El presidente norteamericano termina sus cuatro primeros años de Gobierno con agresividad, obviando las libertades fundamentales en su país y fuera de él
George W. Bush no ha necesitado ni siquiera cuidar un poco las formas en la etapa final de su primer mandato para poder ganar las elecciones. Más bien todo lo contrario. Lo está terminando con los mismos rasgos agresivos con los que lo empezó, unilateralistas en política exterior y atacando aún más, si cabe, las libertades democráticas fundamentales en los propios Estados Unidos y en sus aventuras militares en el extranjero.
¿Quién habría de impedírselo? ¿Su política no ha sido acaso refrendada por la mayoría de su población, por casi 60 millones de habitantes? ¿Acaso su opositor en las elecciones pasadas, el demócrata John Kerry, no apoyó su guerra preventiva, su gigantesco presupuesto militar, su invasión de Irak? ¿Acaso denunció las torturas de Abu Ghraib, de Afganistán o el ilegal confinamiento de los presos en Guantánamo? ¿Dijo acaso algo sobre las decenas y decenas de extranjeros detenidos en EEUU de origen árabe y/o musulmán que, por el simple hecho de resultar sospechosos de tener relación con algún grupo radical islámico, son trasladados clandestinamente desde 2001 en aviones civiles alquilados a países donde son interrogados y torturados, violando leyes federales y tratados internacionales? No.
¿Acaso la ONU y la comunidad internacional tomó alguna medida frente a todos estos hechos, a pesar de la numerosa documentación ya existente y las causas judiciales abiertas? No.
Las matanzas en Irak no han acabado con la caída de Sadam Husein, sino que, proporcionalmente al tiempo transcurrido desde la invasión angloamericana de Irak en marzo de 2003, se han incrementado, si tenemos en cuenta que cálculos nada sospechosos como los ofrecidos a fines de octubre en un informe del Centro para el Estudio de Emergencias Internacionales y Refugiados de la Facultad de Salud Pública Johns Hopkins Bloomberg, en Baltimore (EEUU) cifraba en 100.000 el número de civiles muertos hasta la fecha. En el informe, publicado por la revista médica The Lancet, se precisa que la mayoría de esas víctimas eran mujeres y niños.
Y esta situación no tiene signos de cambiar. A más represión y más «daños colaterales», más resistencia, violencia más extrema, más fanatismo y caos. Antes de iniciar su gigantesca ofensiva militar contra Faluya, los mandos estadounidenses dejaron a esa ciudad de cientos de miles de habitantes sin luz ni agua y cortaron todas las vías por donde podrían llegarle suministros. Y luego ocuparon su hospital, impidiendo durante días y días que llegaran médicos y ambulancias. Esto eliminó desde el primer momento, planificadamente, la tradicional fuente de cualquier conflicto bélico que puede suministrar el parte de bajas de la población civil.
El mando militar no da nunca cuenta de las bajas civiles que provoca con sus bombardeos en Irak, como no lo hace en Afganistán ni en ningún conflicto bélico; sólo nos habla de sus propias bajas y de «insurgentes muertos», tal como hacía durante la Guerra de Vietnam.
Años después del fin de esa prolongada guerra se pudo saber los cientos de miles de civiles vietnamitas que habían muerto en ella, muchos de ellos por la acción de las armas químicas utilizadas por EEUU, como el napalm, el temible agente naranja. El Pentágono sí se preocupa, sin embargo, en incluir el número de bajas civiles cuando se trata de informar de atentados cometidos por la resistencia iraquí. En esos casos no se le olvida.
Bush acaba de aupar a su fiel Condi Rice al poderoso puesto de secretaria de Estado, la mujer que pronto se llevará seguramente el mote de Dama de Hierro como antes lo tuvo Margaret Thatcher, aunque muchos olvidan que la paloma Colin Powell, al que reemplaza, cosechó también páginas muy oscuras en su paso por Vietnam y que fue él quien, el 5 de febrero de 2003, defendió a ultranza en el Consejo de Seguridad de la ONU las «pruebas» que tenía supuestamente su país sobre la presencia de las armas de destrucción masiva de Sadam Husein.
Algunos medios no descartan que los republicanos se lo guarden como carta para las presidenciales dentro de cuatro años. Alberto Gonzales, el hombre que reemplaza a su vez a John Ashcroft como ministro de Justicia, jugó un papel clave en organizar aquellos memorandos por los cuales se buscó cómo blindar legalmente a Bush ante la posibilidad de que el escándalo de Abu Ghraib terminara salpicándolo. Se especula con que su nuevo puesto es una catapulta para lanzarlo al Tribunal Supremo en cuanto haya una plaza.
Y mientras Bush prepara a los protagonistas con los que comenzará el próximo 20 de enero el nuevo mandato, la segunda fase de su espectáculo imperial, la ONU y la comunidad internacional en general se inhiben de subir al escenario y se limitan a buscar una butaca para verlo desde el público, aplaudiendo en algunos casos y hasta lanzando algún ¡bravo! o, como mucho, mostrando su desaprobación con un silbido, más o menos fuerte.