Al margen de que ningún pueblo tiene la exclusiva de sus defectos ni la franquicia de sus virtudes y de que, en cualquier acento, vamos a encontrar en parecida proporción genios e idiotas, tres rasgos sobresalen en la sociedad estadounidense que, nunca para bien, determinan sus políticas internas y sus relaciones con otros países: la […]
Al margen de que ningún pueblo tiene la exclusiva de sus defectos ni la franquicia de sus virtudes y de que, en cualquier acento, vamos a encontrar en parecida proporción genios e idiotas, tres rasgos sobresalen en la sociedad estadounidense que, nunca para bien, determinan sus políticas internas y sus relaciones con otros países: la ignorancia que padece esa sociedad en todos lo órdenes; una ingenuidad que no tolera el pensamiento propio y que huye de la criticidad más elemental; y una arrogancia que agrega a su natural culpa el peligro de la compañía cuando se manifiesta de la mano de la ingenuidad y la ignorancia.
Tal vez por ello, con los presidentes y altos funcionarios estadounidenses no hay que esperar a que sus actos desmientan sus palabras para poner al descubierto sus vergüenzas. Basta dejarlos hablar. A diferencia de otros gobernantes del mundo que, salvo excepciones, no suelen equivocarse en aquello de guardar la obligada compostura cuando hacen público uso de la palabra, en los estadounidenses ya el discurso acusa la culpa. La combinación de esos tres rasgos, con frecuencia, anticipa la infamia, la anuncia, la celebra.
Verdad es que, dada la creciente fascinación con que Europa emula los peculiares modos estadounidenses, sus genuinas maneras, cada vez resulta más difícil distinguir si el patán presidente que ha puesto sus pies encima de la mesa es George W. Bush o es Aznar, o si el estadista que borracho se vino al suelo era el presidente estadounidense o el difunto Boris Yeltsin, pero en la duda de si el futuro posiblemente los iguale, todavía los Estados Unidos disfrutan de una cierta ventaja en el uso y abuso de sus tres pecados capitales.
Y a las pruebas me remito. A lo largo de la historia, los presidentes y altos funcionarios estadounidenses han definido con inmejorable precisión todos esos grandes valores y conceptos en los que excusan sus desmanes. Sin otro disimulo que no sea su infinita hipocresía, han ido salpicando a través de los años esas cuantas virtudes que todavía creemos inobjetables, con la ignorancia de quien nada aprende, la ingenuidad de quien todo cree saberlo, y la arrogancia de quien, para su desgracia y la nuestra, casi siempre termina por hacer su santa voluntad.
Sobre el concepto «democracia» , secular excusa a la que los Estados Unidos han recurrido para encubrir sus mercuriales propósitos y que hace posible que en su propio país gane la presidencia el candidato que queda segundo, nadie se ha expresado con tanto rigor como el incombustible funcionario Henry Kissinger, refiriéndose al gobierno de Salvador Allende en Chile en 1973: «No veo porqué tendríamos que quedarnos de brazos cruzados contemplando como un país se hace comunista debido a la irresponsabilidad de su pueblo». En todo caso, el antecedente de Peurifoy, embajador en Guatemala, que, con veinte años de anticipo, vino a dar la misma respuesta ante la victoria en las urnas de Jacobo Arbenz: «No podemos permitir que se establezca una república soviética desde Texas hasta el Canal de Panamá».
Y tampoco han podido permitir que durante medio siglo, la comunidad internacional, opuesta al infame bloqueo a Cuba, con excepción de alguna isla de la Polinesia, hiciera efectiva su voluntad. La democracia tiene sus límites y las Naciones Unidas sus consejos de seguridad.
Algunos altos funcionarios han recurrido, incluso, a la poesía para mejor describir sus amenazas, en literarios gestos poco habituales en las memorias de la infamia. El embajador de los Estados Unidos en Brasil, Lincoln Gordon, disconforme con la reforma agraria que el presidente Joao Goulart pretendía sacar adelante en 1964, anticipó el golpe de Estado con este apunte meteorológico: «Nubes sombrías se ciernen sobre nuestros intereses económicos en Brasil…». Apenas un año más tarde ya había escampado. En un gesto más lacónico pero no menos elocuente, por la misma época, el gobierno de los Estados Unidos regalaba, en señal de afecto, al electo presidente dominicano Juan Bosch… una ambulancia. No pasó un año sin que el donativo explicara su urgencia.
