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Lo que la muerte de mi padre me enseñó acerca de la desaparición de la compasión en Israel

Fuentes: Haaretz

Traducido del inglés para Rebelión por J. M.

La dolorosa historia de la muerte de mi padre es, en realidad, la historia de un tema mucho más difícil de alcanzar: el de la indiferencia ante el sufrimiento humano y la caída de algo fundamental que es invisible y sin embargo omnipresente en nuestra sociedad.

Esta historia nunca debería haberse escrito, debería haber quedado como la historia común de una familia común con el corazón roto por el dolor. Pero las historias tienen sus formas de exigir que se escuchen cuando contienen formas de injusticia más grandes que ellas mismas. Aunque sean privadas, algunas historias son generales, en ambos sentidos de la palabra. Se refieren a muchas personas y apuntan a las instituciones colectivas que rigen nuestras vidas. El dolor y la pena pueden ser privados y personales, pero sus causas a menudo se encuentran en las estructuras sociales y en las instituciones. Sin embargo, porque el dolor se produce en nuestro cuerpo y nuestra psique, cometemos el error de pensar que su origen se encuentra en nuestra propia experiencia individual. Pero incluso en los rincones más remotos de nuestro dolor psíquico, podemos rastrear la larga e invisible cadena de causas que muestran la manera en que el mundo social y sus instituciones se entrometen invisiblemente en nuestras vidas y las conforman sin nuestro conocimiento.

Mi padre, Haim Illouz, era un hombre profundamente religioso. Vivía en el temor de Dios, más que en el temor a los seres humanos. Aparte de su familia, la Torá y la Tierra de Israel fueron las dos grandes historias de amor de su vida. Vivió en París, pero como un amante que extraña a su amada, siempre anhelaba a Israel por su luz y sus sonidos, por la comida kosher fácilmente obtenida en restaurantes y supermercados, por el idioma hebreo en las señales de la calle, por la infinita variedad de las sinagogas, por el orgullo tranquilo de estar entre «su» pueblo.

Durante los últimos años, cuando yo iba a visitar a mis padres a su casa de París nuestras discusiones eran tormentosas. Argumenté que el Israel que ellos conocían ya no existía, que el Estado había abandonado a sus ciudadanos, que se caracterizaba por profundas desigualdades étnicas, religiosas y económicas, exigía un servicio militar muy largo y a cambio daba muy poco a los ciudadanos. Ni educación adecuada ni atención médica adecuada ni vivienda asequible. El Israel que ellos conocían ya no existía, exclamé aún, porque la corrupción está generalizada, porque tenía las políticas oficiales y legales de discriminación de los árabes, de los judíos seculares, de la mayoría de las vertientes del judaísmo, de las mujeres. Porque se ha convertido en un Estado militarista, más ocupado en la afirmación del orgullo étnico que en la cultura hebrea. El sionismo, argumenté, es utilizado por muchos como una hoja de parra para ocultar el desprecio de Israel por los derechos humanos.

Mi padre escuchaba y entonces solía decir, con tanta suavidad como enojo, «No hables de así de nuestro país. La Torá nos ordena amar a Israel, no a sus líderes. No te tienen que gustar sus líderes, pero ama al país».

Nuestros debates solían terminar con un encogimiento de hombros de ambas partes. Yo estaba convencida de que la memoria de la Shoah explicaba la fuerza y ​​ la permanencia de su patriotismo. Pens ó que yo había perdido mis valores en medio los israelíes seculares de izquierda.

El año pasado mis padres decidieron venir a celebrar el seder de Pesaj en Israel, en un hotel en la playa de Tel Aviv. Mi padre sufría una enfermedad pulmonar, pero se encontraba estable y había hecho el viaje sin ninguna dificultad. Tenía siempre a su alcance un tanque de oxígeno y lo utilizaba ocasionalmente. La fiesta había ido bien, mi padre leía la Hagadá con sus hijos y nietos reunidos a su alrededor. Cuando la Pascua había terminado, como era habitual en él, realizó una gira por las diversas instituciones religiosas a las que hacía contribuciones filantrópicas regulares.

En el día que debía volar de regreso a casa, mi padre no se sentía bien. A toda prisa buscamos el teléfono de un especialista de pulmón de renombre, el doctor K. Después de una consulta telefónica corta, mi padre decidió que no iba a volar ese día.

Concertar una cita con el doctor K. estaba lejos de ser una tarea fácil. Fueron necesarias numerosas conversaciones telefónicas con sus dos secretarios y tres mensajes de texto a su teléfono celular privado para establecer el lugar y la hora del encuentro. Al final mi hermano, mi madre, mi padre y yo entramos en la consulta del doctor K. en lo que llamaré «Hospital B».

Aquí, textualmente, transcribo la conversación que tuvo lugar en la oficina del doctor:

K: ¿Por quién has venido?

Yo: Por mi padre. Tiene dificultad para respirar.

K: Llevo ejerciendo mi profesión desde hace muchos años y nunca nadie me ha molestado por teléfono tanto como usted.

Yo: Acepte mis disculpas, pero estábamos recibiendo información contradictoria y no pude concertar con su secretaria aquí en el Hospital B. Lo siento, sé que usted es una persona ocupada.

