Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Al ojear el libro «Obama Wars» de Bob Woodward, no debería haberme sorprendido el hecho de que en el índice no aparezca ningún apartado en el que se aluda a la «inteligencia». Los extractos que con cuentagotas han ido apareciendo esta semana habían ido dejando claro que no había, en efecto, ninguna anotación de inteligencia en el desordenado proceso que el pasado otoño metió hasta el cuello a la administración Obama en el Gran Lodazal, tomando prestada la expresión de la canción de Pete Seeger de la época de Vietnam.
Antes de leer el libro de Woodward, los extractos ya publicados habían creado dudas en mi mente de que la Casa Blanca de Obama pudiera estar ofreciendo un proceso tan chapucero, y tan fuera de la realidad, de toma de decisiones. En mis treinta años de análisis sobre los servicios de inteligencia, había visto mucha irresponsabilidad en la Casa Blanca pero, francamente, costaba creer que en esta ocasión hubieran podido llegar a ser tan cutres.
¿Podía ser cierto que, después de hundirse en el Gran Lodazal desde las rodillas hasta la cintura en su temprana decisión en 2009 de enviar 21.000 soldados más, el Presidente hubiera decidido después hundirse hasta el cuello sin llevar a cabo una revisión global de inteligencia sobre las consecuencias del anterior reforzamiento, así como una valoración formal del probable impacto de otra nueva escalada?
Como se ha podido comprobar, el ingenuo era yo. No puedo ya más que acabar concluyendo que una mezcla de arrogancia presidencial de inocencia en el exterior y de burda política en casa hizo que Barack Obama se deslizara hacia una decisión que va a costar miles de vidas más y que, finalmente, será su ruina política. Añadan a la mezcla un cucharada de cobardía, ¿por qué no decirlo claramente? Después, remuevan. El procedimiento (o la ausencia de él) seguido el pasado otoño aseguró prácticamente que el Presidente Barack Obama se viera obligado, en contra de lo que eran claramente sus mejores instintos, a dejarse meter cada vez más profundamente en Afganistán en una cada vez más aguda Marcha de la Locura por todos esos de las cuatro estrellas. Sus asesores de inteligencia y seguridad, también ellos ingenuos y sin experiencia, le fallaron miserablemente al Presidente.
¿Inteligencia? ¿Quién la necesita?
Aquellos que están familiarizados con la historia de la toma de decisiones de política exterior de la Casa Blanca de finales del siglo XX saben que casi nunca se adopta una decisión importante sin contar con las aportaciones de la CIA y otras agencias de inteligencia. Hiciera caso o no el Presidente a las Estimaciones de la Inteligencia Nacional (NIE, por sus siglas en inglés), era de rigor encargar una NIE antes de adoptar decisiones importantes.
El asesor de seguridad nacional de Obama, el ex marine de cuatro estrellas James Jones, tenía que haber sido consciente de esto. En efecto, el anterior tres estrellas, ahora embajador de Estados Unidos en Afganistán, Karl Eikenberry, estuvo mendigando un tipo así de evaluación mientras en la Casa Blanca tenían lugar las deliberaciones. El embajador tenía más conocimientos sobre el terreno de Afganistán que todos los demás hombres, y mujeres, del Presidente juntos.
Antes de retirarse del Ejército, el teniente general Eikenberry había hecho dos visitas en momentos culminantes de la situación. Durante 2002-2003 tuvo la nada envidiable tarea de intentar reconstruir el ejército nacional y las fuerzas de policía afganas. Luego estuvo sirviendo durante dieciocho meses (2005-2007) como comandante de todas las fuerzas presentes en Afganistán.
En un cable enviado desde Kabul el 9 de noviembre de 2009, Eikenberry hacía saber que discrepaba en gran medida con «la propuesta estrategia de contrainsurgencia basada en un inmenso incremento, tipo o todo o nada, de las tropas estadounidenses». Señaló que había «variables no consideradas» en el plan del Pentágono para una nueva escalada, como «los santuarios pakistaníes y el débil liderazgo afgano», que podrían «impedirnos conseguir nuestros objetivos estratégicos, sin que importe nada la cifra de nuevos soldados que podamos enviar». Eikenverry advirtió específicamente que podría «no haber forma de salir de allí».
Insistió en la necesidad de considerar «todas las variables del mundo real a la hora de evaluar el plan de contrainsurgencia propuesto». Confiando en que una valoración honesta de inteligencia advertiría de la existencia de problemas similares, abogó por un «análisis global e interdisciplinario de todas nuestras opciones estratégicas».