De preocupaciones parecidas ante las que nunca los Estados Unidos se cruzaron de brazos, tienen surtida memoria todos los pueblos del planeta. Algunos acumulan hasta varias experiencias, y hay quienes tampoco terminan de pagarlas. «Ese es el costo que tiene la libertad» había explicado Richard Nixon al intensificar los bombardeos sobre Vietnam. Antes, también lo había explicado Harry Truman, en un perfecto ejercicio de cinismo: «La libertad es el derecho de escoger a las personas que tendrán la obligación de limitárnosla». Tal vez por ello, porque era su obligación, es que en la lápida de quien diera la orden de arrojar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 con el fin de «evitar víctimas entre la población civil«, puede leerse: «Hizo lo que debía».
Los estadounidenses también votan lo que deben. De hecho, nadie vota más que ellos, votan por el mejor beisbolista del año, por el mejor actor, por la mejor película, por la miss más atractiva, votan por la gobernación de California entre un actor mediocre, una vedette, un luchador de sumo, un enano de circo y un editor porno; votan por el pavo que el presidente indultará en el «thanksgiving day» y hasta es fama que los periodistas votaron porque el perro de Bill Clinton se llamara Buddy…pero nadie elige menos que los estadounidenses.
Cuando George Washington, a finales del siglo 18, afirmó: «El gobierno no es una razón, tampoco es elocuencia, es fuerza. Opera como el fuego; es un sirviente peligroso y un amo temible; en ningún momento se debe permitir que manos irresponsables lo controlen» tal vez no se estaba refiriendo a Chile, a Guatemala, a Brasil, a República Dominicana, a Cuba o a tantas otras patrias americanas, pero como bien apuntara James Monroe en 1823, con su célebre «América para los americanos», otros detrás de él se ocuparían de definir ambos conceptos y prolongar más allá de América los límites de la ambición.
Una de las mejores definiciones del nuevo concepto lo resumió admirablemente Charles Wilson, quien fuera ministro de Defensa y ejecutivo de la General Motors, cuando en 1953 sentenció: «Lo que es bueno para la General Motors es bueno para América». Cincuenta años más tarde, el vicepresidente estadounidense Dick Cheney, diría lo mismo. A fin de cuentas, lo que es bueno para Halliburton es bueno para América…y para Dick Cheney.
En el logro de los nobles principios que mueven a los Estados Unidos, obviamente, no podía faltar la idea de Dios, invocada desde 1789 y reiterada a través de los siglos en boca de todos los presidentes.
George Bush, impenitente lector del Eclesiastés, aludía al Supremo horas antes de la penúltima invasión a Iraq: «Sé que venceremos por el apoyo del pueblo estadounidense armado de la confianza de Dios. Que Dios bendiga a los EU de Norteamérica».
Sin embargo, no obstante el amplísimo surtido de divinas referencias con que cuenta el inventario y los progresos que el actual presidente George W.Bush ha hecho con respecto a su padre, hasta el punto de hablar directamente con Dios y buscar su alianza en su agresión a Cuba, «un día, el buen Dios se llevará a Fidel», pocos presidentes estadounidenses han llegado a mantener una relación con Dios más intensa, para no decir fundamentalista, que el presidente William McKinley, a principios del siglo pasado: «Yo caminaba por la Casa Blanca, noche tras noche, hasta medianoche; y no siento vergüenza al reconocer que más de una noche he caído de rodillas y he suplicado luz y guía al Dios Todopoderoso. Y una noche, tarde, recibí Su orientación, no sé cómo, pero la recibí: primero, que no debemos devolver las Filipinas a España, lo que sería cobarde y deshonroso; segundo, que no debemos entregarlas a Francia ni a Alemania, nuestros rivales comerciales en el oriente, lo que sería indigno y mal negocio; tercero, que no debemos dejárselas a los filipinos, que no están preparados para auto-gobernarse y pronto sufrirían peor desorden y anarquía que en tiempos de España; y cuarto, que no tenemos más alternativa que recoger a todos los filipinos y educarlos y elevarlos y civilizarlos y cristianizarlos, y por la gracia de Dios hacer todo lo que podamos por ellos, como prójimos por quienes Cristo también murió. Y entonces, volví a la cama y dormí profundamente».