K: (Tras unos segundos de silencio) No es suficiente.

Yo: ¿Qué quiere decir? ¿Qué no es suficiente?

K: Puedo sentir que usted realmente no tiene la intención de disculparse.

Yo: ¿Quiere decir que no me disculpé lo suficiente?

K: No. Usted no se disculpó suficiente. Hay algo condescendiente en su tono.

Yo: No estoy segura de entender, ¿qué quiere que haga? ¿Quiere que me humille? ¿Pedir disculpas no fue suficiente?

K: Está bien. Hemos terminado esta conversación. Ahora salga de mi despacho.

Yo: ¿Salir de su despacho? Estoy segura de que no quiere decir lo que acaba de decir. Sabe tan bien como yo que está obligado por el código ético de la profesión médica a atender a un enfermo.

K: ¿Usted es abogada?

Yo: No, no soy abogada.

K: (Tras unos segundos de silencio, de mala gana) Está bien. Deje que vea a su padre.

Después de una breve consulta, el reconocido especialista neumólogo doctor K., sugirió a mi padre la hospitalización en medicina interna para el tratamiento por vía intravenosa de una infección leve. Le dijo que estaría en condiciones de volar de regreso a París en dos o tres días, después de un tratamiento de antibióticos y cortisona. Pedimos que no le dieran la cortisona porque el propio médico de mi padre, también neumólogo de renombre, recomienda explícitamente no utilizar la cortisona. Pero el profesor K. desestimó nuestra petición. Dijo que él sabía mejor.

La breve visita llegó a su fin. Pedí la factura. El doctor K. nos miró y vaciló. Tal vez basándose en la elegancia impecable de mi padre dijo que le debíamos 1.500 shekels (unos 400 dólares). Se retiró a la parte posterior de su despacho, tomó el dinero que le entregué en efectivo, pero no nos entregó un recibo ni ninguna constancia del pago. Después de pagar varios miles de shekels más, mi padre fue ingresado como turista en el Hospital B.

Muerte con indignidad

El personal en el departamento de medicina interna era descortés y ausente. Nadie sonreía, nadie tuvo en cuenta las peticiones de mi padre, las enfermeras mal pagas y sobrecargadas de trabajo parecían cansadas ​​ y se molestaban fácilmente. Pero la salud de mi padre mejoró en unas pocas horas y siempre y cuando su estado mejorase nos era indiferente el personal.

Al día siguiente mi padre empeoró repentinamente. Lo trasladaron a la unidad de cuidados intensivos. El doctor L., un especialista en medicina interna, nos dijo que teníamos cinco minutos para decidir si queríamos poner a mi padre en un respirador. Debido a que no entendíamos lo que significaba, le preguntamos qué significaba tomar esa decisión. El doctor L. despectivamente nos despidió, alegando que estaba demasiado ocupado para responder a nuestras preguntas.

Aunque no comprendíamos la situación accedimos al respirador. Hacer algo, en lugar de no hacer nada, parecía ser un camino más seguro. Dos horas después, sin embargo, llamaron a mis hermanos y a mí a una sala aparte donde nos dijeron que mi padre estaba en sus minutos finales. Corrimos a la cama de mi padre sólo para verlo sin vida. De hecho había muerto varias horas antes.

Mi padre, que había tenido en vida un exquisito sentido de la dignidad, que tenía oído absoluto a cuanto pasaba alrededor y con otros seres humanos, que había dedicado su vida al judaísmo y a Israel, había muerto indignamente en el país que amaba.

Mi madre, a la espera en el pasillo, recibió la noticia con la pena más absoluta. Un matrimonio de amor de 50 años había llegado a un abrupto final. Se echó a llorar incontrolablemente y entró en pánico. Una enfermera se acercó a ella, y en hebreo dijo a mi desconsolada madre, de habla francesa: «¿Por qué lloras tanto? ¿Por qué lo estás tomando tan mal? Todos morimos».

A partir de ese momento, ninguna enfermera o médico habló con nosotros, nadie ofreció una explicación de lo que había sucedido, tampoco hicieron lo que los seres humanos ordinarios hacen en este tipo de situaciones: mostrar compasión por la pérdida. La única persona que nos habló fue la persona de limpieza que tenía la responsabilidad de poner la habitación en orden. En unos pocos minutos, habíamos entrado en un malestar desconocido para el que no teníamos preparación, donde no hay una receta conocida, tampoco guion escrito previamente.

Con rapidez y eficacia notables, el cuerpo de mi padre fue trasladado a la morgue, muy por debajo de la planta baja, donde se mantuvo a la temperatura del refrigerador. En una habitación que parecía un gran armario para escobas y máquinas pesadas, el cuerpo de mi amado padre fue depositado, para esperar a la Hevra kadisha (la sociedad funeraria) para hacer su tarea profana. Con las máquinas y las escobas, esperamos cerca del cadáver de mi padre durante casi dos horas.

Hacia el final del día, y después de varias largas e insoportables horas desde el fallecimiento, llamé al doctor K. para saber de qué había muerto mi padre. Pero el doctor K. -el especialista del mismo hospital que había enviado a mi padre a su propia unidad- se sorprendió.

«¿Murió?», dijo con asombro. ¿»De qué murió»?

