Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
En las semanas previas a las elecciones presidenciales de 2016 los más poderosos exdirigentes de la Central Intelligence Agency (CIA) hicieron cuanto pudieron para que Hillary Clinton resultara elegida y Donald Trump derrotado. El exdirector interino de la CIA del presidente Obama, Michael Morrell, publicó en el New York Times un apoyo incondicional a Clinton y afirmó que “Putin ha reclutado a Trump como agente involuntario de la Federación Rusa”, mientras que el director de la CIA y de la NSA [siglas en inglés de Agencia de Seguridad Nacional] de George W. Bush tras el 11 de septiembre de 2001, el general Michael Hayden, se abstuvo en un artículo del Washington Post de apoyar claramente a Clinton aunque se hizo eco de las palabras de Morrell al acusar a Trump de ser un “tonto útil, algo ingenuo, manipulado por Moscú” y que parecía “un poco un marxista conspirador”. Mientras tanto, la comunidad de inteligencia dirigida por James Clapper y John Brennan ofreció datos tanto al Departamento de Justicia de Obama como a los medios de comunicación estadounidenses para sugerir una conspiración de Trump y Moscú, y alimentar lo que se convirtió en la investigación del Rusiagate.
En su extraordinario artículo de opinión sobre las elecciones Hayden, director de la CIA de Bush/Cheney, explicó francamente las razones de la antipatía de la CIA por Trump, esto es, la oposición declarada del candidato republicano a permitir intensificar las campañas de cambio de régimen de la CIA en Siria, así como su oposición a armar a los ucranianos con armas letales para luchar contra Rusia (unas posturas supuestamente “pro-Putin” que Obama compartía en gran parte, algo que ahora se supone todos olvidamos).
Como ha ocurrido desde que el presidente Harry Truman creara la CIA tras a Segunda Guerra Mundial, se considera un derecho divino, inherente a la excepcionalidad estadounidense, el inmiscuirse en otros países e imponer o cambiar sus gobiernos por medio de campañas de asesinatos masivos y de golpes militares, armando grupos de guerrilla, aboliendo la democracia, utilizando la desinformación sistémica y la imposición de déspotas salvajes. En el mejor de los casos, se pone en duda la lealtad de cualquier persona que lo discuta o, peor, se oponga y trate de impedirlo (como a la CIA le pareció que estaba haciendo Trump).
La antipatía de la CIA por Trump continuó tras su victoria electoral. La agencia se convirtió en el principal vector de filtraciones anónimas ilegales destinadas a caracterizar a Trump como un agente del Kremlim y/o una víctima de chantaje. La CIA se esforzó por asegurar la filtración del Dossier Steele (1) que ensombreció al menos los dos primeros años de la presidencia de Trump. Dirigió el fraude de las teorías de la conspiración del Rusiagate. E incluso antes de que Trump asumiera el cargo estalló una guerra abierta entre el presidente electo y la agencia hasta el punto de que el líder de la mayoría demócrata del Senado, Chuck Schumer, advirtió explícitamente a Trump en el “Show de Rachel Maddow” de que se arriesgaba a que la agencia se sublevara totalmente durante su presidencia.
Al principio de la presidencia de Trump los demócratas vieron claramente que la CIA se había convertido en uno de los enemigos más devotos de Trump, de modo que empezaron a considerarla una aliada valiosa. Las principales élites demócratas de la política exterior del gobierno Obama y de la campaña de Clinton que estaban fuera de poder unieron sus fuerzas no sólo con los neoconservadores de Bush/Cheney sino también con antiguos agentes de la CIA para crear nuevos grupos de promoción de la política exterior destinados a difamar y minar a Trump, y a promover una dura confrontación con la Rusia poseedora de armas nucleares. Mientras tanto, otros exagentes de la CIA y de Seguridad Nacional, como John Brennan y James Clapper, se convirtieron en apreciadas celebridades liberales al ser contratados por [los canales de noticias estadounidenses] MSNBC y CNN para ofrecer casi a diario unos mensajes anti-Trump que complacieran a los liberales y que se disfrazaban de noticias.
El omnipresente relato del Rusiagate que dominó los tres primeros años de la presidencia de Trump sirvió además para ensalzar a la CIA como una institución noble y admirable al tiempo que se embellecía su atroz historia. La sabiduría convencional liberal mantuvo que los anuncios rusos en Facebook, los bots de Twitter y la piratería informática y la publicación de auténticos e incriminatorios correos electrónicos del Comité Nacional Demócrata (DNC, por sus siglas en inglés) fue una especie de ataque sin precedentes, fuera de serie y al margen del crimen ordinario del siglo, y varios líderes demócratas (incluida Hillary Clinton) lo compararon con el 11 de septiembre y Pearl Harbor.
