La buena música se esconde espantada -o la esconden- ante los programas televisivos de consumo fácil que presentan a niños con falsos talentos musicales. El ‘sistema’ está diseñado para estos chavales, descaradamente inútiles en comparación con unos cuantos centenares de genios que ha dado y da la música y a los que estos chicos no […]
La buena música se esconde espantada -o la esconden- ante los programas televisivos de consumo fácil que presentan a niños con falsos talentos musicales. El ‘sistema’ está diseñado para estos chavales, descaradamente inútiles en comparación con unos cuantos centenares de genios que ha dado y da la música y a los que estos chicos no se han preocupado de conocer. Si en uno de estos programas se abre el telón y aparecen unos tipos de apellido Brel, Veloso, Morrison (Van o Jim), Vaughan, McRae, Monte, Redding, Joplin, Bowie o Gaye, entre otros; pues dirán que se aburren. La mejor música no tiene por qué ser la más escuchada y, mucho menos, la más anunciada.
Lo dicho en el párrafo anterior sobre la música reúne cierto consenso general, pero no sucede igual con los libros, como si la calidad de los mismos hubiera de medirse por la editorial que lo comercializa, las cifras de ventas o los premios de aparente consenso. Acaso no hubiera por medio marketing, intereses empresariales o salarios a la fidelidad política. Pierda el miedo, lector, y no mida la talla a un libro por la insistencia de su promoción o la fuerza del editor. Sobre todo cuando el autor pincha en nervio.
Sucede -dicho esto- que una editorial pequeña, Los libros del lince, acaba de publicar un libro grande del periodista Joe Bageant, un izquierdista a ultranza que vive en una villa mediana (como la mayoría de los estadounidenses) del ultraconservador estado de Virginia. El autor se hizo famoso hace unos pocos años por sus artículos en Internet, donde es leído por millones de personas en los países anglófonos y, más recientemente, en Francia. Es una obra llena de realismo áspero y de amargura personal sobre la decadencia del modelo de sociedad estadounidense, sobre esa inmensa mayoría empujada al canibalismo que no aparece en las películas o en las series que llegan a Europa. Son el tipo de personas del montón que hace unas décadas malvivían en las páginas de algunas novelas magistrales de Mailer (‘La canción del verdugo’, ‘Los desnudos y los muertos’) o protagonizaban el reportaje sobre hechos reales ‘A sangre fría’, de Truman Capote. En todos estos casos citados, los relatos describen a sus protagonistas, del bando que sean, como víctimas de una marginación social o una situación bélica que les sobrepasa y que, en cierto modo, explica o incluso determina y justifica los medios brutales que emplean para sobrevivir (canibalismo a la fuerza, del mismo modo que hay personas empujadas a la lucha armada). La compasión de Mailer y Capote es literaria, pero es humana en el libro de Bageant, y trasladada al campo electoral de su país. En resumen: cómo no van a tener votos los republicanos si los demócratas están aburguesados y distantes del mundo real, lo desprecian. Supongo, lector de España, que esta reflexión le suena muy próxima, como veremos más adelante (1).
Lo que hay que hacer para ser de izquierdas es serlo; no basta con decirlo y hacer lo contrario de lo que se dice, viene a decir Bageant en plena consonancia con las últimas críticas de Zinn, Chomsky, Moore (2), Petras… y toda esa estirpe de intelectuales luchadores y populares de EEUU que no da la izquierda española de hoy. Ya sé, lector, que este es un libro escrito por un tipo al que España le importa un pimiento, pero el leerlo yo estoy viendo a Zapatero, a Fernández de la Vega o a José María Fidalgo presentándose como progresistas mientras recortan derechos, aplauden las maniobras de una multinacional española en un país que no se puede defender, se reúnen con José María Aznar en la Fundación Faes o entregan el dinero de nuestros impuestos a los mismos banqueros que han creado y se han forrado con la parte financiera de la crisis económica. Me he preguntado siempre -y creo que me explico bien- si alguien conoce a un mileurista o a un obrero de a pie que lea El País y que no se sienta más identificado -o más apreciado y atendido- por periódicos que no tienen complejos en definirse de derechas y sirven sin tapujos a los mismos principios empresariales que Prisa.