«Es para saberlo por lo que llamo», contesté. «Nadie nos dijo cómo y de qué murió y me gustaría saberlo».

El doctor K. no se ofreció a averiguar por mí. «Estoy sorprendido», se limitó a repetir.

Sin elegancia, expuse con mayor claridad: «Si usted no sabe que murió y de qué murió, ¿podría entonces consultar con su personal del hospital?»

Terminamos la conversación con su promesa de que me iba a llamar a la mañana siguiente. Pero a pesar de su deber profesional de informarme de la causa de la muerte de su paciente y a pesar de lo que debería haber sido un sentido común de simpatía por el sufrimiento humano, el reconocido médico doctor K. no me llamó.

48 horas después le envié un mensaje de texto expresando sorpresa ante su silencio. «Me sorprende que no me llame» le dije por SMS. No respondió.

Cuando varios amigos y colegas escucharon la historia que he relatado, se indignaron en mi nombre. Me pareció extraño que muchos preguntaran si había dejado claro que yo era presidenta de una importante institución israelí. «Por supuesto que no», respondí. Me preguntaron si había usado las protekzias [conexiones] sin las cuales uno está destinado a perderse en un hospital israelí. «Por supuesto que no», fue mi única respuesta. «Pero ¿cómo quieres que el personal del hospital se fije en ti?», fue la respuesta ocasional que recibí.

Un amigo se ofreció a ayudarme llamando a una amiga, jefa de relaciones públicas del Hospital B. Tomó mi número, dijo, y prometió llamarme después de hacer preguntas.

Esperé y esperé, pero nada. La llamé yo misma, pero no la encontré. Dejé mi nombre. Pero nadie llamó. Después de numerosas llamadas telefónicas a varios miembros del personal administrativo y médico del hospital -incluyendo al mismo representante de relaciones públicas de ese hospital- nunca me llamó nadie para explicarme por qué murió mi padre: Ni el doctor K., ni el doctor L., ni el director del hospital, ni siquiera el director de relaciones públicas del hospital.

Yo estaba perpleja. Había aprendido a dar por sentado el autoritarismo frío del doctor K., su descontento con mis disculpas, su orden desdeñosa de que abandonase su oficina, su recepción de una cantidad arbitraria de dinero sin proporcionar un rastro legal del pago.

Aprendí a dar por sentada la frialdad impaciente del personal del hospital, el desprecio del doctor L. por nuestras preguntas, la indiferencia de las enfermeras y los médicos ante nuestro dolor. Daba por sentado que el doctor K. no había sido informado por su propio personal de la muerte de su paciente, que él nunca se tomó la molestia de responder a mis llamadas ni me informó de la causa de la muerte de mi padre. Incluso me había resignado a la forma en que el cuerpo de mi padre había sido deshonrado en un sótano a la temperatura del refrigerador.

Pero no estaba preparada para el hecho más trivial de todos: la persona encargada de las relaciones públicas del hospital no había llamado a una persona angustiada y enojada. ¿No debería haberse preocupado por mi historia y mi solicitud? ¿No debería haber estado preocupada por el sufrimiento de alguien que a veces escribe en un influyente diario de circulación nacional?

Me sorprendió la falta de compasión normal, pero estaba más sorprendida por el hecho de que la persona de relaciones públicas ignorase el interés de su institución. Si no podía apelar a su propio interés o al interés de la institución, ¿a qué lógica podría invocar? Reflexioné más: ¿Había una conexión entre la insensibilidad del personal del hospital y la aparente indiferencia del representante del hospital, algo de su propio interés?

Una herida abierta

El lector puede pensar a estas alturas que esta historia trata de mala praxis, de negligencia, de abogados, de la justicia y la compensación financiera. Pero esta no es una historia acerca de un médico corrupto e incompetente, o incluso sobre un hospital espectacularmente mal administrado. Más bien esta es una historia acerca de un tema mucho más difícil de alcanzar: una indiferencia ante el sufrimiento humano que el lenguaje ordinario a veces denomina «falta de humanidad», pero que en realidad esconde sentimientos más complejos y sutiles. La indiferencia que encontré involucraba a tantos aspectos diferentes del hospital y su personal que expone a la vez una herida supurante, el colapso de algo fundamental, oculto a la vista y sin embargo presente y omnipresente en todas partes.

En su obra República, Platón elogió a Esculapio, el dios de los médicos y la medicina. Curiosamente no lo elogió como médico, sino como hombre de Estado. ¿Por qué a un médico se le podría considerar un hombre de Estado? ¿Por qué se refiere Platón a los médicos y las profesiones curativas como si fueran relevantes para el orden político?

Permítanme ofrecer mi propia interpretación, anacrónicamente moderna, en conexión con Platón, entre la medicina y la política con una pregunta simple: ¿Qué grupo en la sociedad es el más débil y vulnerable? No, no es la clase obrera, los trabajadores inmigrantes o las víctimas del racismo o la homofobia.

Esos dos días en el hospital me hicieron darme cuenta de algo que no había percibido con anterioridad: en cualquier punto en el tiempo, las personas más vulnerables de la sociedad son los enfermos, aquellos cuyos cuerpos duelen y no funcionan correctamente, aunque esta categoría a menudo es temporal más que definitiva. Usted, mi lector, y yo, la autora de este artículo hemos estado o estaremos en algún momento prontos a unirnos en un punto u otro con esta vasta categoría de enfermos, los vulnerables, aquellos cuyos cuerpos duelen y no funcionan correctamente.

