Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
En el noveno aniversario de los ataques terroristas perpetrados en Nueva York y Washington D.C. el 11 de septiembre de 2001, utilizados por la administración Bush para propiciar el lanzamiento de la «Guerra contra el Terror», sigue siendo tan importante como siempre que se cierre Guantánamo y se exijan responsabilidades a todos aquellos que instigaron la tortura y crearon prisiones secretas y encarcelaron sin presentar cargos ni celebrar juicios.
Es absolutamente vital hacer todo eso porque, especialmente en este aniversario, podría decirse que los crímenes e injusticias iniciados por la administración Bush tienen, a los ojos de la gente, una relevancia mucho menor que en cualquier otro momento de los últimos seis años. En 2004, tras el escándalo de Abu Ghraib, se alertó a los ciudadanos estadounidenses sobre la existencia de una cultura de torturas y malos tratos que se estaba sancionando en los niveles más altos del gobierno (a pesar de todos los intentos de la administración tratando de restarle importancia presentándola como la obra de «unas cuantas manzanas podridas»), el Tribunal Supremo de EEUU intervino, en Rasul v. Bush, y se tomó conciencia de la ilegal y difícil situación de los prisioneros en Guantánamo garantizándoseles el derecho al habeas corpus, permitiendo que a los detenidos les visitaran abogados, empezando así a perforarse el velo de secretismo en el que Guantánamo estuvo envuelto durante los primeros dos años y medio de su existencia.
Desde entonces hasta el fin de la presidencia de Bush, la administración y el Congreso hicieron cuanto estuvo en su mano para ignorar las decisiones del Tribunal Supremo, con el Congreso reiterando su apoyo a las malignas políticas del Presidente a través del Acta de Tratamiento de Detenidos de 2005 y del Acta de las Comisiones Militares de 2006, persiguiendo ambas despojar a los prisioneros de su derecho al habeas corpus. No obstante, la conciencia de las injusticias perpetradas en Guantánamo creció velozmente. Durante su segundo mandato, el Presidente Bush se vio obligado a renunciar a varios de sus excesos, cerrando de hecho su red global de prisiones secretas en septiembre de 2006, cuando trasladó a catorce «detenidos de gran valor» desde las prisiones secretas de la CIA a Guantánamo, después de que el Tribunal Supremo hubiera introducido a la fuerza la obligación recogida en los Convenios de Ginebra de tratar humanamente a los prisioneros mediante otro fallo importante que vio la luz en junio de 2006, Hamdan v. Rumsfeld.
En Boumediene v. Bush, en un tercer fallo que se emitió en junio de 2008, el Tribunal Supremo reiteró que los prisioneros de Guantánamo tenían derechos al habeas corpus, dictaminando que la legislación aprobada por el Congreso, con el propósito de despojar a los prisioneros de tales derechos, era inconstitucional, allanando así el camino para que una sucesión de peticiones de habeas corpus pudieran llegar a los tribunales estadounidenses, hasta el momento 54, de las que los prisioneros han ganado 38.
Cuando Barack Obama llegó al poder, hubo una repentina oleada de interés por Guantánamo y por el legado de torturas y detenciones secretas del Presidente Bush, pero nueve años después del 11-S, ocho años y ocho meses desde que se abrió Guantánamo y veinte meses después de la llegada a la presidencia de Obama, está claro que, lejos de cerrar Guantánamo, como prometió en una orden ejecutiva en su segundo día en el poder, el Presidente se limita ahora a supervisar una cultura de la indiferencia respecto a la suerte de los prisioneros de Guantánamo, de los prisioneros de la base aérea de Bagram y de otros que fueron sometidos al programa de «entregas extraordinarias» y prisiones secretas de la CIA, que en muchos de los casos siguen en paradero desconocido.
No hay justicia en Guantánamo
En Guantánamo, 176 prisioneros esperan justicia. De esos hombres, la Comisión Interinstitucional para la Revisión de Guantánamo creada por el Presidente ha ordenado la liberación de 93, pero allí siguen aún por dos razones especiales. La primera -en los casos de los hombres procedentes de países como China, Libia, Siria y Túnez, a los que no puede repatriarse en condiciones seguras- se debe a las dificultades de encontrar terceros países que les acepten y a que la administración Obama desafió una sentencia del juez que exigía que fueran reasentados en EEUU, acabando también con los esfuerzos internos para hacerlo así que había iniciado el ex Consejero de la Casa Blanca Greg Craig (quien, como consecuencia, acabó perdiendo su puesto).
La segunda razón es porque 58 de los 93 hombres son yemeníes y, el pasado enero, el Presidente estableció una moratoria abierta a la liberación de cualquier yemení (incluso a los que había liberado la Comisión creada por él, y también -con una excepción embarazosa– a los liberados por los tribunales estadounidenses) tras la histérica respuesta general ante la noticia de que al autor del fallido atentado de Navidad, Umar Farouk Abdulmutallab, se le había reclutado en el Yemen. Que este hecho constituya «culpabilidad por nacionalidad» no parece incomodar a nadie.
