Recomiendo:
0

Los «Ayuntamientos del cambio» frente al poder corporativo

Fuentes: Revista Pueblos

Gobernismo o confrontación. Ese ha sido el dilema estratégico que desde el principio ha atenazado a los llamados «ayuntamientos del cambio». Y es que a la hora de llevar a la práctica sus programas electorales se han topado una y otra vez con un dilema que, en el caso de Madrid, se ha resuelto definitivamente […]

Gobernismo o confrontación. Ese ha sido el dilema estratégico que desde el principio ha atenazado a los llamados «ayuntamientos del cambio». Y es que a la hora de llevar a la práctica sus programas electorales se han topado una y otra vez con un dilema que, en el caso de Madrid, se ha resuelto definitivamente con el cese del responsable de Economía y la aceptación de los recortes presupuestarios exigidos por el ministro de Hacienda. Llegados al punto de inflexión del ciclo político, han terminado por imponerse las tesis que abogan por ser un ejemplo de «orden y responsabilidad», frente a aquellas que promueven el conflicto con los poderes establecidos como forma de avanzar en la transformación real de la ciudad. Después de todo, la estrategia de presión económica se ha revelado como la vía más eficaz para que los «gobiernos del cambio» retomen la senda de la gestión institucional y descarten la aplicación de políticas que puedan poner en riesgo los beneficios empresariales.

El contexto es más o menos conocido. Tras las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2015, las candidaturas municipalistas pudieron formar gobierno en buena parte de los principales ayuntamientos del país: Madrid, Barcelona, Zaragoza, Cádiz, A Coruña, Santiago de Compostela… Y desde el primer momento, como se vio especialmente en el caso de la capital del Estado, quedó claro que los nuevos gobiernos municipales iban a estar sometidos tanto a una fuerte oposición de la derecha como a un escrutinio constante de los grandes medios de comunicación.

Todo ello, en el marco de una arquitectura política, económica y jurídica que delimita las posibilidades de acometer transformaciones estructurales desde las instituciones públicas. Sabiendo que la re-regulación a favor de las grandes empresas llegó a los ayuntamientos de la mano de la Ley de Estabilidad Presupuestaria y de la reforma de la Ley de la Administración Local, ¿qué papel pueden jugar estas instituciones para contrarrestar la fuerza de la lex mercatoria y servir de contrapeso al poder empresarial?

Responsabilidad o ruptura

Tomemos como referencia el ayuntamiento de Madrid. Desde el minuto uno, se constató que había dos estrategias posibles para enfrentar la presión de quienes habían estado gobernando la capital y el país durante los últimos cuarenta años.

Una, la que apostaba por ejercer una gestión responsable y eficaz como táctica electoral para fidelizar a las clases medias y, al mismo tiempo, lograr algunas mejoras en términos de transporte y movilidad, medio ambiente y contratación pública. Es lo que se ha dado en llamar gobernismo, con sus reclamaciones a la «gestión responsable» y a «gobernar para todos«. Que tiene, naturalmente, su correspondiente contrapartida: que, a pesar de los programas electorales, los que en realidad mandan en las grandes ciudades -bancos y fondos de inversión, constructoras e inmobiliarias- no van a ver reducidas sus expectativas de negocio ni su influencia sobre las políticas públicas.

Otra, la que exigía cumplir el mandato con el que se ganaron las elecciones y promovía, asumiendo las limitaciones a las que se enfrentan las administraciones municipales, la adopción de políticas económicas y urbanísticas que posibilitaran un cambio en las relaciones de poder. Confrontación, ruptura, radicalidad democrática, pongámosle la etiqueta que queramos. Y que también se enfrentaba a un riesgo claro: que los grandes propietarios del capital y la clase político-empresarial que han hecho fortuna con el milagro del capitalismo español explotasen sus contradicciones internas y los hicieran caer.

En los dos primeros años de legislatura ambas posiciones pudieron coexistir, no sin fuertes tensiones internas. Si ponemos el foco en la economía política y dejamos de lado las polémicas sobre esas guerras culturales que tan bien explota la derecha y tan mal gestiona la izquierda progre -no hace falta recordar aquí los casos de los tuits de Guillermo Zapata, el encarcelamiento de los titiriteros o las críticas a la cabalgata de los reyes magos-, puede decirse que se han producido avances fundamentalmente en dos terrenos.