Además de ser el pueblo elegido de Dios (con permiso de Israel), también cuentan para su gloria con la encomienda del mundo en la garantía de la paz. La defensa del orden internacional y de la paz mundial la llevan a efecto por encima, incluso, de sus defendidos. «Como americanos sabemos que hay veces en que debemos dar un paso al frente y aceptar nuestra responsabilidad de dirigir al mundo, lejos del caos oscuro de los dictadores. Somos la única nación en este planeta capaz de aglutinar a las fuerzas de la paz». Lo decía George Bush antes de invadir Iraq en los 90.
En relación al terrorismo» Delano Roosevelt sentó cátedra con su definición del problema, cuando periodistas le cuestionaban por los crímenes de Somoza en Nicaragua: «Sí, Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta».
Esa es la razón por la que más de medio siglo más tarde es puesto en libertad en Estados Unidos un terrorista como Posada Carriles, por citar un caso, mientras siguen condenados a cadena perpetua los cinco cubanos acusados de prevenir el terror.
Louis Caldera, secretario técnico de los Estados Unidos, tras verse obligado a cerrar hace diez años la Escuela de las Américas para abrir en su lugar el Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación de Seguridad, eufemismo con el que se sigue conociendo la factoría de dictadores que Estados Unidos tiene para su «región» y que Robert McNamara, ministro de Defensa, aplaudiera en el pasado por su papel como «forjadora de los líderes del futuro«, alegó en defensa del cuestionado historial de los graduandos de la escuela que, lamentablemente, entre tantos eméritos combatientes por la causa de la democracia en el mundo… «siempre se cuelan algunos granujas», o lo que es lo mismo, si me atengo a los sinónimos que ofrece el diccionario, que Pinochet fue un pilluelo y el mayor salvadoreño D´Abuisson un pícaro.
Otros ni siquiera se molestaron en buscar adjetivos más discretos. A los mercenarios asesinos que sembraron el terror en la década de los ochenta en el norte y sur de Nicaragua, Ronald Reagan los definía como «paladines de la libertad».
Y algunos años antes, el secretario de Estado Cordell Hull, interpretando el sentir de su gobierno, se atrevió a decir del dictador dominicano Trujillo que «es uno de los más grandes hombres de América Central y de la mayor parte de Sudamérica«. Es obvio que si no se decidió a catalogarlo como el más grande sólo se debió a la feroz competencia de los Somoza, los Duvalier y otras especies.
Si de semejante manera se han referido siempre a sus «combatientes por la libertad» como George Bush llamaba a los talibanes cuando despanzurraban rusos, nada de particular puede tener su concepto de paz.
George Bush, la anhelaba la víspera de iniciar los bombardeos sobre Iraq: «Como ya he dicho a menudo, nosotros no deseábamos la guerra, pero todos conocemos ese versículo del Eclesiastés que dice que hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra«. A Bush, naturalmente, le correspondía la gracia de decidir el tiempo.
Entre las muchas citas posibles y a pesar de los aportes de la familia Bush, me quedo con estas dos: «Ningún triunfo es tan grandioso como el supremo triunfo de la guerra» del premio nóbel de la paz y presidente estadounidense Teddy D.Roosvelt; y la más reciente, del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld: «Mejor que una palabra es esgrimir una palabra y un revólver.»
La preocupación de los gobiernos estadounidenses por la salud suele ser inversamente proporcional a su interés por la «vida», lo que da lugar a curiosas contradicciones como, por ejemplo, que a un condenado a muerte, antes de ejecutarlo, se le niegue su última voluntad ya que el penal prohíbe fumar porque afecta la salud de los reclusos.
El propio Donald Rumsfeld reconoció en rueda de prensa su preocupación por la salud de los 500 secuestrados en Guantánamo hasta el punto de admitir que se les cubrían las orejas «para que no les molestara el ruido del despegue y aterrizaje de los aviones de la base«, que se les tapaban los ojos «para que no se deprimieran con lo que vieran» y que se les encadenaban los pies «para evitar que fueran a tropezarse».