De todas las categorías, los enfermos son los más dependientes, no sólo porque sus cuerpos duelen, sino porque dependen en extremo del conocimiento y la buena voluntad de otras personas para aliviar su dolor: los médicos y sus ayudantes. Una persona enferma depende directa, inmediata, y totalmente de la misma persona que ahora tiene un poder casi absoluto sobre su cuerpo. Así, una persona enferma no sólo es débil, sino que está también en un estado extremo de dependencia. Otra forma de decir esto es la siguiente: una persona de clase trabajadora o un negro siempre tiene su hogar y la comunidad en donde acogerse y pedir de la persona que tiene poder sobre él un lugar que le proporcionará la libertad de reaccionar y pensar. Pero alguien que entra en un hospital entra en un lugar del que no se puede retirar.

Como me recordó el profesor Gili Drori, quien encabeza el departamento de sociología y antropología de la Universidad Hebrea, la literatura profesional considera el hospital una institución total, es decir, una institución responsable de la persona la jornada completa, supervisando todos los aspectos de su existencia: alojamiento, alimentos, medicinas, ropa, higiene. En este sentido, un hospital es la organización moderna en la que el poder se manifiesta en su forma más cruda. Crea la mayor diferencia de poder entre los enfermos y los sanos, los que tienen dolor y los que pueden aliviarlo inmediatamente, los que no tienen cuerpo y los que pueden restaurar la salud para que el cuerpo funcione.

Por esa razón el hospital puede servir de barómetro moral de lo que comúnmente llamamos «humanidad». Normas de amabilidad, cortesía y compasión son las más destacadas en esas situaciones y contextos en los que se ven tales diferencias de poder.

Probablemente a causa de esa diferencia de poder entre los enfermos y los sanos la profesión de la medicina ha tenido la tradición más larga de regulación ética. Humanitas (el equivalente latino de la palabra griega philanthropia o amor de los seres humanos) se convirtió en el primer valor en la práctica de la medicina y significó el reconocimiento de que todos los seres humanos, de todos los colores, naturaleza y condición, eran iguales en una república universal. De hecho, antes que los filósofos, los médicos fueron el primer grupo social que reconoció la humanidad de las personas, ya que se enfrentaron a la universalidad del cuerpo humano.

 Por ejemplo, en el siglo IV, el cristiano san Juan Crisóstomo dijo admirablemente a sus feligreses: «No importa si el enfermo es cristiano, judío o gentil, rico o pobre, esclavo o libre: Es su necesidad la que clama por ti».

Crisóstomo se hizo eco de la opinión del médico romano del siglo I Escribonio Largus, quien afirmó que los médicos deben tratar a las personas enfermas y trascender la enemistad humana. Debido a que se enfrentaron a la vulnerabilidad de los cuerpos de todas las personas, independientemente de su religión o posición social, los médicos fueron el primer grupo profesional en darse cuenta de la universalidad de la condición humana, que a su vez les obligó a adoptar una actitud sistemática de compasión. (Podemos preguntarnos si Maimónides tenía un enfoque revolucionario y universalista precisamente porque era médico).

En el siglo XVIII, el filósofo y doctor John Gregory -visto por muchos como el inventor de la ética médica moderna- abogó por poner la empatía (compasión) centralmente en el tratamiento de la persona enferma. Por lo tanto, Gregory escribió: «La mayor de de estas [cualidades morales requeridas en un médico] es la humanidad; esa sensibilidad que nos hace sentir las angustias de nuestros semejantes y que, en consecuencia, nos provoca la manera más poderosa de aliviarlos». Según él, la empatía no curaría al paciente más rápido, pero es esta base moral la que distingue verdaderamente a los médicos dedicados al arte de la medicina de los que utilizan esa ciencia como una mera forma de comercio. En resumen, si la compasión forma parte de una actividad profesional, tiene que estar, sin duda, en la medicina.

Leyendo estos lineamientos éticos de la premodernidad de los médicos, quedé aún más desconcertada por el comportamiento de los doctores K. y L. Me preguntaba cómo se podía explicar el hecho de que ellos, su personal y la administración entera de un hospital parecían ignorar el código moral fundamental de su profesión. Por supuesto las personas difieren en su capacidad compasiva. Pero la carencia de compasión tanto del doctor K. como del doctor L. apuntaba más a los defectos de la personalidad de esas personas. Ambas, aparentemente, habían prosperado y ganado posiciones de alto nivel en un gran hospital porque nadie les había pedido que rindieran cuentas de las normas de compasión y «humanidad». Estas características se veían superfluas en un sistema avanzado en investigación, tecnología y conocimientos técnicos. Otras historias mostraron que el destino de mi padre fue parte de un sistema más amplio. En noviembre de 2011 Eli Hurvitz, el expresidente y director general de productos farmacéuticos Teva, fue llevado al Centro Médico Sheba, en las afueras de Tel Aviv con una infección. Igual que a mi padre lo ingresaron en el servicio de medicina interna. Tras su muerte inesperada, su hija Vered Shalev Hurvitz relató al periódico Globes: «A mi padre no lo trataron como a un paciente privilegiado ni como a un paciente normal… el tratamiento que recibió en el departamento de medicina interna era muy malo en todos los aspectos, médicos y humanos».