Para empezar, ‘Crónicas de la América profunda’ echa por tierra el mito del poder blanco. Mejor dicho: echa por tierra el mito de la pobreza como una exclusiva de las minorías, tan segregadas en aquel país. El poder en el Estados Unidos de hoy es del dinero puro y duro, venga de los petrodólares o de las inversiones chinas en fondos norteamericanos. El blanco que no tiene dinero es un desgraciado más. En contra de la opinión extendida entre los europeos, hay un EEUU de millones de trabajadores blancos y pobres metidos en suburbios y condados miserables que es el grupo social que más crece, a marchas forzadas. Aunque las culturas minoritarias (latinos, negros, asiáticos…) crezcan en población, la mayoría blanca es la que más crece en proporción de pobres y de trabajadores pobres (los llamados poor workers, personas que tienen uno o más empleos pero cuyo salario no alcanza para cubrir los servicios básicos de salud, vivienda o comida). Este comentario sobre el color de piel es obligado porque en Europa, una parte de la derecha y de los ‘progres’ acostumbran a poner al país norteamericano como ejemplo de buena gestión de su mercado laboral («allí no hay paro», dicen sin rubor por el salario mínimo de allí) y consideran a las minorías como elementos anecdóticos en la economía nacional «que no quieren trabajar». Pues no; hay precariedad extrema para todos y todas. La igualdad ha llegado, ‘por fin’, a los trabajadores pobres de aquel país (3).
Pues no; hay precariedad extrema para todos y todas. La igualdad ha llegado, ‘por fin’, a los trabajadores pobres de aquel país. Socialista confeso en un entorno que sataniza esta palabra, Bageant explica enrabietado cómo es posible que este arquetipo de familias que trabajan hasta la extenuación, carecen de seguros médicos y se encomiendan a un dios y a las armas acaben votando invariablemente al Partido Republicano y entregando con orgullo las vidas de sus hijos para campañas militares del imperio. Es lógico, afirma el autor, pues los republicanos los usan pero por lo menos se dirigen a ellos para pedirles el voto, les miran a la cara aunque sea con distancia, mientras los demócratas se pasean por barrios de intelectuales discutiendo sobre arte y temas de segunda fila como la libertad sexual, la contaminación o la despenalización del consumo de algunas drogas (4). No me malinterpreten, pero es que esos son temas de segunda fila comparados con los millones de estadounidenses que no tienen asistencia sanitaria (¿le cabe en la cabeza a un europeo?), que tienen pánico a formar un sindicato, que son desahuciados por el alguacil por un impago sin tiempo a preparar la mudanza o que no pueden dar educación universitaria a sus hijos. Supongo que, salvando las distancias, esto también nos recuerda la situación creciente de muchos españoles con el agua al cuello aunque con un médico para contar sus desgracias. Los republicanos son lo que tienen más a mano, viene a concluir Bageant en su descarnado y durísimo retrato, porque los liberales del Partido Demócrata están tan ensimismados y desorientados que sólo se identifican con una acomodada y minoritaria clase media urbana, propia de una película de Woody Allen.
Sin pretenderlo, el libro se antoja un vivo espejo de la España que se asoma. Los allí llamados poor workers es lo que en España llamamos precarios extremos, un escalón por debajo del mileurista. Son miles de personas que viven cada angustioso día como el último para comer o pagar la infravivienda. El PSOE -y, hay que decirlo, una parte acomodada de los que están a su izquierda- vive ensimismado en su progresía y sus asesores de diseño sin programa ético, desconectados de un mundo real formado por una marea humana a la que ni siquiera miran porque piensan -algunos están convencidos- que no existe nadie por debajo de su nivel de bienestar. Ese narcisismo les confiere una mezcla de falsa superioridad moral y, a la vez, complejo de víctimas de diván ante una derecha que sólo vive un poquito mejor que ellos.
‘Crónicas de la América profunda’ está narrada con gran crudeza en los hechos y con exagerada rudeza literaria («Las palabrotas son para nosotros una forma de puntuación, como deben haber notado ya los lectores«, advierte Bageant), sin duda para reivindicar su origen y orgullo del obrero de Winchester que al final pudo estudiar frente a la pedantería sin fondo de los que estudiaron sin haber trabajado alguna vez con sus propias manos. Es que el libro es, sobre todo, una reivindicación de clase, de la clase obrera sin complejos (en España somos muy finos y muy pocos se tienen por obreros) a la que el autor, aunque su vida haya mejorado, sigue llamando «mi gente» (5).
Los dos aspectos más destacables para un lector español de Crónicas de la América profunda son, de entrada, la denuncia de la traición de la izquierda más acomodada y, en segundo plano, una descripción casi visionaria de cómo va a suceder la crisis que finalmente ha sucedido (6). Si un periodista que se proclama cervecero y gordinflón como Bageant puede vaticinar punto por punto la debacle hipotecaria, hay que concluir que la Casa Blanca está dirigida por personas muy inútiles o muy mentirosas. Aunque lo más lógico es pensar lo segundo, yo personalmente soy de los piensan que se puede llegar a lo más alto siendo una persona muy limitada pero con un rumbo fijo (o fijado por otros). La narración de las maneras que emplea el sistema para seducir a familias trabajadoras a endeudarse hasta límites insoportables es memorable.