Y es que desde pretéritos tiempos, la salud de los contribuyentes ha sido una de las primeras preocupaciones del gobierno estadounidense. Eso de que «los ciudadanos de los Estados Unidos merecen tanta protección como los de la antigua Roma», antes y después de que el senador Shortdridge, en 1928, lo hiciera público, al margen de las imperiales alusiones pronunciadas en el senado del Imperio, dejaba para una segunda lectura los acápites relacionados con los ciudadanos patricios y los ciudadanos plebeyos, de los que los cementerios y las cárceles de los Estados Unidos son generosos y surtidos ejemplos. De hecho, rescatar patricios siempre fue un buen pretexto para invadir naciones y ha creado en el Caribe, desde entonces, cierto predispuesto temor a la visita de cualquier turista rescatable. De donde los marines no pudieron rescatar a los plebeyos fue de Nueva Orleáns…y hay quien dice que, precisamente, por plebeyos. El que no pudo pagarse la huída, o quedó entre los muertos o sigue desaparecido.
La preocupación por la salud, también la mental, es parte de la preocupación por la seguridad que los Estados Unidos manifiestan y que, entre otros destacados terapeutas, ha contado con figuras como Al Capone cuando disertaba en las universidades, en olor de multitud, como patricio de Chicago: «América debe permanecer incólume e incorrupta. Debemos proteger a los obreros de la prensa roja y de la perfidia roja y cuidar de que sus mentes se mantengan sanas.»
Y no sólo por la mente sana de la infancia, sino por su inocencia, se preocupaba, John Ashcroft, secretario de Justicia, cuando declaraba: «Hay que preservar la inocencia de América», tras el descubrimiento en Texas, hace alrededor de 7 años, de una red dedicada a la pornografía infantil. «El recurso más preciado de nuestra nación son los niños», insistía el ministro que, tal vez, aún no sabía, que los menores que aparecían en los vídeos mientras eran violados, eran niños rusos, indonesios, filipinos, y los únicos estadounidenses implicados eran los 250 mil suscriptores adultos que adquirían los vídeos y el matrimonio que había montado el negocio. Queda el consuelo de que al menos, para entonces, el secretario de Justicia todavía no había perdido la inocencia, y en consecuencia, el juicio, a diferencia de 1 de cada 5 estadounidenses que, según un estudio publicado en 1999 por la Conferencia de la Casa Blanca sobre Salud Mental, tiene problemas mentales. Agregaba el estudio que las enfermedades mentales eran la segunda causa de muerte en Estados Unidos, aunque no aclaraba el impacto que pudieran tener en el llamado tercer mundo donde, temo, sean los problemas mentales de los estadounidenses la primera causa de muerte y de ruina.
Numerosos han sido los casos entre los inquilinos de la Casa Blanca de demencia senil, así fuera responsable la genética o la cocaína, esa que George W. Bush reconoció haber usado «cuando era joven e irresponsable«, en una proverbial definición de lo que entiende por juventud. Lo de Ronald Reagan, posiblemente, era genético o, tal vez, la más viva expresión del típico humor estadounidense: «Hemos intervenido en Granada porque ese país es el principal productor de nuez moscada; porque está próximo a celebrarse en Estados Unidos el día de Acción de Gracias; porque ese día manda la tradición familiar comer pavo; porque el pavo se hornea con nuez moscada; y porque no podíamos permitir que la nuez moscada acabara en manos de los comunistas».
Nunca se supo la verdad, si era cierto que el presidente tenía algo más que un ninfoma en la nariz o si era la sociedad estadounidense la que realmente padecía el cáncer.
Las siguientes intervenciones de Reagan confirmaron las dos posibilidades: «Conciudadanos, tengo el gusto de informarles que he firmado una ley que prohíbe a Rusia para siempre. El bombardeo empieza en cinco minutos.«
El anuncio hecho por radio a la nación en agosto de 1984 dejó al mundo sin habla, especialmente, a los rusos.
No por casualidad la sociedad estadounidense apunta tantos rasgos paranoicos, dentro y fuera de la Casa Blanca y el Pentágono. La historia de su vida es la historia de un amor truncado, de una infeliz traición, de un enemigo nuevo que constituye la última amenaza declarada a su seguridad y del que deben defenderse. Para encontrarlo sólo deben repasar su nómina de viejos amigos y socios.