La comisión que investigó el caso encontró, por ejemplo, que a pesar del dramático deterioro de su estado de salud, ningún médico se acercó a Hurvitz durante cuatro horas y que se ignoraron las súplicas de su familia (su hija afirmó que fueron ignorados por el personal médico no en las primeras cuatro horas, sino durante más de diez).

Unos meses después el meteorólogo Danny Roup condenó el tratamiento que su padre, Alan Roup, había recibido en el Hospital Ichilov. En un artículo de Daniel Adelson (Ynet, 18 de Junio ​​ de 2012) Roup afirmó que su padre murió a causa de una combinación de negligencia médica, falta de experiencia de los médicos internos, una actitud especialmente vergonzosa y una falta de respeto por parte del hospital.

Un programa de televisión reciente organizado por Amnón Levy mostró que los médicos que han sido acusados de negligencia médica y han causado graves daños a sus pacientes vuelven al trabajo y se reintegran sin penalización alguna. Todos estos ejemplos apuntan al mismo fenómeno: los médicos y las enfermeras no están sujetos a las normas obvias de compasión y humanidad.

Por supuesto sé que muchas o la mayoría de las personas que entraron enfermas en los hospitales salieron sanas. Mi punto es que, incluso cuando los pacientes son tratadas adecuadamente por la cirugía o la medicina, a menudo son maltratadas como seres humanos.

¿Qué significa que se trate a las personas como «seres humanos»? A primera vista la cuestión parece absurda: siendo las personas seres humanos, no tiene mucho sentido preguntar qué significa tratarlos como lo que son, es decir, como seres humanos. Pero sabemos que las sociedades, como los individuos, difieren en su capacidad para dar a todos los seres humanos el respeto y la compasión. ¿Cuál es entonces «la humanidad?» Tal vez podamos responder a esta pregunta mirando el opuesto de «humanidad», inhumanidad.

En su libro La sociedad decente, el filósofo israelí Avishai Margalit afirma que hay cuatro formas diferentes de tratamiento de los seres humanos como no humanos: a) tratarlos como si fueran objetos; b) tratarlos como a máquinas; c) tratarlos como a animales; d) tratarlos como a subhumanos (que incluye tratar a los adultos como si fueran niños).

La razón por la que no tratamos a algunas personas como seres humanos completos se debe a que no los vemos como tales. Por ejemplo, no tratamos a alguien como un ser humano completo cuando lo vemos solamente como un cuerpo y no como un cuerpo y un alma (como cuando contratamos a trabajadores inmigrantes para limpiar o construir nuestras casas) o cuando nos centramos sólo en su partes del cuerpo (por ejemplo, cuando vemos a una mujer sólo a través de sus pechos y los genitales).

Tratar a los demás como no humanos es no ser capaces de verlos como seres humanos integrales en cuerpo y en alma. Es interesante señalar que el propio Margalit da como ejemplo la actitud de Israel hacia los árabes, a saber, la actitud que ignora su presencia porque nuestra mirada simplemente no los percibe. Inhumanidad es, por tanto, carecer de la capacidad de ver a los demás de una manera específica, es decir, como seres humanos plenos.

Mirar a las personas de esta manera es una cuestión de hábito, no una decisión consciente. Es una habilidad moral inconsciente aprendida de ver otras miradas. Por lo tanto, los ojos son un órgano moral que se puede entrenar tanto cognitiva como moralmente. Esa formación a su vez depende de la estructura y los valores políticos (por ejemplo los derechos humanos profundamente arraigados en una cultura política darán una forma determinada la mirada de los ciudadanos, de una manera diferente que en una cultura colonial, qué ven y cómo ven).

 En ese sentido, podemos hablar de una forma moral (y política) de ver. Cómo percibimos a los otros, cómo los vemos en comparación con nosotros, cómo registramos, total o parcialmente, su presencia es el resultado de una habilidad moral. ¿Qué nos hace capaces de esta habilidad moral? Para una cultura política y moral, entrenar el ojo de esta manera, reconocer al otro, sus derechos y su sufrimiento, deben estar presentes determinados supuestos básicos: la afirmación de que todos los seres humanos son iguales, la afirmación de que su cuerpo es vulnerable y que esta vulnerabilidad nos hace a todos los seres humanos iguales y que su sufrimiento me exige moralmente identificarme con ellos.

En el siglo XVIII se formuló una percepción universal de los seres humanos sobre el terreno de que su sufrimiento físico era intolerable. Esta es la razón por la que la compasión se llegó a considerar una condición básica de la moral La compasión o el reconocimiento del sufrimiento de otros seres humanos es el mecanismo que permite recordar nuestra propia vulnerabilidad y nuestro vínculo común con otros seres humanos. Comportarse de manera inhumana significa, literalmente, no ver a los demás, no tomar en cuenta completamente su presencia en la habitación o en el espacio. Significa no ver al otro como un semejante (ya sea porque no pertenece a mi grupo o porque es, de alguna manera, inferior), y significa olvidar su vulnerabilidad (y la mía).