Pero no hay que dejarse llevar por la apariencia. Tras esa brutalidad en los modos de escribir se esconde un tipo muy sensible, inteligente y, sobre todo, compasivo. Porque hay que ser generoso y compasivo para rechazar la imagen canalla que Europa -la Europa de Obama como mesías- vende de los votantes de Bush y McCain. Bageant, pese a estar rodeado de los efectos trágicos de la política republicana, sigue pensando que la mayoría de esos votantes que le odian por ser socialista son buena gente, buenos trabajadores que han sido llevados a una situación límite de miedo, competitividad e ignorancia. La capacidad de análisis de Bageant es brillante por haber sido capaz de sobreponerse al entorno en el que se crió, tomar distancia y evitar culpar a las víctimas. Pese a esconderse tras la continua jerga tabernaria, es de esos autores a los que se les nota que sufren de verdad. No pretende escribir un libro para crear una obra sino para aliviar y compartir su rabia cuando narra las historias de gente pequeña, de una vieja desahuciada que saca unos dólares cantando en un barucho de baja estofa ayudada de una bombona de oxígeno, de aquel que no puede ni pagar los impuestos por el suelo que ocupa su caravana o un pobre diablo que exprime a todo bicho viviente como agente inmobiliario. Pese a la rabia y a la soledad del buen visionario no carga contra el último eslabón, que son los fachas que le amargan la vida en su entorno inmediato. Los disculpa y hasta los justifica compasivamente (mejor dicho: solidariamente, porque él piensa que podría haber actuado igual si no hubiera salido a estudiar y ver mundo) pero destroza a los de arriba.
El libro tiene otros capítulos muy interesantes sobre las armas (las considera un elemento más de su cultura, pese a las estadísticas sobre su mal uso), el sistema sanitario (7), la religión o la televisión, pero como esta no es una reseña objetiva o de encargo he de insistir en los paralelismos con una parte de la sociedad española, con la deriva de la autoproclamada izquierda de hoy, que ni siquiera ha sabido aprovechar políticamente el cuestionamiento del capitalismo (por parte de algunos medios capitalistas) para hacer propuestas mínimamente dignas. Dos décadas reinventando la izquierda para acomodarla y someterla al capitalismo y ahora resulta que tenían razón aquellos compañeros a los que fueron dejando en la cuneta. Bageant, decía antes, se remonta a un período histórico iniciado a mediados del siglo XX en Estados Unidos al que da el nombre de «décadas de los gánsteres capitalistas», con la criminalización del sindicalismo y el creciente abuso de las empresas. El autor sostiene que la propia sociedad fue interiorizando el pensamiento de estos poderosos. Hay un paralelismo cronológico entre esa etapa y los cuarenta años de economía franquista, sindicatos verticales y asimilación de complejos en la sociedad española. Se repite la máxima de que la ideología de los poderosos acaba siendo asumida como propia por las propias víctimas, la sociedad a la que controlan. En España, el PSOE y una parte de la izquierda priorizan determinadas leyes sociales -consumo de drogas, sexualidad, aborto- y las ofrecen al público/votante como un regalo (cuando son normas que caen de cajón; se aprueban y punto, como debería sentenciarse sobre la Iglesia o lo monárquico) mientras se apartan de los verdaderos problemas de la gente. La economía, de entrada, es una ciencia social que debe regularse con intereses sociales y no al revés. Hay una cantidad importante de trabajadores que viven en condiciones muy duras y que acaban mosqueándose de que sus políticos sólo hablen de sexo, porros y células madre, que está muy bien -es indiscutible- pero cuando tienes un nivel de vida digno.
Notas:
(1): Escribe Bageant: «Ya sean republicanos o demócratas, los miembros de las clases adineradas de las ciudades y las zonas suburbanas comprenden que les conviene estar del lado de las grandes corporaciones». Pero los demócratas, advierte el periodista, «apoyan a ‘nuestras tropas’, cómo no, aunque créanme que lo tendrán difícil si pretenden encontrar a un solo demócrata que haya servido en el ejército o que esté dispuesto a permitir que uno de sus hijos vaya a Irak y corra el riesgo de perder un brazo o un ojo». Por supuesto, Bageant deja constancia de su absoluto rechazo a las campañas militares de su país.
(2) Los pueblos tienden a buscar cierto equilibrio en sus líderes antagonistas. Puesto que ‘somos’ por oposición a algo, cuánto más notables son tiranos, más audaces son los proscritos que se enfrentan a ellos, incluso con el pensamiento (España está instalada en cierta medianía, diríamos). A pesar de ser bastante cargante con sus chistes fáciles para enganchar al público, los libros de Michael Moore están llenos de información interesante. Acaba de publicar ‘Mike for president’ (Editorial Temas de hoy) que, pese a su tono jocoso, ofrece más información sobre el funcionamiento del sistema político estadounidense que todo lo publicado en los periódicos españoles de gran tirada durante el último año. Un simple ejemplo: comenta lo absurdo de convocar las elecciones un martes laborable de noviembre -en un país en el que no se concede tiempo en las empresas para ir a votar- teniendo en cuenta que esta norma se estableció hace más de cien años precisamente para facilitar la asistencia a las urnas, pues coincidía con el tiempo libre posterior a la cosecha.