Para defenderse de sus primeras amenazas Estados Unidos se anexionó Texas en 1846 y, siempre en su defensa, invadió Chile en 1891 y Hawai dos años más tarde. Para defenderse intervino en Nicaragua en 1894 y al mismo tiempo, buscando defenderse, intervino también en China y en Corea. En 1895 fue a defenderse a Panamá, en 1896 se defendió en Nicaragua. En 1898 volvió a defenderse a China, aprovechando la oportunidad para ir a la guerra preventiva en Filipinas e intervenir en Cuba y Puerto Rico, en sucesivas y múltiples defensas. Siempre para defenderse, Estados Unidos intervino en Guam en 1898, de nuevo en Nicaragua en el mismo año y en Samoa un año más tarde. En 1901 acudió a defenderse a Panamá. En 1903 se defendió en Honduras y en 1904 otra vez en Corea, para seguir defendiéndose en Honduras en 1907 y en Nicaragua en 1910. El año 1911 vio a los Estados Unidos defendiéndose nuevamente en China y en 1914 la legítima defensa fue ejercida en México y Haití. En 1916, República Dominicana fue la sede de la defensa y en 1919 Honduras y Yugoslavia. Turquía fue también blanco de la defensa de los Estados Unidos en 1922, compartiendo honores con China, dos años antes de que Honduras volviera a ser motivo de defensa que, se reeditó otra vez en El Salvador en 1932. En 1948, Estados Unidos acudió a defenderse a Filipinas, en 1950 a Puerto Rico, en 1951 a Corea y en 1953 a Irán. Guatemala fue escenario de una nueva defensa estadounidense en 1954 antes de que, frente a tantas amenazas, Estados Unidos trasladara su beligerante defensa al Líbano en 1958. En 1961 se defendió en Cuba, cuando ya empezaba a defenderse en Vietnam y cuatro años más tarde plantó su defensa en Indonesia. En 1965, fue República Dominicana la seleccionada para que Estados Unidos pudiera defenderse, honor que, en 1965 correspondió a Guatemala y en 1969 a Camboya. En 1970 se defendió en Omán, en 1971 pasó a defenderse a Laos y en 1976 se defendió en Angola. Desde 1980 y durante diez años, Estados Unidos se defendió de la amenaza sandinista de Nicaragua desde sus bases de Honduras y Costa Rica. En 1982 se defendió otra vez en Líbano, en 1983 invadió Grenada para defenderse y, para mejor defenderse de la amenaza sandinista, minó las dos costas nicaragüenses en 1984. En 1989, siempre dispuesta a defenderse, invadió Panamá. En 1991, Estados Unidos ejerció su defensa en Irak; en 1994, insistió en defenderse en Haití, en 1996 siguió defendiéndose en Zaire y en 1998 renovó su defensa en Sudán, un año antes de trasladar su defensa a Yugoslavia. El cambio de siglo sorprendió a los Estados Unidos defendiéndose en Afganistán y, acto seguido, invadieron Irak, nuevamente, presurosos y preventivos, siempre en legítima defensa.