De los otros 83 hombres, la Comisión Interinstitucional ha decretado que deben continuar retenidos indefinidamente sin acusación ni juicio, aunque esta política estuviera en el corazón de las inquietantes innovaciones del Presidente Bush tras el 11-S, fijándose alguna especie de juicio para los 32 restantes. Sin embargo, como reciente informes han demostrado, a la administración no parece apetecerle nada proseguir examinando los casos ya sea en los tribunales federales o en la versión renovada de las Comisiones Militares que Obama rescató con la ayuda del Congreso el pasado verano (frente a las constantes críticas de juristas expertos).
Sin interés por los juicios
Capitulando ante las histéricas críticas, el Presidente Obama ha dado marcha atrás al anuncio del Fiscal General Eric Holder de noviembre de 2009, en el sentido de que un tribunal federal de Nueva York iba a enjuiciar a cinco hombres, incluyendo a Khalid Sheij Mohammed, por su supuesta implicación en los ataques del 11-S, y también parece haberse olvidado de la propuesta de Holder para que la Comisión Militar enjuiciara a otros cinco prisioneros.
Sólo en dos de esos casos va a avanzarse hacia la celebración de juicio, en el de Omar Khadr, un prisionero que era un niño cuando llegó a Guantánamo, cuyo juicio (suspendido por enfermedad de su abogado el mes pasado) se ha fijado para el próximo mes, a pesar de las duras críticas internacionales, y el de Ibrahim al-Qosi, cocinero del entorno de Obama bin Laden, cuyo juicio se eludió convenientemente tras aceptar un acuerdo negociado secreto con la fiscalía en julio. (Otro hombre, Ali Hamza al-Bahlul, está cumpliendo una sentencia de cadena perpetua tras un juicio tendencioso celebrado en octubre de 2008, en el que se negó a preparar su defensa, y otro, Ahmed Khalfan Ghailani, fue trasladado a Nueva York en mayo de 2009 antes de que empezaran las reacciones contra los juicios en tribunales federales, fijándose que su enjuiciamiento comience la próxima semana).
¿Por qué es injusta la política de detenciones de Obama, además de fomentar la inercia?
En relación con la mayoría de los prisioneros, la administración se ha instalado en una rutina acomodaticia, contenta de disponer de la legislación que el Congreso aprobó la semana posterior a los ataques del 11/S –Autorización del Uso de la Fuerza Militar (AUFM)- como justificación para retener indefinidamente a los prisioneros, con interrupciones ocasionales para sus peticiones de habeas corpus o para los juicios de la Comisión Militar. Lo que nadie quiere discutir es que la AUFM es, en esencia, el documento fundador del programa de detenciones indefinidas de la administración Bush, utilizado como justificación para retener a los prisioneros pero no en calidad de prisioneros de guerra, a los que habría que aplicar los Convenios de Ginebra, ni como presuntos delincuentes, que deberían ser juzgados en tribunales federales.
El hecho de que la administración Obama declarara públicamente el fin de los interrogatorios coercitivos y las prácticas de tortura que también formaban parte del programa del Presidente Bush no compensa del hecho de que la política de detenciones en sí sigue siendo fatalmente defectuosa, autorizando la detención de los prisioneros de Guantánamo bajo la única categoría de ser humano, aunque ya no se refieran a ellos como «combatientes enemigos». Por otra parte, en el mantenimiento de este lamentable estado de cosas están implicados todos, tanto la administración, como el Congreso y la judicatura.
Además de justificar la inercia en el corazón mismo de la administración, esta dependencia de la AUFM ha infectado también la legislación sobre el habeas. Aunque hay 38 prisioneros que han ganado sus peticiones de habeas corpus en los últimos dos años -proporcionando así las críticas de más alto nivel sobre los defectos endémicos en las supuestas pruebas aportadas por el gobierno, incluyendo una dependencia regular de la tortura y de testigos no fiables-, la mayoría de los 16 hombres que han perdido sus peticiones de habeas se ha debido no a que estuvieran implicados en terrorismo, sino a que eran soldados de a pie de los talibanes (o, en dos casos, un médico y un cocinero). La AUFM no sólo no distingue entre al-Qaida (un grupo terrorista) y los talibanes (en la época de la invasión dirigida por EEUU, un gobierno con un ejército, aunque denostado a nivel internacional), sino que condena a ambos a la actual detención indefinida si los jueces en el Tribunal de Distrito en Washington D.C. concluyen que el gobierno ha establecido, «por preponderancia de la prueba», que estaban involucrados con al-Qaida o con los talibanes.
Sin justicia en Bagram
Aunque hay que hacer frente a este problema fundamental (que los medios dominantes de comunicación ignoran completamente), la actuación de la administración Obama en Afganistán es aún peor. En marzo de 2009, tres prisioneros extranjeros entregados en Bagram habían ganado ya, siete años antes, sus peticiones de habeas, cuando el Juez John D. Bates dictaminó que su situación era esencialmente igual a la de los prisioneros en Guantánamo y que los derechos de habeas extendidos a los prisioneros de Guantánamo por el Tribunal Supremo en Boumediene v. Bush deberían acogerles también a ellos.