Eikenberry difícilmente habría sido más contundente cuando advirtió contra una decisión prematura sobre un incremento de tropas, sosteniendo «no hay más remedio que ampliar el alcance de nuestro análisis y considerar alternativas dentro de Afganistán más allá del esfuerzo de contrainsurgencia estrictamente militar».
Petraeus: Lo tenemos todo previsto
Según Woodward, el General David Petraeus rechazó la propuesta de Eikenberry por llegar «ridículamente tarde para el juego». Aunque el embajador presentaba «dudas razonables», Petraeus sintió que todas se habían planteado y contestado.
Eikenberry había incurrido ya en la ira del Jefe del Alto Estado Mayor, el Almirante Mike Mullen, con un cable enviado el 6 de noviembre en el que expresaba: «No puedo apoyar la recomendación [del Departamento de Defensa] para una inmediata decisión presidencial de desplegar otros 40.000 soldados más aquí». Eikenberry proseguía aportando seis hechos que cambiaban el juego. Si se tenía en cuenta cualquiera de ellos, y mucho más si se combinaban todos, se mostraba que tal escalada iba a ser una empresa descabellada.
Al parecer, Mullen reaccionó violentamente diciendo: «Esto es una traición a nuestro sistema». En el mundo de Mullen, si te atreves a contrariar lo que los altos mandos han decidido ya ¡eres un traidor! Ningún comentario podría subrayar mejor los riesgos de poner en manos de los oficiales de cuatro estrellas, con sus acérrimas ideas acerca de los requerimientos de la disciplina militar, los papeles determinantes para la toma de decisiones estratégicas, incluso en lo que debería haber sido un libre intercambio de ideas sobre posibles alternativas. El marine retirado y asesor de seguridad nacional de cuatro estrellas James Jones, es el principal responsable por permitir que Mullen, Petraeus y el no destituido General, Stanley McChrystal, marginaran a Eikenberry y a otros altos oficiales que presentaron dudas parecidas. No importa cuántas estrellas lleves o hayas llevado, los generales/almirantes casi siempre amplían el servicio activo de cuatro estrellas al campo de batalla.
Creo que se trata más bien de una cuestión instintiva de Jones que de una decisión consciente. Woodward tiene que decir lo siguiente sobre Jones:
«Jones estaba convencido de que las mejores respuestas, si es que había alguna, vendrían de una revisión que se ajustara al sistema formal del Consejo Nacional de Seguridad. El procedimiento y el protocolo eran cosas que preocupaban mucho al retirado general de marines». Mi experiencia, en lo que se refiere al apoyo de la inteligencia a las administraciones desde John Kennedy a George H. W. Bush, me había enseñado que «los procedimientos y protocolos» del Consejo Nacional de Seguridad al abordar decisiones importantes de política exterior casi siempre incluían una petición de apoyo de la inteligencia en forma de una Estimación de la Inteligencia Nacional. Y, sin embargo, el retirado general de marines Jones le pasaba la responsabilidad a los de las cuatro estrellas en servicio activo: Mullen, Petraeus y McChrystal. No había necesidad esta vez de NIE alguna, muchas gracias.
De forma parecida, el retirado y ahora Embajador en Afganistán Eikenberry plegó los bártulos y se escabulló silenciosamente. Puede que ni siquiera se le ocurriera pensar en la fuerza de sus convicciones y dimitió en voz alta para que todos nosotros tuviéramos alguna perspectiva de la dudosa decisión política que arrojarían aún más soldados y marines al Gran Lodazal.
No hablar mal del jefe de la CIA Panetta
En sus vistas de confirmación el jefe de la CIA, Leon Panetta, un veterano con dieciséis años en la Cámara de Representantes, dijo en el Comité de Inteligencia del Senado que «siempre sería una criatura del Congreso». Eso es un beso de la muerte; nadie con esa mentalidad debería ser director de ninguna organización de inteligencia.
Woodward escribe que Panetta no ofreció nunca su opinión al Presidente y que Obama tampoco se la pidió. Algo increíble. Jones debería haber insistido en conseguir una «opinión» del designado por el abogado Obama para jefe de la CIA, pero no lo hizo. Tampoco el Congreso. No es que Panetta no tuviera una opinión. No quiero referirme a una opinión de inteligencia no expresada sobre los previstos efectos de éste o de aquél procedimiento en Afganistán. La opinión de Panetta, escribe Woodward, tiene que ver con el hecho de que «Obama se enfrentaba a una inmensa realidad política».