Algunos dirán que la falta de compasión que presencié en el Hospital B. puede explicarse por la falta de recursos de los hospitales públicos israelíes en general, por sus habitaciones en condiciones de hacinamiento y las enfermeras y médicos sobrecargados por la transformación de la atención médica en una empresa económica regida por groseros principios neoliberales. Pero las políticas neoliberales no son más que otro nombre de la falta de compasión de la clase más poderosa de la sociedad israelí: un Estado que prefiere invertir en la construcción ilegal y la colonización, en un vasto aparato de dominación, la tortura, el asesinato, en lugar de mitigar el sufrimiento y debilidad de su población.

De esta manera el Estado demuestra la falta de compasión por partida doble: una frente a la miseria de otra nación y la otra frente a sus propios ciudadanos. Las políticas económicas están motivadas por principios y reflejan estructuras morales más profundas que no son la causa directa de la indiferencia general ante el sufrimiento, sino que constituyen el contexto, el clima cultural y la plataforma que hace posible y legítima ciertas formas de comportamiento tales como la indiferencia ante el sufrimiento.

Entonces, ¿cuáles son estas estructuras más profundas del pensamiento? Me dieron dos pistas para responder a esta pregunta, una de un libro y la otra venida de un joven.

La primera pista fue proporcionada por el libro bien escrito y «archisionista» de Ari Shavit Mi Tierra Prometida donde dice: «El sionismo sufrió lo que podemos llamar la ceguera selectiva, imposibilitado de registrar lo que estaba delante de su ojos: la presencia de otro pueblo en la Tierra de Israel. Los pobladores árabes estaban por todas partes y, literalmente, no los vieron».

Escribiendo acerca de su abuelo, que había sido uno de los primeros colonizadores de la tierra, Shavit más adelante reflexiona: «Mi bisabuelo no ve porque está motivado por la necesidad de no ver. No ve porque si lo hiciera tendría que dar marcha atrás».

Shavit -a quien no se puede acusar de tener opiniones de extrema izquierda o radicales- sugiere aquí claramente que la mera posibilidad de colonizar la tierra exigió una ceguera selectiva, un hábito de no ver a los moradores de aquella tierra. Los primeros sionistas se vieron obligados a formar su mirada para no ver, a ser ajenos al dolor y las demandas de la gente que vivía en medio de ellos.

La segunda pista me la proporcionó un amigo de mi hijo -un joven soldado que sirve actualmente en una alta unidad de combate, que se identifica con las posiciones políticas de centro- y que después de haber escuchado la historia del doctor K., de forma espontánea comentó: «Apuesto a que fue oficial del ejército».

Yo estaba perpleja ante su comentario y le pregunté qué quería decir. Respondió lacónicamente: «Sólo en el ejército se puede aprender a tratar a la gente de esta manera».

Este joven me hizo pensar en la posible conexión entre el ejército, sus formas de hablar y su moral particular. De hecho, como he reflexionado, la colonización permanente de la tierra requiere que el ejército sea central para la sociedad y es el que forma la política de la mirada, a quién vemos y cómo vemos.

El nuevo judío -el israelí- se exigió a sí mismo dejar atrás la historia judía de dolor, lágrimas y pasividad con el fin de diseñar su destino y enfrentarse a una nueva historia: la fuerza y ​​ la leg í tima defensa guiarán en adelante la historia judía. Una vez en Palestina, los pioneros tuvieron que enfrentar y resistir las exigencias de la lucha física contra una tierra dura y luchar contra enemigos decididos. Ambos eran necesarios para la relización del proyecto sionista, y ambos exigieron autoendurecimiento, transformando su propia flojedad en dureza. El endurecimiento personal fue el resultado de la intensa disciplina corporal, lo que supuso el olvido del propio dolor y la privación física. Esta disciplina del cuerpo se requiere para el trabajo físico y para la formación militar y de combate, y su objetivo era hacer que la persona permaneciera ajena a su propio dolor.

Para soportar el dolor los pioneros -cultivadores de la tierra y soldados-endurecieron su carácter, el sufrimiento y la pérdida. En ese sentido, el ethos de Israel en sus primeros días negó el dolor por partida doble: una, cuando se borra la historia abyecta del sufrimiento que los judíos sufrieron bajo persecuciones europeas y una segunda vez cuando conquistó y construyó la tierra. El ejército se convirtió rápidamente en una organización central de la sociedad israelí y profundizó ese proceso. Los ejércitos de todo el mundo son grandes organizaciones que capacitan a las personas para matar, para prever y aceptar la muerte de compañeros de armas, de amigos y familiares. Por lo tanto un ejército que está en un estado de guerra permanente crea lo que los psicólogos conductistas llaman «desensibilización» a la pérdida, la habituación a la pérdida y el embotamiento del sentido personal al dolor.

Esta desensibilización a la pérdida y al propio dolor no se vio como tal en la historia de Israel, pero en su lugar se llamó por un nombre mejor: «fuerza». Esa «fuerza» se convirtió en el valor apreciado por una sociedad que invierte tanto en la negación de su debilidad. En ese sentido una sociedad militar es la que desprecia la debilidad psíquica o física, ya que está preocupada principalmente de conseguir poder. De tal manera que la «autodesensibilización» y la fuerza se convirtieron en los valores centrales de la ética israelí. Un israelí adecuadamente socializado es alguien que debe olvidar su propia vulnerabilidad y asegurarse de que siempre se mantiene «fuerte».

