El lunes, el «New York Times» desveló un nuevo escándalo sexual en Estados Unidos. En esta ocasión, el protagonista es el demócrata Eliot Spitzer, que en su carrera política siempre exigió «rectitud». Tras saberse que en los últimos diez años se ha gastado 80.000 dólares en pagar los servicios de prostitutas, el ex fiscal general […]
El lunes, el «New York Times» desveló un nuevo escándalo sexual en Estados Unidos. En esta ocasión, el protagonista es el demócrata Eliot Spitzer, que en su carrera política siempre exigió «rectitud». Tras saberse que en los últimos diez años se ha gastado 80.000 dólares en pagar los servicios de prostitutas, el ex fiscal general del Estado ha tenido que presentar su dimisión como gobernador de Nueva York.
Este nuevo escándalo sexual es el último de una larga lista en la vida política de Estados Unidos, donde la vida privada de los dirigentes políticos se examina con lupa. Bill Clinton estuvo a punto de perder la Presidencia en 1998 por su relación con la becaria de la Casa Blanca Mónica Lewinsky; el candidato favorito del Partido Demócrata a la investidura Gary Hart tuvo que retirarse de la carrera presidencial por una relación extraconyugal, y decenas de parlamentarios, gobernadores y jefes de empresa de Estados Unidos han caído por razones similares.
Impregnados por los valores del puritanismo, los estadounidenses exigen a sus políticos que sean irreprochables en su vida privada. «La opinión pública espera de sus funcionarios elevadas normas morales y, si no las tienen, quieren que rindan cuentas», explica a AFP Costas Panagopoulos, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Fordham de Nueva York.
En estas tres últimas décadas, se han contabilizado unos cincuenta escándalos sexuales. El gabinete de asesores Challenger, con base en Chicago, enumeró hasta 60 jefes de empresas contratadas que debieron presentar su dimisión por razones vinculadas a su vida privada. La revelación de la vinculación de Eliot Spitzer con una red de prostitución de lujo ha desencadenado una ola de indignación en todo el país. El gobernador demócrata intentó obte- ner el perdón de la ciudadanía recurriendo a una táctica muy habitual en estos casos; mostrar en público su arrepentimiento.
Acompañado de su esposa y madre de sus tres hijas, «el cliente número 9» del «Emperor´s club Vip», compareció en directo ante las cámaras de televisión para pedir «perdón» a su familia y al Estado.
Una investigación del FBI
Pero la fórmula que había funcionado con Clinton y con otros protagonistas de escándalos parecidos, no funcionó esta vez y dos días después dimitió.
El FBI comenzó a investigar y registrar las conversaciones privadas del gobernador Spitzer en el marco de una investigación sobre una red de prostitución internacional, en la que detectaron un asiduo cliente «secreto».
Las autoridades filtraron esta información al «New York Times», que no tardó en publicarla y en sumarse al carro de los medios que exigieron al unísono la destitución de Spitzer.
«Hace cuarenta años se aceptaban todos los comportamientos y no había esta práctica de vigilar a la gente. Tácitamente, se aceptaba que los hombres en el poder se portasen mal», señala Siva Vaidhyanaphan, profesor de periodismo de la Universidad de Virginia.
«La situación cambió y la Policía, los periodistas y adversarios políticos están al acecho de cualquier comportamiento criticable que, en un mundo político tan competitivo, se considera una victoria», añade.
En su opinión, Clinton pudo terminar su mandato porque «los estadounidenses le perdonaron su conducta porque no había hipocresía y consideraron sincera su contrición».
Para John Zogby, director de un instituto de sondeos, «la razón principal del enfado de la gente es la hipocresía»; «al electorado no le gusta que los políticos digan una cosa y hagan exactamente lo contrario».
«En el caso de Spitzer, la hipocresía era palpable. Además, no estaba en posición de pedir perdón, porque él jamás perdonó a nadie», remarca.