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Lo peor que puede pasar

Fuentes: La Jiribilla

Hace unos pocos días, de tanto leer lo que aparecía en torno a la irracionalidad presidencial norteamericana, que no acierto a saber por qué seguimos llamando «política», no pude evitar que ese torbellino acabara por marearme, y obligarme a descansar, despierto y tenso, por un par de horas. Fue así que esos dispositivos de simplificación […]

Hace unos pocos días, de tanto leer lo que aparecía en torno a la irracionalidad presidencial norteamericana, que no acierto a saber por qué seguimos llamando «política», no pude evitar que ese torbellino acabara por marearme, y obligarme a descansar, despierto y tenso, por un par de horas. Fue así que esos dispositivos de simplificación del entendimiento humano, que tanto contribuyen a veces al esclarecimiento, aunque otras veces disfrazan a la complejidad con el simplismo, me llevaron a una pregunta que me pareció inevitable: ¿Y ahora, que es lo peor que puede pasar?

No me pregunto por todo lo que puede pasar, sino por lo peor. Y pienso, claro está, desde Cuba, pero también en el plano global. Lo cual no es difícil, pues tratándose de «lo peor» Cuba está en la primera línea del plano global, plano que es manejado desde las riberas del Potomac.

Me aventuro así, en las líneas que siguen, en forma muy coloquial, a dar cierto orden y articulación a los escenarios que pasaron por mi imaginación, sin tomar mucho en cuenta los riesgos a los que me pueda conducir la insuficiencia de la información y la parcialidad de mi lectura.

Lo primero peor que puede pasar tendría lugar si el Presidente Bush Jr. y su corte llegan a la conclusión de que lo más beneficioso para la reelección sería un nuevo golpe de efecto que volviera a conmocionar a la opinión pública de Estados Unidos. En esta variante Cuba y Venezuela parecerían dos blancos preferenciales para una nueva cruzada. Dejar saldada la extirpación del socialismo cubano que el estrangulamiento económico, diplomático y propagandístico ha fracasado en eliminar. Hoy no queda duda de que ningún disenso, ninguna independencia, ninguna confrontación ha molestado y molesta a Washington como la de esta Isla sin muchos recursos económicos propios, tan cercana a su frontera, y tan irreverente frente a su poderío imperial. Y que forzarla a cambiar el rumbo no es otra cosa que lo que se han propuesto sin éxito los nueve presidentes que le han antecedido. A pesar de que por cuatro décadas han sostenido con insistencia que Cuba no es una prioridad en su política externa (aun si han dedicado ingenio, esfuerzo y dinero a desestabilizarla como si lo fuera).

Pero esta aventura podría costar tanto en vidas norteamericanas (y en vidas cubanas pero ese cálculo no lo hacen), levantar tanto escándalo mundial, radicalizar tantas fuerzas y proyectos antihegemónicos en el continente, que no debe faltar en la corte de Bush quien se detenga a pensarlo dos veces. Sobre todo cuando en el plano económico no tendrían prácticamente nada que ganar. Y además quedarían con las manos atadas, posiblemente incluso ante su propia opinión pública, para lanzarse sobre Venezuela, donde el petróleo supone un interés prioritario. La prioridad aventurera podría concentrarse entonces, con otros métodos, en el escenario venezolano, donde cuentan además con una fuerza de oposición activa y adinerada al proyecto bolivariano, aplazando, o combinando en la aventura (tanta es la locura que nada se hace imposible) la agresión al vecino más incómodo.

Lo primero peor – lo que podría ocurrir de repente en el verano, o cercano al paso de algún ciclón – tampoco habría que limitarlo al Caribe. Iraq seguramente no satura la ambición de dominio sobre el petróleo del Medio Oriente. Hay motivos para pensar que repetir en este momento la aventura invasora en Irán no cuadra en la agenda. Sin embargo, en Arabia Saudita podrían buscar una ocupación concertada con la monarquía (lo digo sin ánimo de ofender a la familia real), que de lograrse implicaría un nivel de dominio inédito sobre la exportación del crudo; y al interior del país daría a Bush una recuperación más segura en la contienda electoral que armar un alboroto mayor en su traspatio.

Si las informaciones, diagnósticos y pronósticos que llegan a la Casa Blanca aconsejaran un proceder más calmado después de tanta indignidad y descrédito acumulado en Iraq, no se produciría un escándalo inmediato. En tales circunstancias nos tendríamos que colocar ante lo segundo peor que puede pasar. Y lo segundo peor sería que Bush el Terrible volviera a ser electo presidente de los Estados Unidos. Esto no sólo sería lo peor para Cuba, Venezuela, Arabia Saudita e Irán, sino para toda América Latina, el Medio Oriente, e incluso para el resto del mundo, trátese de aliados, sometidos, o adversarios.