La sociedad estadounidense, cuyas conversaciones telefónicas son grabadas, sus mensajes electrónicos registrados, sus correos revisados, sus vidas vigiladas y que se vigila y se delata a sí misma, en defensa propia, para evitar que alguien llegue de afuera a escucharles sus conversaciones, registrar sus correos o imponerles la censura, padece paranoia. La guerra como prevención de la guerra es, sin duda, el más avanzado soporte conceptual de la obsesión por defenderse. Y se aplica tanto a nivel nacional como internacional. La autorización en el Estado de La Florida para que cualquier ciudadano armado que se sienta amenazado pueda abrir fuego, en plena calle, contra el motivo de su alarma, si no es una medida demencial, se le parece mucho, se le parece tanto como se parecen los dos hermanos Bush, el presidente y el gobernador, el del wisky con hielo y el del wisky con soda, George y Jeb, los dos engendros de estas y otras medidas semejantes. George Bush y su gobierno han decidido y aprobado que el ejército de Estados Unidos tenga derecho a disparar sobre cualquier nación que amenace su seguridad, su paz y su progreso. Jeb Bush y su gobernación han decidido y aprobado que la ciudadanía de La Florida tenga derecho a disparar sobre cualquier individuo que amenace su seguridad, su paz y su progreso. De igual forma que la sospecha de armas de destrucción masiva en manos de un país árabe, puede servir de excusa para desencadenar una guerra «preventiva» de los marines que destruya esa amenaza, la sospecha de una pistola en manos de un negro puede servir de pretexto para desencadenar una balacera «preventiva» de los ciudadanos de bien que elimine ese peligro. Y poco va a importar después que el país árabe no tuviera armas o que el ciudadano negro fuera a sacar su billetera del bolsillo. «Cuando yo no lo sabía nadie lo sabía. Lamento no haber sido tan listo» hubiera dicho Bush de no haberlo dicho Aznar. Si los profesionales marines en Iraq no son capaces de distinguir a un periodista español asomado al balcón de un hotel, de un combatiente iraquí en una esquina; si no son capaces de distinguir a una periodista italiana en un automóvil de un combatiente suicida a bordo de un tanque, ¿cómo vamos a exigirle un mayor criterio y discernimiento a un ciudadano común de La Florida cuando confunda a su vecino con un atracador, o a una venerable anciana que pasea su perro pequinés por un parque, con un fanático fedayín que arrastra su cohete chino por una acera?
La guerra preventiva de George o el disparo preventivo de Jeb son dos demenciales maneras, a diferente escala, de cometer el mismo crimen, y en su absurda formulación, ambas políticas reiteran los mismos argumentos, se apoyan en los mismos conceptos y cosecharán los mismos resultados.
Tal obsesión por defenderse, siempre con carácter preventivo, es una de las principales enfermedades mentales de la sociedad estadounidense que, en ocasiones, puede conducir a otra obsesión no menos insólita y peligrosa para el resto de los humanos, su fobia contra cierta clase de extranjeros en el entendido de que amenazas y atentados sólo pueden llegarles o del espacio o del llamado tercer mundo, que casi viene a ser lo mismo. Lo piensa la sociedad que cuenta con más etnias y en la que, según sus propios datos, hay 90 armas por cada cien ciudadanos y los estadounidenses compran más de la mitad de los 8 millones de armas que se fabrican anualmente en el mundo.
La locura explica su razón, como la mentira confiesa su verdad, y la verdad es, precisamente, uno de los conceptos más vapuleados por los gobiernos estadounidenses. Más de cien acuerdos firmados entre los presidentes estadounidenses con los jefes indios fueron vulnerados por los «casacas azules», más de cien palabras empeñadas fueron rotas por los representantes de Estados Unidos, sin que ello fuera obstáculo moral alguno para que la «verdad», como concepto, se haya convertido en el mejor recurso publicitario de sus presidentes. «Y la verdad os hará libres» repite la cita bíblica un enorme letrero colgado en la oficina principal del FBI. A muchos en Estados Unidos, además de libres, los ha hecho millonarios. Todos los mandatarios de la Casa Blanca han hecho de la mentira oficio, algunos hasta profesión. Desde el «léanme los labios» de George Bush, hasta el «yo no tuve relaciones sexuales con ninguna becaria» de Bill Clinton, unos más otros menos, han debido, a veces, responder frente a las cámaras, la ciudadanía y la justicia, por actos de espionaje, por tráfico de armas y de drogas, por cárceles secretas, por vuelos clandestinos, por algunos de los muchos delitos no siempre aireados, sin que les temblara la voz para negarlos.
George W.Bush mintió para eludir el servicio militar en Vietnam, mintió para alcanzar la presidencia, mintió el 11 de septiembre, mintió en relación a la catástrofe que provocara su gestión en Nueva Orleáns, mintió cuando aseguró la existencia de armas de destrucción masiva en Iraq, mintió cuando afirmó tener pruebas de la vinculación de Sadam con Al Qaeda; mintió cuando aseguró tener constancia de que la bombardeada fábrica de fármacos de Sudán era un almacén de armas químicas, mintió cuando negó no estar utilizando fósforo blanco en Iraq y, una vez descubierto, volvió a mentir cuando confirmó que sólo se utilizaba contra los «enemigos»; mintió cuando negó la existencia de torturas a cargo de sus hombres en Iraq, Afganistán y Guantánamo; mintió cuando rechazó tener nada que ver con secuestros de personas, vuelos secretos y cárceles secretas; mintió cuando afirmó que el espionaje del correo de sus ciudadanos contaba con el visto bueno de su propio Congreso, mintió cuando comprometió el retiro de sus tropas de Iraq tras la primera pantomima electoral llevada a cabo en ese país… hasta el pavo con el que posó para la posteridad tras su primera visita a la Iraq invadida, un Día de Acción de Gracias, resultó ser de plástico.