Estas dos experiencias colectivas claves del «autoendurecimiento» y la fuerza se transformaron en una tercera experiencia: la de los vencedores que dominan a los enemigos, ya se trate de las naciones enemigas árabes o los árabes en los territorios ocupados. Cuando las personas dominan a otras personas por medio de un ejército basado en consignas universales, durante muchas generaciones, se crea un hábito colectivo de dominación. Ese sentido de la dominación se produce en una miríada de formas: en la capacidad de portar armas, en dictar las relaciones económicas de un pueblo, apoderarse de la tierra, en el control del uso de la tierra, otorgar permisos de construcción, destruir casas de otra gente, controlar sus movimientos básicos, su salud y su vida.

Ese comportamiento se puede aprender con los árabes y los palestinos, pero más tarde se copia en la sociedad israelí. Zeev Avrahami, por ejemplo, contaba en la edición en inglés del Haaretz del 19 de febrero que él, su esposa y sus hijos, de visita en Israel desde los Estados Unidos, fueron escandalosa y arbitrariamente maltratados por dos mujeres jóvenes empleadas y autorizadas en el aeropuerto de Ben Gurion. Al narrar su maltrato Avrahami comparte con el lector las razones por las que hace muchos años emigró de Israel: porque había tenido miedo de tratar a otras personas en su vida cotidiana de la misma manera que él trató a los palestinos en los territorios. Dominar a los demás, en verdad, tiene el costo de olvidar la humanidad de todos, incluyendo la propia. Cuando la dominación somete a una sociedad, algo realmente sucede con el sentido ordinario de la percepción de los demás seres humanos.

El hábito de la dominación implica cambios cognitivos en la capacidad de registrar la presencia de otras personas que son débiles: los palestinos, los árabes, los no judíos, los inmigrantes, los refugiados africanos, los judíos orientales con menor educación y también las personas enfermas. El hábito de la dominación deteriora, en particular, la capacidad básica para verse a uno mismo básicamente igual que los demás seres humanos, sobre todo cuando estos están en situación de que los despojen. La dominación crea el hábito de pensar las relaciones humanas como una lucha de poder, como un juego que uno quiere y espera ganar, inculca el hábito de ver a los demás como enemigos potenciales. Otros seres humanos son dignos de mi respeto sólo si son fuertes y no porque son seres humanos tan vulnerables como yo.

Por último, el ejército, que jugó un papel clave en la construcción de la fuerza y ​​ la dominaci ó n, instala el hábito de dar y recibir órdenes. Por definición, una orden constituye una forma de expresión que muestra la propia autoridad y poder. Las órdenes impiden la capacidad de ver a los demás como iguales a nosotros, porque emitir órdenes es una actitud opuesta al diálogo. Por definición, el diálogo es una forma de intercambio mediante el que otros seres humanos se revelan a través del progresivo y lento despliegue de sus palabras y su subjetividad. Pero dar órdenes niega la subjetividad de los otros.

La experiencia del control de la tierra, el hábito de dar y seguir órdenes, de entrenar el cuerpo para soportar el sufrimiento, de ganar y dominar a los demás, todo esto constituye hábitos cognitivos, mentales y morales que hacen que sea más difícil registrar el vínculo de la vulnerabilidad que conecta a los seres humanos entre sí. Esos hábitos constituyen los antecedentes y la cultura en la que se producen las relaciones de poder entre los médicos y los pacientes. En este contexto, un médico que cree en su poder y se enamora demasiado del mismo no será capaz de aprender el lenguaje de la compasión. Por supuesto hay muchas enfermeras y médicos maravillosos, dedicados y compasivos (soy afortunada por haber encontrado algunos de estos médicos excepcionales). Por supuesto que en algunos hospitales y alas hospitalarias son humanos y profesionales. Pero estos médicos y estos sectores no son la norma en una sociedad que en general se ha acostumbrado a no parpadear cuando destruye vidas.

Si en 2014 el presidente de Israel Reuven Rivlin fue vilipendiado de una manera sin precedentes por expresar compasión por la minoría árabe de Israel oprimida, si la compasión con respecto a la destrucción y el caos en Gaza es un acto de traición a la patria, entonces significa que la compasión misma ha dejado de ser parte de nuestro vocabulario moral. En Túnez, la autoinmolación de un joven fue suficiente para poner todo el país en llamas, pero en Israel la desesperación de las muchas personas que se han prendido fuego desde 2012 apenas llegó a las noticias (se argumentó que Moshe Sliman era enfermo mental y sobre Akiva Mafai y Theodor Zozolia nadie siquiera escuchó).