(3) La descripción que hace Barbara Ehrenreich de los precarios estadounidenses es aterradora. Su libro (Por cuatro duros; Editorial RBA) es una obra imprescindible para interiorizar el día a día de los trabajadores pobres, su vida al límite, su renuncia progresiva a pagarse un médico para poder llegar a fin de mes, su deterioro de salud. Y es que los pobres acaban siendo -y no es broma- más feos que los ricos, porque un día renuncian a arreglar un diente, otro día no pueden costearse una crema para unos granos y al siguiente deforman el gesto de su boca por haber soportado en pie unas fiebres para las que en Europa habrían pedido una baja laboral. Pero eso no es problema para el buen creyente: un pasaje memorable del libro de Bageant repite un diálogo de un pastor a las mujeres de su grey y les recuerda condescendientemente que «muchas de las mujeres de esta comunidad tenéis que estar agradecidas porque no haya mujeres feas a los ojos de Dios» (pág. 175).
(4) La izquierda mayoritaria española y europea se ha inventado grandes debates sobre estos temas de sexualidad, fumar canutos y ligeros matices con la Iglesia para poder ofrecer al público una ligera diferencia con la derecha, pues es difícil encontrarla en otros campos del gobierno como la fiscalidad progresiva, el control de la especulación inmobiliaria y financiera o los servicios públicos. En todo esto son iguales, por eso hay que inventar diferencias y llevarlas a la exageración. Como si el Madrid y el Barça fueran tan distintos para un ciclista.
Las cosas se dan por caridad o por solidaridad. La izquierda está obligada a la solidaridad y la derecha a veces tiene gestos encomiables de caridad. Los progres, en medio de ambos, se aferran a su nivel de vida convencidos de que han de ser generosos con su sola presencia y sus teorías entregadas a la humanidad. Lo inmoral es que los que están por debajo de ellos acaban viviendo de la caridad, que es un gesto de derechas pero que acaba conmoviéndose por alguien en una posición inferior.
(5) Es muy refrescante encontrarse con alguien como el rudo Bageant para un periodista como yo, que durante varios años de mi juventud me gané la vida cargando cajas de merluza del Índico y calamar de Malvinas como estibador portuario, con una carretilla o ‘especializado’ en tirar casas con una maza. Afortunadamente, a pesar de cierto refinamiento posterior y de hacerme un hueco respetable en esta profesión de trepas, esto nunca se olvida, te da más humanidad y, además, una sensibilidad especial para detectar y aborrecer a los progres, que hacen lo que esté en sus manos para no tener aspecto ni ‘cultura’ de obrero. Sucede algo parecido a algunos urbanitas de nuevo cuño que esconden que sus abuelos eran unos campesinos, a pesar de que sacaron suficientes patatas del campo para llevar a sus nietos a la ciudad (suponiendo que la ciudad sea mejor).
(6). La deslocalización a China y Méjico ha propiciado que las empresas que quedan en el país se froten las manos, porque tienen margen para bajar los salarios a su antojo ante una masa de millones de trabajadores que han quedado en el paro. Sobre la crisis hipotecaria, recuerda que «cuando se acabe el boom, cuando la venta de hipotecas ya no tenga en qué apoyarse, quedará por pagar una deuda del copón… Está claro que cuando se acabe el chollo este país va a ser un infierno». El sistema, dice Bageant, ya sabe que las familias reventarán a medio plazo y se producirá el inevitable desahucio. Y en EEUU los desahucios van en serio, son inmediatos y por la fuerza.
(7). Bageant refresca un estudio de la Universidad de Harvard de 2005 que revela que más de la mitad de las quiebras familiares que se producen en el país se debe a deudas para pagar las facturas de salud. En Estados Unidos, cada treinta segundos alguien se declara en bancarrota por un problema de salud grave que no puede pagar. Lo más grave de todos estos datos tan difíciles de asimilar para un europeo es que el 68 por ciento de esas quiebras le suceden a personas que sí tenían suscrito algún tipo de seguro, que pocas veces cubre todas las incidencias. Esta desigualdad de oportunidades para acceder a un mínimo de salud universal -esta es una opinión mía- es suficiente para cuestionar y deslegitimar un sistema político. El autor cuenta casos reales de hijos que tuvieron que acusar a sus padres de demencia para poder colocarlos en residencias que atendieran otras enfermedades que el seguro no habría aceptado como motivo de admisión. Los viejos son medicados como enfermos mentales en un siquiátrico pero al menos comen y les cambian los pañales.