Tanta fecunda mentira, o denuncia la complicidad de los creyentes o revela su absoluta ingenuidad. Una sociedad que se cree, por ejemplo, que su presidente, un reconocido alcohólico y cocainómano, estuvo a punto de morir atragantado con una galleta Prezzler por no llevarse del consejo de su mamá de masticar bien la galleta, según él mismo confesara, está en condiciones de aceptar cualquier historia.
Ese tenerse por el centro del universo que les permite a sus soldados estar exentos de responder ante tribunales internacionales o justicias que no sean la propia; que hace que a su campeonato nacional de baloncesto lo llamen «Serie Mundial» y, en consecuencia, «campeones mundiales» a los ganadores; que celebran el «Juego de Estrellas»; que buscando nombres para sus equipos deportivos encontraron los Astros de Houston, el Cosmos de Nueva York, los Gigantes de San Francisco, los Supersónicos de Seattle o los Reyes de Sacramento; esa sociedad que siempre ha buscado en la apariencia el reflejo de su espejo; capaz de ejecutar a menores de edad y retrasados mentales y pretender dar lecciones de ética y moral; que todo lo reduce a oro, incluyendo el tiempo; que derrocha la luz para evitar mirarse y se vanagloria de su infame despilfarro como expresión del desarrollo que no paga; que siendo el país más endeudado del mundo insiste en dictar las pautas económicas al resto, precisa tanta credibilidad que, a la larga, siempre el engaño termina pasando factura y hasta el presidente puede hacer el ridículo cuando anuncia la paz en Iraq, hoy hace cuatro años de guerra y medio millón de muertos. El mismo presidente que cuando comenzaron a llegar furtivamente los primeros ataúdes con marines, se apresuró a tranquilizar a la población: «Todo está saliendo tal y como estaba previsto.» El mismo que llamó a la tranquilidad en Nueva Orleáns ante la proximidad del huracán Katrina: «Me informan que se han tomado las medidas oportunas y ahora lo que debemos hacer es rezar y mantener la calma».
Las consecuencias de tantos diagnósticos errados suele ser el fracaso y la arrogancia como puntual respuesta, expresada al más puro estilo tejano, con el natural donaire «americano». George Bush, en vísperas de la primera intervención en Iraq, declaraba: «Es importante que Sadam Husein entienda que si la guerra estalla en el golfo recibirá una patada en el culo». Para no ser menos expresivo que su presidente, el entonces secretario Colin Powell apelaba al mismo cinematográfico guión: «No podemos soportar más esta mierda…si alguien quiere pelear con nosotros, no le demos vueltas: patadas al culo.» «Esto es un juego de chicos grandes. Si vas a mear contra un árbol, más vale que seas un perro grande.» «Los B-52 van a convertir Irak en una fuente de polvos talco.» «Es parecido a cuando enciendes una luz de noche y salen corriendo las cucarachas y las estamos matando.»
En 1999, el general Henry Shelton, jefe de Estado Mayor Conjunto de la OTAN reconocía que «el 90% de las bombas que se están tirando sobre Yugoeslavia son guiadas con precisión, a diferencia de las que se arrojaron en la guerra del Golfo, en la que sólo el 9% garantizaban el blanco, pero es que las bombas guiadas con laser salen muy caras«. No se tiene noticias de que las «cucarachas» lo hayan acabado de entender y de aceptar.
Otras veces, los enemigos han sido patos. Lo declaraba el comandante de las tropas de Estados Unidos responsable de ametrallar a jóvenes panameños que reivindicaban la soberanía del canal, matando a 23 manifestantes: «Sólo se usaron balas de cazar patos».
