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Las madres traicionadas de EEUU

Fuentes: La Jornada

Estoy sentado en uno de los ruinosos edificios de la calle 44 de Nueva York, sin saber cómo abordar a Sue Niederer y Celeste Zappala, temeroso de que sus relatos desemboquen con demasiada facilidad en lágrimas y se pierda el mensaje que buscaron transmitir en la marcha del Día de los Veteranos, el 11 de […]

Estoy sentado en uno de los ruinosos edificios de la calle 44 de Nueva York, sin saber cómo abordar a Sue Niederer y Celeste Zappala, temeroso de que sus relatos desemboquen con demasiada facilidad en lágrimas y se pierda el mensaje que buscaron transmitir en la marcha del Día de los Veteranos, el 11 de noviembre. Las pusieron al final del desfile, humilladas, con su pequeño grupo de veteranos opositores a la guerra y sus recuerdos de muchachos que dejaron a sus jóvenes esposas para ir combatir en Irak y volvieron en ataúdes.

Más tarde me encuentro entre las dos señoras y recuerdo una calle salpicada de sangre en Khan Dari; unos soldados de la 82 división aerotransportada lavando los sesos esparcidos en una avenida del centro de Fallujah, y un cuerpo que yacía junto a una tienda de lona en el norte de Bagdad. He visto los cadáveres de estadunidenses; ahora estoy aquí con las madres.

Sue perdió a su hijo Seth el 3 de febrero del año pasado. Buscaba «artefactos explosivos improvisados» cerca de Iskandariya, al sur de Bagdad -las bombas camineras, infames artefactos que han cobrado cientos de vidas estadunidenses- cuando uno de ellos estalló a su lado.

Las fechas son importantes para Sue. Vuelve a decirlas una y otra vez, como si con ello pudiera entender las cosas, tal vez encontrar sentido a la inmoralidad de la muerte de su hijo -tengo esa fuerte impresión, pero no estoy seguro-: traerlo a la vida aunque sea por un instante. Seth se casó el 26 de agosto de 2003, apenas cinco días antes de ser enviado al frente; su joven esposa, Kelly, apenas tuvo tiempo de conocerlo. El volvió a casa con licencia el 1º de enero, se fue el 17 y murió escasas tres semanas después.

La voz de Sue se eleva con indignación sobre el ruido de la modesta fonda donde nos encontramos, y su vehemencia ahoga las bromas de dos veteranos que están al otro lado de la mesa. «Recuerdo con claridad las últimas palabras de mi hijo antes de irse al terminar las vacaciones: ‘No sé quién es mi enemigo; es una guerra sin valor, sin sentido, una guerra religiosa. Jamás la ganaremos’. No lo mataron: lo asesinaron. Lo asesinó el gobierno estadunidense. Buscaba bombas, encontró una, detuvo su convoy y voló por los aires. Para mí fue una misión suicida.»

Conozco Iskandariya, el lugar donde murió Seth. Es un villorio musulmán sunita al sur de Bagdad, tierra de muerte donde los insurgentes colocan retenes al lado de palmares y canales. Vietnam viene a la mente. Las otras voces en la mesa han callado. El mesero trae pizzas, Pepsis y vino tinto. Hay una bandera estadunidense en el centro de la mesa. Todas estas madres y ex soldados hablan de su patriotismo, aunque en estos días todos estarían de acuerdo con la enfermera Edith Cavell: el patriotismo no basta.

El hijo de Celeste, Sherwood, pereció el 26 de abril del año pasado; su final fue tan trágico como innecesario. Protegía a un grupo de inspectores militares que buscaban las míticas armas de destrucción masiva de Bush cuando una fábrica de perfumes que cateaban en Bagdad estalló de repente.

«Iba saliendo de la cabina de su camioneta para ayudar a los heridos cuando un trozo del edificio le cayó encima. Se suponía que al salir a una misión llevarían un camión con equipo para detonar cualquier bomba antes de llegar al sitio. Pero ese día el camión se descompuso y un oficial británico les ordenó partir sin él. Siempre recordaré que mi hijo murió apenas un mes después de que George W. Bush grabó un video frente a la prensa donde se agachó debajo de su escritorio diciendo en broma que buscaba armas de destrucción masiva. Se reía de no poder encontrarlas… pero mi hijo murió buscándolas y no existían.»

Sherwood y su esposa Deborah, de 28 años de edad, tenían un hijo pequeño. «Siempre le decimos que su padre fue un héroe», relata Celeste. «Eso es lo que pensamos de él. Era muy noble.» Sherwood se alistó en la Guardia Nacional en 1997, en la creencia -como miles de otros soldados en Irak- de que con su sueldo podría pagar los créditos que le dio la universidad donde estudió su carrera. «Nos dijo que iría a hacer su trabajo y traería sanos y salvos a sus hombres. Eran 15, todos de Pensilvania, y cumplió su palabra. Todos regresaron con bien, excepto él.»

Al otro extremo de la mesa, Alex Ryabov, quien estuvo en la batería R del 5º batallón del 10º regimiento de marines en la fuerza original de invasión, expresa que se opuso a la guerra desde el principio, pues no creía que hubiera armas de destrucción masiva.

«Cuando llegué a Irak vi lo que nuestra artillería hacía a las personas. Tenía que ir al frente para ver dónde caían las descargas y vi ciudades iraquíes enteras envueltas en llamas. Había iraquíes muertos a los lados de las calles; no sabría decir si eran hombres o mujeres.»

¿Qué tiene de extraño, pues, que este pequeño grupo de madres y ex soldados haya marchado detrás del desfile de los veteranos en Nueva York en representación de las organizaciones Familias de Militares Alzan la Voz y Veteranos de Irak contra la Guerra, y se haya unido a hombres de mayor edad que pertenecían a Veteranos de Vietnam contra la Guerra? No son éstos los hombres y mujeres a los que George W. Bush quiere tener cerca cuando ataque a los legisladores por acusarlo de manejar con torpeza los datos de inteligencia antes de la guerra o cuando exclame ante jóvenes soldados entusiastas que Estados Unidos «prevalecerá» en su «guerra al terror», y puedo ver por qué.

«Mi marido, Greg, era un republicano convencido, incluso después de la muerte de mi hijo», refiere Sue. «Pero luego fuimos a ver Fahrenheit 9/11, la película de Michael Moore, y al salir mi esposo me pidió perdón. Le dije: ‘¿Qué tengo que perdonarte?’ Y me contestó: ‘Lo siento: tenías razón en todo lo que decías de la guerra. Te apoyaré 100 por ciento en todo lo que digas y hagas.»

Me despido de este puñado de valientes hombres y mujeres estadunidenses -los ex combatientes no tienen empleo, ni más futuro que su entusiasmo por su campaña contra la guerra- y me levanto de la mesa, con su triste bandera estadunidense enmarcada en oro, para perderme entre el humo y el bullicio de Times Square. En una gigantesca pantalla de televisión, el vicepresidente Cheney -ése que siguió diciendo mentiras sobre los vínculos entre Saddam Hussein y el 11/S mucho tiempo después de la invasión- inclina con solemnidad la cabeza en el cementerio militar de Arlington. Sí, claro, está rindiendo homenaje a los caídos. Y me pregunto si alguna vez entenderá la traición que ha cometido contra los hombres y mujeres de la calle 44.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya