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Los intelectuales, la cultura y la sociedad cubana

Fuentes: Cubarte

La definición del campo cultural cubano y su vínculo con las instancias políticas han sido manipuladas mediante la puesta en circulación de estereotipos vulgarizados a través de campañas mediáticas y aceptados como verdades en muchos círculos académicos. La referencia implícita al modelo soviético soslaya los rasgos específicos del proceso cubano en este como en otros […]

La definición del campo cultural cubano y su vínculo con las instancias políticas han sido manipuladas mediante la puesta en circulación de estereotipos vulgarizados a través de campañas mediáticas y aceptados como verdades en muchos círculos académicos. La referencia implícita al modelo soviético soslaya los rasgos específicos del proceso cubano en este como en otros terrenos.

El reciente congreso de la UNEAC señala un hito en la proyección pública de la comunidad intelectual cubana. Ha sido un proceso complejo, atravesado por etapas de retrocesos y malentendidos. En 1959, los escritores aspiraban a romper el aislamiento en que habían permanecido hasta entonces. Virgilio Piñera, entre otros, insistía en el monopolio del diálogo con la sociedad ejercido por los periodistas. Buena parte del debate en los años subsiguientes se concentró en las vertientes de la creación artística y literaria y en el alcance ideológico de esa producción. A pesar de la difusión del pensamiento de Antonio Gramsci, pocos comprendieron en aquel momento la dimensión cultural del problema, inscrito en el sistema de valores que alentaba el proyecto social de la Revolución. En los años noventa del pasado siglo, fue madurando una nueva perspectiva, estimulada paradójicamente por los años duros de la crisis económica y por el derrumbe del campo socialista.

En esas circunstancias, el desarrollo de los programas educacionales y la expansión de las instituciones culturales a lo largo del país, modificaron de manera imperceptible y, sin embargo, sustancial los términos del diálogo con la dirección política de la nación. De la tradicional dicotomía entre vanguardia artística y vanguardia política, se estaba pasando al concepto de comunidad intelectual, articulada orgánicamente al cuerpo vivo de la Isla.

El punto de giro más visible se produjo en 1998, cuando el sexto congreso de la UNEAC, sin descuidar los temas específicos, centró los debates en torno a una ponencia titulada Cultura y sociedad. El análisis partía del reconocimiento de los efectos de la globalización en el mundo contemporáneo y sus repercusiones en la conciencia identitaria que, con su capacidad de traspasar fronteras, tenía resonancias en el interior del país. Señalaba, así mismo, las desgarraduras del tejido social derivadas de la aparición de «bolsones de capitalismo» y el consiguiente acrecentamiento de las desigualdades.

Diez años después, en el séptimo Congreso, Cultura y sociedad vuelve a constituirse en columna vertebral del debate. Sin desconocer su antecedente explícito, la perspectiva asumida, más que sociológica, es estrictamente cultural. Partiendo de las insatisfacciones respecto a la recreación, subvierte la compartimentación de la vida entre horas disponibles entregadas a la mera distracción y aquellas dominadas por el aburrido compromiso laboral. La imagen corporativa, expresión concreta de la globalización, difunde un concepto del entretenimiento que establece los paradigmas de la felicidad y, con ellos los modelos de vida. Centrados aparentemente en la exacerbación del individualismo, son fórmulas homogeneizadoras articuladas a un sistema de valores. Promueven el no pensar, anulan el espíritu crítico, generan reflejos condicionados y enmascaran, tras el disfrute de la evasión momentánea, la consolidación de un dominio hegemónico.

Por esos motivos, el vínculo entre cultura y sociedad se coloca en el ámbito de los valores, forjados en la familia, en la escuela, en el pensamiento religioso de raigambre diversa, en la praxis de las organizaciones políticas, en estructuras ideológicas, en los mecanismos de recompensa y castigo asumidos por el cuerpo social y los poderosísimos medios audiovisuales dominantes en el mundo contemporáneo. En la siembra de valores se entrelazan sensibilidad y raciocinio. Se remiten siempre a un deber ser explícito o implícito, a una ideología explícita o soterrada.

Al situarse en ese terreno, el séptimo congreso de la UNEAC, desde la perspectiva de la Revolución y teniendo en cuenta los conflictos de la contemporaneidad, abrió el espacio a una profunda reflexión acerca de la realidad concreta del país, inscrita en el contexto del mundo globalizado. Una crítica basada en fundamentos analíticos animó debates que abordaron problemas acuciantes de la educación, los medios masivos de difusión, la preservación de las ciudades, la pervivencia de estereotipos excluyentes respecto a la raza y la orientación sexual. Se trataba, de establecer las premisas indispensables para configurar, de manera efectiva, el programa de trabajo futuro de la UNEAC.

Lo más significativo, sin embargo, se ha venido haciendo perceptible después de la clausura del Congreso. En la práctica del diálogo entre los escritores y artistas, así como mediante el que se ha vertebrado entre ellos y las altas instancias de la dirección política del país, se está rediseñando la función de los intelectuales en el conjunto de la sociedad. El Congreso ha tenido, en efecto, una gran resonancia popular. Para los cubanos carecen de sentido las etiquetas al uso en la gran prensa internacional que tildan de oficialista a los intelectuales adheridos al proyecto revolucionario, a la vez que intenta promover una sociedad civil caracterizada por la oposición sistemática. Desde la diversidad de nuestras voces y oficios, aspiramos a seguir fecundando una patria construida por todos para el bien de todos.

Los escritores y artistas seguimos conquistando, paso a paso, el espacio público que reclamaba Virgilio Piñera y Alejo Carpentier, cada uno a su modo, hace casi cincuenta años. El proceso ha sido largo, no exento de tanteos y retrocesos. Había que vencer obstáculos y zonas de desconfianza, algunas de ellas acumuladas por el pensamiento de izquierda a través de una historia marcada por acercamientos y rupturas. Entre nosotros, los siempre silenciados, tuvieron que comenzar por hacer visible la creación artística a través de la fundación de editoriales, galerías museos, grupos de danza y teatro, multiplicación de conjuntos musicales y afirmación del cine nacional. Luego, la institución que los agrupaba empezó a definir su perfil. Más que un gremio o un centro promotor de las arte, la UNEAC se constituyó en canal para el diálogo con la sociedad. Con la crisis económica y el derrumbe del campo socialista, cultura y nación se entrelazaron en la reivindicación de la identidad. La lucha por la supervivencia exigía, al mismo tiempo, la preservación de los valores con vista a mantener viva la semilla del porvenir. Ante ese desafío, atendiendo a las demandas del siglo XXI , la UNEAC se redefine y reconstituye, portadora siempre de las inquietudes de sus miembros, los escritores y artistas cubanos.