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Los costes masivos e invisibles de las guerras estadounidenses posteriores al 11-S

Fuentes: CounterPunch - Imagen: Cabo Brian L. Wickliffe, del Cuerpo de Marines EE UU. (dominio público)

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

“Salí del Cuerpo de Marines y, en pocos años, quince de mis colegas se habían suicidado”, me dijo recientemente un soldado veterano que había servido en dos misiones en Afganistán e Iraq entre 2003 y 2011. “Un minuto antes pertenecían al cuerpo y al siguiente estaban fuera y ya no podían encajar en parte alguna. No tenían trabajo, nadie se relacionaba con ellos. Y padecían esos síntomas postraumáticos que les hacían reaccionar de forma diferente al resto de estadounidenses”.

El comentario de este veterano puede parecerle sorprendente a muchos estadounidenses que vieron cómo las guerras de este país posteriores al 11-S en Afganistán, Iraq y otros lugares se desarrollaban en una exhibición temprana de ataques aéreos pirotécnicos y líneas de tropas y tanques que se movían a través de paisajes desérticos, pero después dejaron prácticamente de prestar atención. Como cofundadora del Proyecto Costs of War de la Universidad Brown, así como cónyuge de militar que ha escrito y vivido de una manera razonablemente cercana y personal en medio de los costes de casi dos décadas de guerra en el Gran Oriente Medio y África, no me sorprendieron los comentarios de ese conocido mío de los marines.

Bien al contrario. Con todos los términos amargos a los que estoy acostumbrada, solo confirmaron lo que ya sabía: que la mayor parte del sufrimiento de la guerra no sobreviene en el momento del combate en medio de las balas, bombas y artefactos explosivos improvisados ​​cada vez más sofisticados de los campos de batalla extranjeros de EE. UU. La mayor parte de ese sufrimiento, ya sea el de los soldados o el de los civiles, sobreviene indirectamente debido a las formas en que la guerra destruye las mentes de las personas, el desgaste de sus cuerpos y lo que hace con los delicados sistemas que sustentan el funcionamiento de la sociedad como hospitales, carreteras, escuelas y, sobre todo, familias y comunidades que deben sobrevivir en medio de tanta pérdida.

Muertes en el combate: la punta del iceberg

Una tarea importante del Proyecto Costs of War ha sido documentar el número de muertos entre las tropas estadounidenses de uniforme de nuestras guerras posteriores al 11-S, especialmente en Afganistán e Iraq. En comparación con las 400.000 muertes estadounidenses (y suma y sigue) por la covid-19 en menos de un año, las aproximadamente 7.000 muertes de militares estadounidenses de esas guerras durante casi dos décadas parecen, en todo caso, realmente pequeñas (aunque, por supuesto, ese total no incluye a los miles de contratistas militares que también lucharon y murieron en el lado estadounidense). Incluso para mí, como activista y también psicoterapeuta que atestigua el sufrimiento humano de forma bastante regular, es bastante fácil volverme insensible a las palabras “más de 7.000”, ya que mi vida no se ha visto amenazada por los combates diarios.

En efecto, 7.000 es un número pequeño comparado no solo con las muertes de la covid-19 aquí, sino con las 335.000 muertes de civiles perpetradas en nuestras zonas de guerra desde 2001. Ni siquiera está a la altura de las 110.000 (y suma y sigue) de iraquíes, afganos, y otros soldados y policías aliados muertos en nuestras guerras. Sin embargo, 7.000 no es un número tan pequeño cuando piensas en lo que significa la pérdida de una vida en combate para el círculo más amplio de seres en la comunidad de esa persona.

Centrarnos solo en el número de muertes estadounidenses en combate ignora dos cuestiones clave. Primero, cada muerte en combate en Iraq y Afganistán tiene un efecto dominó aquí en casa. Como esposa de un oficial de submarino que ha completado cuatro viajes por mar y que, como miembro del personal del Pentágono, ha tenido que lidiar con la carnicería de la guerra a fondo, he estado íntimamente involucrada en numerosas comunidades que lamentan las muertes militares y las heridas sufridas años después de haber enterrado sus cuerpos. Los padres, cónyuges, hijos, hermanos y amigos de los soldados que han muerto en combate viven con la culpa, la depresión, la ansiedad y, a veces, la adicción al alcohol o a las drogas del que ha sobrevivido.

Las familias, muchas de ellas con niños pequeños, tienen dificultades para pagar el alquiler, comprar alimentos o cubrir las primas y los copagos de atención médica después de perder a la persona que a menudo era la única fuente de ingresos familiares. Las comunidades han perdido trabajadores, voluntarios y vecinos en un momento de malestar y enfermedades masivas, justo cuando más necesitamos a quienes puedan soportar una presión intensa, resolver problemas y trabajar a través de las líneas de clase, partido y raza, en otras palabras, nuestros soldados. (Y sí, aunque el asalto al Capitolio a principios de este mes incluyó militares veteranos, no tengo ninguna duda de que la mayoría de las tropas y los veteranos de EE. UU. preferirían que les dispararan antes de involucrarse en tal pesadilla).