Sin embargo, en vez de aceptar la sentencia del juez Bates, la administración Obama apeló, ganando tal apelación en mayo de este año, demostrando por tanto que, al contrario que Guantánamo, Bagram seguiría siendo un genuino agujero negro legal de la época de Bush. La pasada semana se presentó una nueva apelación en nombre de esos tres hombres incluyendo nuevas pruebas, de las que informé ya en 2007 en mi libro «The Guantánamo Files«, que confirman que uno de los hombres, Fadi al-Maqaleh, yemení, fue trasladado a la infame prisión de Abu Ghraib en Iraq antes de ser de nuevo entregado en Bagram, pero sería poco sensato asumir que esa nueva apelación vaya a tener éxito.
No se rinden cuentas de las torturas
En cuanto a las torturas, entregas y responsabilidades, Bagram figura también de forma destacada como un ejemplo de las ocultadas excepciones del Presidente Obama a la prohibición absoluta de la tortura que anunció en una orden ejecutiva en su segundo día en el poder, contándose con numerosos informes acerca de una prisión secreta dentro de Bagram y de determinadas instalaciones temporales de detención sembradas por todo Afganistán que están más allá de la ley.
Además, en febrero, el Presidente no consiguió impedir que una infame «alma caritativa» del Departamento de Justicia, David Margolis, volviera a redactar la conclusión de una investigación interna condenatoria de la conducta de los dos abogados de la Oficina de Asesoramiento Legal que escribieron y aprobaron los infames «memorandos de la tortura» en agosto de 2002, con el propósito de redefinir lo que era tortura para que la CIA pudiera utilizarla.
Al escribir y aprobar los memorandos, los dos juristas -John Yoo y Jay S. Bybee– distorsionaron la ley para poder proporcionar a la administración Bush la falsa cobertura legal que necesitaba y, de paso, mancillar la reputación de la Oficina de Asesoramiento Jurídico, que está obligada a proporcionar asesoría legal imparcial al poder ejecutivo. Sin embargo, aunque la investigación interna halló que ambos hombres eran culpables de «mala conducta» profesional, Margolis insistió en que sólo habían ofrecido una «pobre opinión jurídica«, cerrando así firmemente la puerta a los llamamientos para que los dos hombres (y quienes les dirigían desde la Casa Blanca) rindieran cuentas de sus acciones.
Y por último, hace sólo dos días, la administración Obama frustró los nuevos intentos por responsabilizar a los funcionarios de la administración Bush, como en el caso contra una filial de Boeing, la Jeppesen Dataplan Inc., que proporcionó apoyo logístico al programa de las «entregas extraordinarias» de la CIA. La demanda se había presentado en nombre de cinco de las víctimas de tal programa, incluido Binyam Mohamed, el nacional británico que fue entregado por la CIA a Marruecos, donde habría estado sufriendo torturas durante dieciocho meses.
El pasado mes de mayo, un panel de jueces del noveno Tribunal del Circuito de Apelaciones se opuso a que la administración Obama echara mano de la doctrina de secretos de estado -utilizada un poco como escudo para impedir el escrutinio judicial sobre las acciones del gobierno y que tanto favoreció el Presidente Bush- para impedir que el caso avanzara. Sin embargo, el pasado miércoles, por seis votos frente a cinco, el pleno del tribunal confirmó la apelación del gobierno, imposibilitando que los demandantes tuvieran siquiera un solo día en el tribunal para contarle al mundo cuanto les había sucedido.
El uso de la doctrina de secretos de estado es de un claro cinismo y sirve sólo para demostrar no sólo hasta qué punto el Presidente Obama se ha desviado de sus promesas preelectorales de transparencia gubernamental, sino también cuán estrechamente se ha aferrado a aspectos clave de las creencias del Presidente Bush en un poder ejecutivo sin límites ni trabas.
El caso puede ahora proseguirse en el Tribunal Supremo, pero en el noveno aniversario del 11-S, mientras el plan de un pastor insignificante para quemar copias del Corán domina los titulares en todo el mundo, la triste verdad es que, cuando se siente presionado, el Presidente Obama decide insultar a los musulmanes mucho más intensamente al apoyar en lo esencial una serie de maniobras legales diseñadas para asegurar que los funcionarios de la administración Bush que autorizaron la tortura de musulmanes no tengan nunca que rendir cuentas, sin que nada importen todos los deseos de las víctimas de esas políticas horrendas de presentar pruebas de sus torturas ante un tribunal estadounidense.
Andy Wortington es autor de The Guantánamo Files: The Stories of the 774 Detainees in America’s Illegal Prison (publicado por Pluto Press, y disponible en Amazon) y de otros dos libros: Stonehenge: Celebration and Subversión y The Battle of the Beanfield.
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