Y dejo por incontables las alusiones a macacos japoneses, osos rusos y perros alemanes.
Como el resto de los conceptos que la sociedad estadounidense maneja, la sexualidad también está sujeta a los vaivenes de su cotización en los mercados en un país que se afirma puritano y niega la teoría de la evolución de las especies, mientras dispone, sin embargo, de la más importante y lucrativa industria pornográfica del mundo, capaz de rodar 800 películas porno al año y que comercia 700 millones de DVDs pornos en alquiler.
Medio millón de dólares debió pagar de multa la CBS por haber mostrado Janet Jackson uno de sus senos durante un espectáculo televisado. De nada sirvió el alegato de «accidente» o de que sólo se hubiera mostrado un seno, que no los dos, lo que hubiera duplicado la multa. El problema mayor era que miles de niños pudieron escandalizarse por la extemporánea aparición del seno.
Ningún canal en Estados Unidos ha sido multado por contribuir a la mentira de su gobierno, ocultando y manipulando informaciones con respecto a Iraq, ni tampoco autoridad alguna ha manifestado su pesar por el posible escándalo moral que ocasionara a la infancia estadounidense descubrir que, en su nombre, se tortura y se mata. Achacar la constante aparición de jóvenes dementes pistoleros en los centros escolares de los Estados Unidos al trauma de un seno ocasional en la pantalla, parece excesivo rigor hasta para una sociedad que todavía conserva leyes en algunos de sus estados como la prohibición del sexo con la luz encendida y en otra posición que no sea la del «misionero», (Virginia) o la prohibición de vivir juntas más de 5 mujeres (Iowa), seis mujeres (Tenesse) o 15 (Pennsylvania) porque a partir de ese número se considera que forman un burdel. Es claro que no es lo mismo que George W. Bush muestre su puritana desvergüenza todos los días en la televisión, a que la Jackson nos enseñe un seno imperdonable.
Becarias al margen, tampoco es lo mismo cuando se es presidente de la nación. En relación al sexo, pocas sociedades como la estadounidense pueden contar en la biografía de sus autoridades, con tantas ilustres referencias que, en algún caso, hasta precipitaron su salida de la Casa Blanca.
De no haber sido por su impune asesinato, a John F. Kennedy se le hubiera recordado, posiblemente, por lo concurrido de su dormitorio. Gene Tierney, Marilyn Monroe, Jane Mansfield y Angie Dickinson, fueron, en el gremio de las actrices, algunas de las más asiduas. Blaze Starr y Temple Storn, del mundo del striptease también consolaron la soledad del presidente, para no mencionar los restantes gremios o a su esposa Jacqueline.
Lyndon Jonson conoció todos los pasillos, salones ovales, triangulares y demás poliedros que pueda haber en la Casa Blanca. Y todos sus trayectos los hizo siempre acompañado de sus numerosas secretarias hasta el punto de que nadie ignoraba sus escarceos presidenciales, tampoco su esposa o una opinión pública que, en lugar de indignarse con su presidente, como ocurriera con Clinton, aplaudió como gracia que el presidente se jactara tras un viaje a Escandinavia, de su brillante desempeño en las alcobas nórdicas y del magnífico rendimiento de su órgano sexual bautizado cariñosamente por él mismo como «Jumbo» a diferencia de Kennedy, más discreto, que lo llamaba «JJ».
Quien lejos de merecer aplausos se ganó la burla de todos los medios fue Carter, el más comedido de todos los que han pasado por la Casa Blanca, el día que, en un arranque de sinceridad, confesó a un periodista sentir «lujuria en su corazón por las mujeres».
Ese comentario, y no su «mano blanda» en Centroamérica, le costó, posiblemente, su regreso a la granja familiar.
Posiblemente la educación sea uno de los mejores antídotos que se me ocurren para combatir esa incontinencia verbal, que sólo es una cómplice de la mental, y que con tanta insistencia nos remite a los tres pecados capitales a los que aludía, pero que nadie en Estados Unidos espere que la educación pública obre el milagro. Aquella vieja sentencia de Ronald Reagan: «¿Por qué vamos a subsidiar la curiosidad intelectual?» sigue vigente.
Bibliografía: Memoria del Fuego (Eduardo Galeano) y Cronopiando.