En el de las cuestiones sobre las que el ayuntamiento tiene pocas competencias, promoviendo medidas de carácter básicamente simbólico: declararse municipio libre de TTIP, unirse al manifiesto de ciudades por el agua pública, sumarse a las zonas libres de paraísos fiscales. Y en el de los ámbitos en los que sí hay competencias, proponiendo alternativas: impulsar una auditoría ciudadana de la deuda, no renovar los contratos de las agencias de calificación de riesgo cuando expiraba su vencimiento, incorporar cláusulas sociales y ambientales en la contratación pública, restringir el tráfico privado cuando se superen los umbrales de contaminación del aire, apoyar la economía social y solidaria a través de proyectos como Mares.

A la vez, todo hay que decirlo, en otras cuestiones en las que el ayuntamiento también dispondría de competencias para revertir la situación heredada de los anteriores gobiernos neoliberales, la realidad es que ha preferido no dar esa pelea. La renuncia a la remunicipalización del servicio de recogida de basuras y limpieza de las calles de la ciudad, que siguen ejecutando en concesión las mayores constructoras, es un ejemplo de ello. La denuncia y reversión de los contratos adjudicados en condiciones muy perjudiciales para el ayuntamiento y la ciudadanía madrileña, como el caso del Open de Tenis, es otro. Y de ahí hasta llegar a la política de grandes operaciones urbanísticas, el gran campo de batalla donde tampoco se ha querido cuestionar el modelo económico dominante. De la demolición del Taller de Precisión de Artillería a finales de 2016 a la firma del acuerdo sobre el proyecto Madrid Nuevo Norte -lo que siempre se llamó la Operación Chamartín- el pasado verano, pasando por la aprobación de la Operación Mahou-Calderón y la Quinta Torre de Villar Mir, el hecho es que al final lo que han prevalecido son los intereses de los grandes bancos y constructoras.

El cese del delegado de Economía y Hacienda, Carlos Sánchez Mato, y la aceptación del Plan Económico Financiero impuesto por el ministerio de Hacienda –aprobado con los votos de Ahora Madrid y el PP– han terminado por decantar la situación hacia un lado. Los fuertes recortes en el presupuesto municipal para 2018, la retirada de los recursos judiciales interpuestos y la destitución del máximo responsable de haber saneado las cuentas del ayuntamiento, al fin y al cabo, no hacen sino certificar el final de un ciclo. La renuncia a continuar con la lucha político-administrativa contra las imposiciones del poder financiero -encarnado en este caso en la figura del ministro Cristóbal Montoro-, no digamos ya a la posibilidad de desobedecer sus dictados, nos sitúa pues ante otro escenario distinto. Parecido, aunque obviamente a otra escala, al que tuvo que afrontar Zapatero tras volver de Bruselas en mayo de 2010 y tener que empezar a aplicar drásticos recortes.

Relato vs. práctica

Seguramente, el discurso del tramabús -aquel autobús decorado con las caras de los protagonistas de los mayores casos de corrupción en España que Podemos utilizó como parte de una campaña para difundir las críticas a las instituciones que nos gobiernan- será ampliamente compartido. A saber: casos como los de Bankia, el Canal de Isabel II o las «donaciones» de las grandes constructoras al PP vienen a demostrar cómo funciona el entramado de corruptelas, delitos económicos y chanchullos de todo tipo que han sido y son la práctica habitual de la clase político-empresarial española. Pero el problema está un poco más allá, cuando se trata de llevar ese relato a la práctica cotidiana de las instituciones y las políticas públicas.