Titular: Hillary Clinton sugiere que la injerencia rusa en las elecciones presidenciales fue un “Ciber 11 de septiembre”
Es imposible describir el nivel de ignorancia histórica y/o de excepcionalismo patriotero estadounidense que se necesita para creer todo esto. En comparación con lo que la CIA ha hecho a decenas de otros países desde desde el final de la Segunda Guerra Mundial y con lo que sigue haciendo, resulta sorprendente ver que los estadounidenses consideran las injerencias rusas en las elecciones de 2016 por medio de bots on line y del pirateo de correos electrónicos (incluso si se creen todas las afirmaciones que se hacen al respecto) una especie de crimen contra la democracia único y sin precedentes. Comparado con lo que la CIA ha hecho y sigue haciendo para “injerir” en los asuntos internos de otros países (Rusia incluida), las elecciones de 2016 fueron, como mucho, lo habitual de las relaciones internacionales y, más exactamente, un acto ordinario y trivial en el contexto de las injerencias de la CIA.
Se pudo mantener esa propaganda porque se han eliminado en gran parte la historia reciente y las funciones actuales de la CIA. Afortunadamente, un libro recién publicado del periodista Vincent Bevins (que trabajó durante años como corresponsal de exteriores cubriendo dos países que todavía están deteriorados por las brutales injerencias de la CIA, Brasil para Los Angeles Times e Indonesia para el Washington Post) nos ofrece una de las historias más informativas y esclarecedoras hasta ahora de esta agencia y de cómo ha configurado el verdadero papel, en vez del propagandístico, de Estados Unidos en el mundo.
El libro se titula The Jakarta Method: Washington’s Anticommunist Crusade and the Mass Murder Program that Shaped Our World [El método Yakarta: la cruzada anticomunista de Washington y el programa de asesinatos masivo que configuró nuestro mundo] y documenta sobre todo las horribles e indescriptibles campañas de asesinatos masivos y de genocidio que la CIA patrocinó en Indonesia como instrumento para acabar con un movimiento no alineado de naciones que no eran leales ni a Washington ni a Moscú. Bevins documenta sobre todo cómo el espeluznante éxito de esa moralmente atroz campaña hizo que apenas se hablara de ello en el discurso de Estados Unidos, aunque después también sirvió de base y de modelo para las campañas clandestinas de injerencia de la CIA en muchos otros países, desde Guatemala, Chile y Brasil hasta Filipinas, Vietnam y América Central: el Método Yakarta.
Nuestro episodio más reciente de SYSTEM UPDATE, que empieza hoy [21 de mayo de 2020] a las 2:00 p.m. en el canal de Youtube de The Intercept, se dedica a discutir por qué esta historia es tan importante, no solo para entender el actual orden político sino también para distinguir entre realidad y ficción en nuestro discurso político contemporáneo. Además de mis propias observaciones sobre este tema, hablo con Bevins sobre su libro, acerca de qué es realmente la CIA y cómo ha configurado el mundo que aún habitamos, y por qué no se puede entender verdaderamente la política internacional ni la nacional sin entender bien esta historia.
Glenn Greenwald es uno e los tres editores cofundadores de The Intercept. Es periodista, abogado constitucional y autor de cuatro libros de gran éxito publicados por New York Times sobre política y derecho. Su libro más reciente, No Place to Hide, trata sobre el estado de vigilancia de Estados Unidos y su experiencia al informar sobre los documentos de Snowden en todo el mundo. Antes de cofundar The Intercept publicaba su columna en The Guardian y Salon. Fue el primer galardonado, junto con Amy Goodman, con el Premio I.F. Stone de Periodismo Independiente de Park Center en 2008 y también recibió el Premio de Periodismo On Line 2010 por su trabajo de investigación acerca de las abusivas condiciones de detención de Chelsea Manning. Por sus reportajes sobre la NSA de 2013 recibió el Premio George Polk a reportajes sobre seguridad nacional y el premio de la Fundación Gannett al periodismo de investigación, el premio Esso a la excelencia en reportajes de investigación en Brasil (fue la primera persona no brasileña en ganarlo) y el Premio Pioneer de la Fundación Frontera Electrónica. La revista Foreign Policy lo nombró junto con Laura Poitras uno de los cien mejores pensadores globales en 2013. El reportaje de la NSA que dirigió para The Guardian obtuvo el Premio Pulitzer de 2014 al servicio público.
(1) El Dossier Steele (del nombre de su autor Christopher Steele, exagente del servicio de inteligencia británico MI6) es un panfleto anti-Trump en forma de expediente de inteligencia privada que contiene denuncias de mala conducta, conspiración y cooperación entre la campaña presidencial de Donald Trump y el Gobierno de Rusia durante las elecciones de 2016 (N. de la t.).
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y Rebelión como fuente de la traducción.