EN UNA de mis crónicas me preguntaba: ¿qué lee Bush? La escribí tras haber visto una fotografía en la que el presidente del país más violento del mundo aparecía con un niñito al que acariciaba mientras le leía un tebeo. Contradicción total, pero mera publicidad, claro, pues resulta que tenía el álbum al revés. Antes […]
EN UNA de mis crónicas me preguntaba: ¿qué lee Bush? La escribí tras haber visto una fotografía en la que el presidente del país más violento del mundo aparecía con un niñito al que acariciaba mientras le leía un tebeo. Contradicción total, pero mera publicidad, claro, pues resulta que tenía el álbum al revés. Antes de preguntarme si ese señor sabe leer, duda lógica por la forma de interpretar las letras, prefiero andarme con cautela hacia una afirmación infamante para los yanquis: que nunca aprendió tal asignatura. Y hoy por hoy me limito a certificar lo que nunca ha leído.
Ahora recuerdo que hace meses le recomendé al inquilino de la Casa Blanca que meditara sobre una frase de Bismarck: «Se puede tener razón siempre, y se puede tener razón toda la vida. Lo que no se puede es tener razón toda la vida contra todos». Se conoce que tampoco lee La Voz de Galicia, y eso que algunos de sus artículos no le desagradarían.
Tras lo dicho, no se puede soñar que sepa quién fue Tucídides, el gran historiador de la antigua Grecia, cuya principal preocupación como político y militar era analizar el fenómeno del poder, del imperialismo y del hecho revolucionario. Nos dice Tucídides que la ambición de poder es un impulso innato de la naturaleza. Por ello, en la Historia de la guerra del Peloponeso analiza cómo esta guerra emana del intento de conservación y aumento del poder de Atenas y su temor de perder su propio imperio a manos de potencias rivales. Esta realidad, que se reproduce hoy, es condenada por Tucídides en un aforismo: «Nadie es lo suficientemente poderoso como para ser siempre el más poderoso», lo que debería saber Bush.
Apoyado por el ejército inglés y por el bigote de Aznar, EE.?UU. lanzó hace tres años una guerra para apoderarse del petróleo iraquí (otros dicen que de las capas freáticas de aquella zona). La perdió, igual que las de Corea y Vietnam, y no sabe cómo salirse del avispero.
No sólo eso, sino que está perdiendo el liderazgo del mundo, lo que decía Tucídides. Es posible que los próximos imperialistas sean peores, China o una constelación de países árabes, pero el destino de Estados Unidos ya está anunciado.
La resistencia iraquí anima a otros Estados a plantar cara a los yanquis. Sin ella, el presidente de Irán jamás se hubiera atrevido a lanzar amenazas atómicas. Esta es la gran paradoja: la intervención de los azorianos estaba destinada a someter primero a Irak y a todo el Oriente Medio, y a medio plazo a sus propios aliados europeos y asiáticos. Washington ha logrado el efecto contrario. Tras los dos mil muertos norteamericanos e incontables iraquíes y las destrucciones y una guerra que no cesa, EE.?UU. se ve obligado a aceptar lo que negaba hace tres años: la petición de ayuda a Europa, a Rusia y a China, esta vez solicitando su apoyo para enfrentarse a Irán. Además, hecho inesperado y colmo de la imprevisión política, ha ayudado a instalar en Irak un régimen semejante al de Irán, dominados ambos por los chiíes, enemigos mortales de los norteamericanos. Ahora mismo, Hamás, el peor enemigo de Israel, está a punto de tomar el poder en Palestina. Y se ha puesto en evidencia de la situación anómala de Israel, que cuenta con una fuerza atómica ilegal. Lo dijo el príncipe Al Faisal: «El problema de la proliferación es que si se ha hecho una excepción una vez, no hay razón para que los demás no hagan lo mismo».
Por último, y no es lo menos, el coloso ha de resignarse a que le vayan minando los pies de barro en Cuba, Venezuela, Argentina, Brasil, etcétera, y ya veremos lo que llega a hacer Evo Morales si Ollanta Humala sube al poder en Perú y López Obrador en México. Creo que, sin la guerra de Irak, Cuba seguiría luchando sola en América Latina.