 1993, Bill Clinton, hablando en una ceremonia de entrega de diplomas en la academia militar de West Point, declaró: «Los valores que han aprendido ustedes aquí (…) podrán difundirlos por todo nuestro país y por todo el mundo, y dar a otras personas la posibilidad de vivir como ustedes han vivido y desarrollar las capacidades que Dios les ha concedido.»
¿En qué se basa la idea de nuestra superioridad moral? Sin duda, no en nuestro comportamiento hacia otros pueblos en otros lugares del mundo. ¿Se basa entonces en el alto nivel de vida de la gente en Estados Unidos? En 2000 la Organización Mundial de la Salud publicó su clasificación de países en términos de situación sanitaria general, y EE UU ocupaba el lugar 37 de la lista, aunque gasta más dinero por persona en cuidados de salud que cualquier otro país del mundo. Uno de cada cinco niños de este país, el más rico del mundo, nace en la pobreza. Hay más de cuarenta países que tienen una mortalidad infantil más reducida, entre ellos Cuba. Y hay otro signo evidente de enfermedad social: tenemos la mayor población reclusa del mundo, más de dos millones de personas.
Una estimación más honesta de nosotros mismos como pueblo podría prepararnos para la próxima batería de mentiras que acompañará a la próxima propuesta de imponer nuestro poderío en algún otro lugar del mundo. También podría inspirarnos la elaboración de una historia diferente de nosotros mismos, arrancar nuestro país de las manos de los mentirosos y asesinos que lo gobiernan, y -mediante el rechazo del nacionalismo arrogante– unirnos al resto de países de la raza humana en la causa común de paz y justicia.
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Howard Zinn es el autor de «A People’s History of the United States» (Una historia popular de los Estados Unidos) y de «Voices of a People’s History of the United States», junto a Anthony Arnove.´