Por decirlo con un ejemplo concreto: la indignación ante las políticas laborales de Coca-Cola y el cierre de su planta embotelladora en Fuenlabrada, unánime en la «nueva política», se convierte en un silencio generalizado si se intenta promover alguna propuesta institucional que haga mella en la empresa por sus abusos sobre los derechos humanos. En septiembre de 2015, cuando el concejal-presidente del distrito Salamanca, Pablo Carmona, denegó la cesión de unas instalaciones deportivas a la multinacional más conocida del mundo para grabar un anuncio publicitario, la mayoría del equipo municipal se puso de perfil. Mientras El País cargaba en portada titulando «Madrid, territorio vedado a Coca-Cola» y El Gran Wyoming se preguntaba en El Intermedio «¿qué consigue el concejal con este asunto además de abrir una absurda polémica?», apenas hubo voces de cargos electos que salieran públicamente en defensa del concejal. Pasa algo parecido cuando se comparan las críticas en abstracto a los bancos y constructoras por su papel en la burbuja inmobiliaria con las valoraciones concretas sobre sus nuevos macroproyectos en las zonas ricas de la ciudad, con la Operación Chamartín como caso más evidente.

Apoyar la economía social y solidaria y dedicar recursos al fomento de nuevas formas de gestión de la alimentación, la movilidad, la energía y los cuidados, sin duda, es una iniciativa que hay que aplaudir. Como lo es incluir cláusulas sociales y ambientales en las licitaciones públicas, para poder penalizar a las grandes empresas que más contaminan y discriminan a sus trabajadores y trabajadoras. Lo que ocurre es que, al compararlo con un proyecto inmobiliario-financiero en el que se prevé construir una nueva city con 26 rascacielos y once mil viviendas, parece quedarse poco menos que en el terreno de lo anecdótico.

Democracia mercantilizada

La estrategia de los grandes capitales y los poderes financieros está clara. Como sucedió en Grecia hace dos años y en Catalunya hace unos meses, la presión económica y el bloqueo financiero son el espejo en el que se pueden mirar los «gobiernos del cambio» que pretendan avanzar en una transformación real de las estructuras de poder. Quien se atreva a desafiar la ortodoxia de la austeridad y la disciplina fiscal sabe que se enfrenta a la «fuga de empresas», la huida de inversores y los posibles cortes de financiación.

Desde el crash de 2008, se ha ido consolidando esa tendencia por la que los gobiernos deben acatar «normas inviolables» que sustraen las reglas del mercado al control de la democracia representativa. Se trata de aprobar y constitucionalizar una serie de límites no negociables por la soberanía popular. Y así la democracia queda como un mero procedimiento de designación de gobernantes, cuyas decisiones están forzadas por una armadura jurídica infranqueable al margen de la alternancia electoral. Son normas que permiten al mercado actuar sin límites y garantizar la acumulación de riqueza por parte de las grandes corporaciones. Desde esta perspectiva, las normas privadas pasan a situarse en la cúspide de la pirámide normativa y se convierten en una «constitución económica» que se impone -en la mayoría de las ocasiones sin ninguna oposición de los gobiernos- a los poderes ejecutivo y legislativo, sometiendo la soberanía popular al sistema económico dominante.

Desde la reforma del artículo 135 de la constitución española hasta la aprobación del CETA, pasando por el acuerdo comercial entre la Unión Europea y Japón que se ha anunciado hace poco, se trata de normas que se sustraen a la democracia y a los derechos de las mayorías sociales. Un nuevo marco institucional que fortalece el mercado, la propiedad privada, la privatización y la desregulación de los derechos sociales. Y que se vincula, al mismo tiempo, con acciones públicas que incorporan a la armadura jurídica de dominación la estabilidad monetaria, el control de la inflación, la austeridad fiscal, el no endeudamiento, la «independencia» de los bancos centrales, el pago de la deuda… Normas privadas constitucionalizadas que todo el mundo debe obedecer, al margen de los vaivenes de la democracia representativa.

La fragilidad de los mecanismos de control, la irresponsabilidad de los poderes públicos, la sustitución de instituciones democráticas por instituciones tecnocráticas, la aprobación de técnicas y procedimientos que evalúan los derechos en función de su eficacia económica, además, provocan que las legislaciones se impregnen de oscuridad y «confusión democrática». Todo ello va alejando a la ciudadanía del control de los centros reales de poder, consolidando mecanismos autoritarios y debilitando la legitimidad de las instituciones representativas.