En segundo lugar, como sugiere el testimonio del exmarine que entrevisté, muchas personas sufren y mueren mucho después de que terminen las batallas en las que lucharon. Los científicos sociales todavía saben muy poco sobre la magnitud de las muertes a causa de las batallas de la guerra. Sin embargo, un estudio de 2008 del Secretariado de la Declaración de Ginebra estimó que las muertes indirectas por la guerra son al menos cuatro veces más altas que las muertes sufridas en combate.

En el Proyecto Costs of War comenzamos a examinar los efectos de la guerra en la salud y la mortalidad humanas, particularmente en las zonas de las guerras de EE. UU. Allí, la gente muere al dar a luz porque han sido destruidos los hospitales o clínicas. Mueren porque ya no hay médicos ni el equipo necesario para detectar el cáncer lo suficientemente temprano o incluso problemas más comunes, como infecciones. Mueren porque las carreteras han sido bombardeadas o porque no es seguro viajar por ellas. Mueren de desnutrición porque las granjas, las fábricas y la infraestructura para transportar alimentos se han reducido a escombros. Mueren porque las únicas cosas disponibles y asequibles para anestesiarlos del dolor físico y emocional pueden ser los opioides, el alcohol u otras sustancias peligrosas. Mueren porque los trabajadores de la salud que podrían haberlos tratado, o inmunizado contra enfermedades obsoletas, como la poliomielitis, han sido intimidados para que no hagan su trabajo. Y, por supuesto, como es evidente por nuestras propias tasas de suicidio de militares, que se han desbocado, mueren por sus propias manos.

Es muy difícil contar todas esas muertes, pero como terapeuta que trabaja con familias de militares estadounidenses y personas que han emigrado de docenas de países a menudo devastados por la guerra en todo el mundo, los mecanismos por los cuales la guerra crea muerte indirecta me parecen demasiado claros: descubres que cuando llega la posguerra no puedes dormir, y mucho menos superar cada día sin que los escombros en la carretera, una mirada extraña de alguien o un ruido fuerte inesperado en el exterior te provoque terror.

Si las hormonas del estrés que recorren tu cuerpo no causan sus propios estragos en forma de enfermedades crónicas dolorosas como la fibromialgia o enfermedades mentales como la depresión y la ansiedad, entonces los métodos que utilizas para sobrellevarlo, como comer en exceso, conducir imprudentemente o el abuso de sustancias sí podrían causar esos estragos y de forma notoria. Si usted es un niño o el cónyuge de alguien que ha vivido durante repetidos despliegues en las guerras del siglo XXI de EE. UU., hay una gran posibilidad de que sea objeto de violencia física por parte de alguien que carece de las herramientas y control para actuar pacíficamente. No contamos, ni siquiera describimos, tales lesiones y las muertes que a veces pueden resultar de ellas, pero tenemos que encontrar la manera.

Un enorme agujero en nuestros conocimientos

Mis colegas y yo hemos comenzado a examinar los costes indirectos de la guerra a través de entrevistas con personas que han sido testigos de la guerra o la han vivido, al igual que el gobierno de EE. UU. a través de su limitada colección de estadísticas. Por ejemplo, en 2018, unos 18 militares estadounidenses en servicio activo o veteranos murieron por suicidio cada día. (Sí, a diario). Pero todo lo que realmente sabemos hasta ahora es esto: las muertes autoinfligidas por violencia, accidentes automovilísticos, abuso de sustancias y estrés crónico que se remontan a las guerras posteriores al 11-S de este país son problemas que asolan a las comunidades militares, y no existían en esta magnitud antes de que Washington decidiera responder a los ataques del 11-S invadiendo Afganistán y luego Iraq.

Sin embargo, tenemos muy poca información sobre el alcance y la naturaleza de tales problemas. Pero les diré lo que sé con certeza: las únicas instituciones consistentes y cohesivas que apoyan a las tropas en casa que han retornado de las zonas de batalla de EE. UU. son las “familias”, formales e informales, de los miembros del servicio y las comunidades en las que viven, no solo sus cónyuges e hijos, sino también familiares lejanos, vecinos y amigos. Cuando se trata de estructuras de apoyo más formales (hospitales de Asuntos de Veteranos y clínicas para pacientes ambulatorios, proveedores que aceptan seguros militares, pequeñas organizaciones sin fines de lucro que brindan apoyo recreativo y de otro tipo, etc.), son sencillamente insuficientes.

Es de común conocimiento en mi comunidad que los procesos de derivación y los tiempos de espera para recibir dicha ayuda suelen ser largos y estresantes. Si es un veterano que busca ayuda, es probable que tenga que cambiar de médico más de una vez al año, en lugar de obtener la continuidad de la atención que podría necesitar para tratar traumas físicos y emocionales complejos. Mientras tanto, el cuidado a los niños y otro tipo de atención de apoyo que podrían ayudar a controlar la negligencia y el maltrato son ridículamente escasos.