¿Por qué en Túnez la inmolación de un joven provocó la indignación colectiva y aquí se encontró con la indiferencia? Se debe a que una parte creciente de la opinión pública israelí se ha vuelto insensible al sufrimiento de los demás y a su propio sufrimiento. (No puedo evitar preguntarme si existe una conexión entre el adormecimiento creciente al dolor de los demás y el aumento en las dos últimas décadas de los partidos de extrema derecha como Habayit Hayehudi, Yisrael Beiteinu, Likud y Yahad En una reciente reunión de la organización de derecha Im Tirtzu, que representa una parte creciente de la opinión pública israelí, un evento al que asistieron algunos profesores de gran prestigio y la diputada Ayelet Shaked, el tono de la discusión refleja precisamente este análisis. Una discusión acerca de «infiltrados» fue acompañada de comentarios como: «¿Qué seres humanos son los infiltrados? ¡Son infiltrados!» Un ciudadano israelí, Liav Marmar, de Bat Yam, lo articuló más claramente: «Ellos [los jueces de la Corte Suprema] no están imbuidos del judaísmo, por lo que todas sus resoluciones son desde el punto de vista humano». (Haaretz 28 de noviembre de 2014). Para este ciudadano, decir que alguien posee una mirada humana es un insulto y una desviación del credo oficial que ahora organiza la política israelí.

Este es el clima moral y político que ha erosionado las normas de la compasión y la humanidad en nuestra sociedad. De hecho, la misma mirada que nos hace capaces de ver la humanidad de los infiltrados, de los refugiados sudaneses, de la vasta población de civiles palestinos aterrorizados por los ataques militares israelíes, la cárcel y la expropiación, es la misma mirada que nos imposibilita registrar el sufrimiento de un paciente normal en un hospital.

Los israelíes se han llamado a sí mismos sabras, que es el nombre de la fruta del cactus que tiene una cáscara áspera y poco atractiva pero suave y dulce en su interior. Sí, es un cliché, pero aún refleja una profunda verdad. Reconoce la dureza del temperamento colectivo israelí, pero es redimido por la promesa de una dulzura invisible que se revelará en el interior de la fruta. Durante un tiempo esa dulzura invisible se pudo encontrar en la economía socialista del antiguo Israel, en su espíritu igualitario, en la realización de un judaísmo libre del dominio de la religión, en el coraje excepcional de un pueblo que eligió vencer su historia abyecta con esperanza y los ideales morales de la autodeterminación.

Pero esa dulzura ya no existe. Ha sido reemplazada por la agresividad cruda de la vida diaria de Israel, una agresividad que se encuentra en las relaciones internacionales, en la relación entre el Estado y sus ciudadanos, entre los propios ciudadanos. ¿Y si ahora el fruto ya no se puede descubrir? ¿Si nos quedamos solamente con su piel gruesa y áspera?

Podemos concluir con un rompecabezas que ha preocupado a los historiadores de las ideas. El mismo período que hacía hincapié en la importancia de la compasión es el mismo período que legitima la idea de que lo correcto y deseable para la gente es actuar de acuerdo con sus intereses personales. Adam Smith, el padre espiritual de la economía capitalista, lo ejemplifica muy bien en La riqueza de las Naciones. Él vio el interés propio como un mecanismo para garantizar la continuidad de la cooperación y el comercio. En otro ensayo menos conocido, Teoría de los sentimientos morales, Smith sugiere que la compasión, es decir, la identificación con el sufrimiento de los otros, es la clave de las relaciones civiles.

Uno puede pensar que se contradijo en la promoción de los dos valores, el propio interés y la compasión, pero tenían mucho en común. Ambos eran la respuesta a una pregunta fundamental sobre la civilización planteada por los filósofos de los siglos XVII y XVIII: ¿Con qué principios se debería organizar una sociedad que no persiga la guerra y la dominación? (Esa pregunta rondaba una Europa devastada por las guerras de religión). ¿Qué podría motivar a la gente a dejar de ver a los demás en términos de relaciones de poder? Una respuesta (brillante) a estas preguntas fue legitimar la noción de «interés propio», como hizo Adam Smith. Para hacer que la gente siga su propio interés prometió un orden social más estable, ya que es más predecible. Si no podemos confiar en la bondad de los demás, por lo menos podemos confiar en que su voluntad no sea perjudicial para ellos mismos (como asumí cuando me acerqué al representante de relaciones públicas del hospital).

El propio interés garantiza una sociedad más pacífica porque si la gente persigue su propio interés entenderá naturalmente la locura de ir a la guerra por creencias ciegas o por el poder. Otra solución a la cuestión de lo que podría motivar a la gente a dejar de desear poder y dominación era hacer de la compasión una característica básica de la humanidad. Así, el siglo XVII hizo de la compasión una condición para introducir la humanidad y para el desarrollo de la civilización. Como escribió el judío francés del siglo XX Romain Gary: «Nunca ha habido ningún valor de la civilización que no estuviera imbuido de una noción de feminidad, de mansedumbre, de compasión, de no violencia, de respeto por la debilidad…»

Una sociedad en la que la fuerza y ​​ la dominación son la norma y el lenguaje común para la comprensión de las relaciones con los demás no sabe cuidar la vulnerabilidad de los demás y no merece el nombre de «civilización». Tal sociedad tampoco sabe cómo pensar adecuadamente acerca de sus propios intereses. Y es un pobre consuelo saber que tal sociedad, así como un médico arrogante y frío pidiendo a un anciano enfermo que abandone su despacho, con el tiempo se volverá inviable.

Fuente: http://www.haaretz.com/news/features/.premium-1.646583