Desde el punto de vista de un profesional de la inteligencia, retirado y sin estrellas, las siguientes pueden ser justo las dos sentencias más críticas del libro de Woodward. El autor dice que Panetta le dijo al resto de asesores principales:
«Ningún presidente demócrata puede ir en contra del consejo de los militares, especialmente si se lo ha pedido… Por tanto, sólo hazlo. Haz lo que ellos dicen.»
(Harry Truman, que creó la CIA no para perpetrar asesinatos o disparar misiles desde aviones no tripulados sino más bien para ofrecer al presidente, sin temor ni favor, inteligencia sin adulterar sobre los acontecimientos en el exterior, debe estar ahora removiéndose en su tumba.)
Poco importa que el retirado almirante de cuatro estrellas Dennis Blair, como Director de la Inteligencia Nacional, en teoría el jefe de Panetta, llamara al proceso de revisión de Afganistán «la cosa más jodida que he visto nunca».
Según Woodward, Blair se quejó de que Jones no tenía ningún control. Más aún, Jones estaba feliz de compartir sus responsabilidades con oficiales más jóvenes y activistas del Consejo Nacional de Seguridad, como su adjunto Tom Donilon, el jefe de contraterrorismo John Brennan, y, en ocasiones, incluso el jefe de gabinete de la Casa Blanca, Rahm Emmanuel.
La historia no juzgará favorablemente el tono y el fundamento ingenuos de leguleyo de las «Órdenes Finales del Presidente Obama para la Estrategia en Afganistán-Pakistán, o Pliego de Condiciones». (Véanse las páginas 385-390 del libro de Woodward). En un editorial del Washington Post el pasado miércoles, Eliot Cohen indicaba acertadamente que el «Pliego de Condiciones» de seis páginas de Obama parece más «un acuerdo prematrimonial escrito por un abogado pesimista que un documento estratégico».
«Así pues, básicamente, estamos bien jodidos»
En mayo, el Vicepresidente Joe Biden invitó al Embajador Eikenberry a su oficina y le preguntó: «¿Dónde estamos?». Eikenberry fue típicamente cándido, subrayando en primer lugar lo poco fiable que como socio resultaba Karzai.
Woodward aporta este relato de lo que el embajador le dijo al vicepresidente:
«Tan pronto está en sus cabales como fuera de sus cabales», dijo Eikenberry, intentando relatar de nuevo la conducta errática de Karzai. «No están facilitando que haya gobernanza en Marjah. Y aún no hemos abordado el problema más duro: Kandahar.
Y ahora estamos diciendo, en esencia, que Karzai va a presentar una solución política para Kandahar. Es completamente irresponsable sugerir eso… así pues, básicamente, estamos bien jodidos.»
¿Nosotros?
Vamos ya, generales. Es la gente joven que enviamos a la guerra desde nuestras más profundas ciudades y pueblos la que está bien «jodida». Nuestro tan cacareado «ejército profesional» está compuesto en gran medida por quienes se encuentran atrapados en un reclutamiento injusto e insensible de la pobreza.
Algunos vuelven escondidos en lo que el ejército llama ahora «cajas de transferencia» en lugar de ataúdes. Muchos miles más regresan mutilados de por vida. Pocos consiguen volver enteros. Justo la pasada semana, en Fort Hood, Texas, cuatro veteranos condecorados de las guerras en Iraq y Afganistán se quitaron la vida, añadiéndose a otros catorce suicidas en lo que va de año sólo en Fort Hood. Me quedé especialmente impresionado por el comentario del comandante de la base, el General de División William Grimsley sobre la tragedia: «Como líder, es personal y profesionalmente frustrante».
Sí, señor; no, señor. Generales y almirantes, esto no es sobre vosotros. Es sobre los que enviáis a guerras innecesarias. Y es sobre la gente a la que nuestros soldados maltrata porque ellos mismos se han brutalizado con la experiencia. Tenéis que contemplar el video de la bestial matanza de civiles en Bagdad del 12 de julio de 2007, todos juzgados de acuerdo con las «normas de combate». (Sólo tienen que escribir «asesinatos colaterales» en el URL de su ordenador.) ¿Ustedes lo han visto? Véanlo de nuevo.
Y tienen que salir al campo con las tropas, donde la experiencia directa pueda llegar a su corazón para que su muy disciplinada mente pueda abrirse a otras alternativas y atreverse a cambiar. Implicarse personalmente en el sufrimiento de los inocentes, en la injusticia sufrida por otros, es lo único que a estas alturas puede ayudar a inyectar algo de equilibrio en su proceso de pensamiento. Afganistán no es un juego bélico de ninguna clase ni tampoco un títere político.
Este artículo se publicó por vez primera en Consortiumnews.com
Fuente: http://www.counterpunch.org/mcgovern10012010.html
rCR