Como esposa de clase media alta de un oficial en una familia que disfruta del beneficio de los ingresos dobles, todavía puedo ofrecer ejemplos de mi propia vida y comunidad que deberían plantear preguntas sobre cómo alguien con menos recursos y que ya se encuentra bajo el consiguiente estrés puede sobrevivir a múltiples “misiones” por las zonas de batalla de EE. UU. Mi esposo y yo tuvimos que sacar años de ahorros para la jubilación de nuestra cuenta bancaria para poder pagarme un tratamiento prenatal que me salvó la vida y que el seguro militar no iba a financiar (aunque de hecho estaría cubierto más adelante), un problema que podría haberse evitado si los representantes de servicio al cliente del programa médico y de salud del Departamento de Defensa, Tricare, hubieran recibido los fondos y la capacitación necesarios.

La esposa de un oficial que conocemos, cuyo hijo padece autismo, tuvo que pasar meses redactando cartas y afrontando gastos de abogacía para que ese niño pudiera recibir atención, así como para su otro hijo pequeño, cuando intentaba solicitar trabajo y viajar a sus propias citas médicas durante los múltiples despliegues de su esposo. (Tricare solo financiaba el cuidado de un niño). Los miembros en servicio activo y veteranos que conozco beben y consumen drogas con regularidad cada noche para calmar sus ansiedades y síntomas de estrés postraumático lo suficiente para poder sentarse a cenar en familia, mirar nuestras noticias, que son cada vez más angustiosas, o dormir unas pocas horas.

Muchos temen buscar tratamiento de salud mental debido a la amenaza real que se vive en el ejército: la exposición por esa búsqueda acabará en una degradación profesional. Vivimos en una era en la que muchas cosas dependen de una seguridad competente y confiable para poder protegernos de la doble amenaza de una pandemia mortal y del terrorismo interno y, sin embargo, nuestras fuerzas de seguridad a menudo llevan vidas que son realmente problemáticas. El número de víctimas en esas vidas -lo que podría considerarse como muertes indirectas del combate-, los dos millones de miembros del servicio que han luchado en “nuestras” guerras y a las que no hemos dado la bienvenida a casa ni atendido adecuadamente, deberían constituirse en foco de nuestra atención, pero, sin embargo, pasan desapercibidas.

Un proyecto de ley de defensa que defiende bien poco

Con tales costes humanos de la guerra en mente, me sorprende que el único proyecto de ley bipartidista aprobado por el Congreso sobre un veto presidencial en los años de Trump fuera el reciente proyecto de ley de “defensa” de 740.000 millones de dólares, una financiación monumental. Incluye gastos para producir aún más armas, así como aumentos salariales, entre otras medidas destinadas a reforzar el poder de combate de nuestras tropas en servicio activo (después de más de 19 años de guerras infructuosas en el extranjero).

Sin embargo, lo más sorprendente para mí, en medio de su apoyo masivo al complejo militar-industrial, es lo poco que ese proyecto de ley hace para expandir el apoyo social a las familias de militares. De hecho, hay un modesto aumento en la asistencia de guardería para miembros de la familia de las tropas con discapacidades, así como límites al aumento de copagos para aquellos que utilizan su seguro militar en sus comunidades. No obstante, brillan por su ausencia cambios estructurales clave como protecciones para los soldados que buscan atención médica mental, programas de capacitación laboral más sólidos para aquellos que desean hacer la transición a la fuerza laboral civil, una mayor responsabilidad para Tricare a la hora de brindar información precisa sobre los servicios disponibles en la comunidad y ampliación del apoyo a las familias militares en el cuidado de los niños.

De hecho, lo más notable de la existencia misma de ese proyecto de ley es cómo los líderes de ambos partidos políticos siguen financiando los gastos de guerra por encima de todo, especialmente si tenemos en cuenta que nuestras guerras extranjeras de este siglo han logrado poco de valor discernible más allá de crear un desastre que tal vez nunca pueda enmendarse. Para mí, lo que ese proyecto de ley realmente representó fueron los costos masivos e invisibles de las guerras estadounidenses posteriores al 11-S dentro del país y en el extranjero.

Parece que a los estadounidenses todavía nos importa más hacer la guerra en tierras lejanas que proteger a nuestra propia gente aquí mismo en casa. Las muertes indirectas por nuestros conflictos son una realidad, aunque se perciban poco. ¿No es hora ya de comenzar a tejer una red de seguridad genuina, permitiendo que los estadounidenses vulnerables que lucharon en esas mismas guerras reciban un mejor apoyo para que, si bien ya no cometen más actos de violencia sin sentido contra otros, tampoco los perpetren contra sí mismos?

Andrea Mazzarino es cofundadora del Costs of War Project de la Universidad Brown. Es una activista y trabajadora social interesada en los impactos de la guerra en la salud. Ha ocupado varios puestos en el ámbito clínico, de la investigación y de la defensa.  Es coeditora del nuevo libro War and Health: The Medical Consequences of the Wars in Iraq and Afghanistan.

Fuente:

https://www.counterpunch.org/2021/01/25/indirect-deaths-the-massive-and-unseen-costs-of-americas-post-9-11-wars/

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la traducción.