Sería también lo peor para Estados Unidos tener que seguir a Bush en el llamado período del Presidente, donde este se siente en condiciones de realizar sus designios sin preocuparse por los riesgos de otra elección. En los cuatro años de un segundo mandato el fanatismo de este Jefe del Estado, con las riendas del mundo en sus manos, junto a su siniestra y ambiciosa camarilla, pudiera protagonizar un despliegue a fondo en el empeño encaminado a dar cumplimiento a sus propósitos con muy pocas fuentes de contención. Quiero decir, sin exagerar, que todavía cuesta a muchos (sobre todo a muchos norteamericanos) aceptar la idea de lo que este hombre sería capaz de hacer en la ruta de lo que cree su gloria personal. Nos limita el hecho de que todavía ignoramos, en el fondo, la esencia del fundamentalismo, y no se quiere acabar de ver que el hombre de la oficina oval es capaz de lo mismo que son capaces los que fraguaron los atentados del 11 de septiembre del 2001. A pesar de sus esfuerzos por demostrarlo. Aun si tienen posiciones distintas en el tablero de la política (lo que hace solamente que sus víctimas tengan otros nombres y apellidos), se guían por la misma lógica.

Ante esta variante – lo segundo peor — las precedencias de los planos de intervención seguramente volverían a ser valoradas en las nuevas coordenadas. El factor tiempo generaría cambios. Incluso el problema colombiano podría pasar a primer plano en un diseño que buscara una base para presionar sobre Venezuela desde un vecino quasiocupado u ocupado militarmente por Estados Unidos. Por supuesto, Cuba va a permanecer como el blanco (target) alumbrado las 24 horas en el campo de tiro mientras dure esta administración en la Casa Blanca, y los cubanos tendríamos que prepararnos para vivir otros cuatro años en estado de máxima tensión. En el Medio Oriente Irán se haría prioridad y el Estado Palestino vería acrecentarse su desamparo ante la agresión, creciente ya día por día, de Israel.

Lo tercero peor que podría pasar – y con esto termino mi especulación — sería que Bush perdiera las elecciones y que su sustituto demócrata se sintiera en la obligación de sancionar y continuar las políticas de su antecesor. Suena disparatado, pero la historia nos ha convencido de que no existe mucha diferencia entre presidentes demócratas y republicanos en el sistema norteamericano. Al menos en lo que se refiere a la política exterior de la Unión. Así y todo, el único momento visible de moderación en la política hacia la Isla tuvo lugar bajo el demócrata James Carter.

Es notorio que después de la desintegración del Bloque del Este Washington desplegó la escalada más intensa de estrangulamiento hacia Cuba, marcada por la Ley Torricelli (1992), la Ley Helms-Burton (1996) y la carpeta de medidas recién anunciadas por Bush (2004), restringiendo severamente remesas, viajes e intercambios de todo tipo. Si no hay en estos 5 años señal alguna en sentido inverso, ¿qué mejoría se puede esperar ahora de un sucesor demócrata? No obstante, y con ansias de rectificar lo dicho, debo admitir al menos que la sola interrupción del fundamentalismo político, la irracionalidad, la mediocridad y la falta de escrúpulos de la presente administración, que nunca antes se recuerda que alcanzara tales dimensiones, sería por si misma un logro apreciable.

La esperanza estaría cifrada, en pocas palabras, en que el sucesor demócrata reconociera su
victoria presidencial como el voto de un electorado que no quiere que se mantenga lo que tiene hoy. Y no como el simple resultado de una mejor campaña que la de su adversario, o de un deterioro coyuntural ocasionado por el precio de la gasolina u otro descontento doméstico. Y que se decidiera a conducir todo ese poder inaudito que esconde la oficina oval con responsabilidad y un poco de respeto hacia resto del mundo. Pero aunque nos pese decirlo, sabemos que desgraciadamente eso podría no ocurrir.

A quien considere que he hecho una lectura pesimista le recuerdo que centré la atención en especular sobre lo peor, sin detenerme a valorar probabilidades. No tiene que suceder forzosamente en una de estas tres variantes. Podría abrirse un período presidencial más razonable en nuestro poderoso vecino, lo cual sólo significaría que podremos seguir luchando como hasta ahora por lo que luchamos ahora. Otro nivel de optimismo sería excesivo.