Con toda esta privatización de las normas jurídicas y la mercantilización de la democracia lo que se está provocando es que los derechos humanos sean expulsados del imaginario colectivo, procediendo a una reconfiguración de quiénes son sujetos de derecho y quiénes quedan fuera de la categoría de seres humanos. Eso nos conduce a una nueva etapa en la descomposición del sistema internacional de los derechos humanos: las normas privadas desplazan a los derechos humanos, protegiendo la «seguridad jurídica» de unos pocos frente a los intereses de la mayor parte de la población.

En ese contexto, frente a la hegemonía del proyecto neoliberal, desde los movimientos sociales y las comunidades en resistencia nos enfrentamos al reto de diseñar nuevas formas de participación para todas aquellas personas que viven en los márgenes del modelo político y económico. Lo que requiere, para empezar, reconstruir la democracia y los derechos humanos desde abajo y para las de abajo.

Conflicto y alternativas

«El capitalismo de los últimos treinta años, y muy en particular el español, ha estado dominado por el lumpenempresariado», afirma César Rendueles: «Personas y empresas que han amasado gigantescas fortunas estafando, saqueando los recursos públicos, utilizando toda clase de ayudas y privilegios de la clase política». Son esos supermillonarios que concentran en sus cuentas en paraísos fiscales los beneficios empresariales mientras demandan austeridad a sus conciudadanos y exigen el pago de las deudas ilegítimas a las administraciones públicas. Son esos inversores que antes engordaron sus fortunas con sus acciones en constructoras y petroleras y ahora hacen negocio con los alquileres y la turistización de las grandes ciudades. Son esos ejecutivos que, a la vez que los trabajadores con rentas más bajas no han dejado de ver cómo se depreciaban sus salarios, han incrementado sus retribuciones un 63% en los últimos años. Son esos políticos que tienen un asiento asegurado en los consejos de administración de las compañías del Ibex-35 cuando decidan retirarse de la vida pública y quieran pasar a recoger los frutos del trabajo que previamente han hecho desde los gobiernos.

Y todos ellos, naturalmente, no van a renunciar a sus privilegios así como así. Tampoco parece que una gestión institucional que se reclame de «orden y responsabilidad» vaya a servir mucho para avanzar de manera efectiva en una transformación estructural de las relaciones de poder. Como puede verse en el caso paradigmático de Madrid, que sin duda va a marcar la línea a seguir al resto de «gobiernos del cambio», una gestión de los recursos públicos que ha llevado a que el consistorio amortice deuda, aumente las inversiones sociales y aun así tenga superávit no ha sido suficiente para contentar a «los mercados». Si se trataba de poner sobre la mesa alternativas concretas y políticamente viables, eso estaba hecho: sobre la Operación Chamartín, el propio ayuntamiento presentó en 2016 la contrapropuesta Madrid Puerta Norte, en la cual rebajaba la edificabilidad y el número de viviendas a construir en el proyecto; sobre el Plan Económico Financiero, las posibilidades de prorrogar los presupuestos otro año para mientras tanto continuar con los recursos judiciales estaban abiertas. Pero ambas vías, al final, se desestimaron. Porque lo que estaba en discusión no era qué interpretación técnico-jurídica se ajustaba más a la norma, sino cómo se cercenaban políticamente las posibilidades de efectuar transformaciones sociales que pudieran alterar la actual correlación de fuerzas.

Arrancar privilegios a las élites dominantes, conseguir frenar y revertir las desigualdades y la destrucción de los ecosistemas, avanzar hacia una redistribución justa de la riqueza… son objetivos que van a requerir de una dura confrontación por parte de la ciudadanía organizada. Y para sostener ese conflicto, seguramente no queda otra que trabajar para a medio y largo plazo lograr la acumulación de fuerzas y el apoyo popular necesarios, tanto dentro como fuera de los «gobiernos del cambio». Enfrentarse a la fortaleza de la lex mercatoria y al poder de las empresas transnacionales no es algo sencillo. Pero si existe alguna posibilidad de llevar a cabo cambios que mejoren realmente la vida de las personas más desfavorecidas, que sirvan para convivir en paz con el planeta y que apuesten por una transformación radical de nuestro modelo socioeconómico, eso pasa, de una u otra manera, por el camino de la confrontación. Y en él nos seguiremos encontrando.

Pedro Ramiro y Erika González son investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.

Fuente: http://omal.info/spip.php?article8575