Entre muchas otras cosas, cuando uno mira el documental del periodista y activista norteamericano Robert Greenwald sobre los hermanos Charles y David Koch -Los hermanos Koch al descubierto- lo que sorprende es que desde hace años, a cada intento de los multimillonarios Koch por disciplinar al pueblo norteamericano después de disciplinar con donaciones de muchos […]
Entre muchas otras cosas, cuando uno mira el documental del periodista y activista norteamericano Robert Greenwald sobre los hermanos Charles y David Koch -Los hermanos Koch al descubierto- lo que sorprende es que desde hace años, a cada intento de los multimillonarios Koch por disciplinar al pueblo norteamericano después de disciplinar con donaciones de muchos miles de dólares a legisladores, jueces, periodistas, académicos y a todo aquel con influencia para modificar leyes sensibles a los bolsillos de los más ricos de todos, le correspondió una revuelta, una manifestación, una incipiente organización popular repelida casi en todos los casos con represión. Hubo y hay resistencia de los negros, de los ancianos, de los latinos, de los discapacitados, de los enfermos de cáncer por intoxicación medioambiental, de los sindicatos. Estados Unidos no es, como parece desde lejos y cuando la información que uno tiene sobre ese país depende de lo que difunden los grandes medios de comunicación, un polifacético y monumental territorio manso ante el avance obsceno de la restauración conservadora. Hay decenas de luchas que se mantienen casi en secreto, invisibilizadas. Para decirlo rápido y cortito, los Koch, cuyo apellido aún suena protegido por los sectores que los propios Koch financian, lo que quieren es un gobierno para el uno por ciento, o como dice una de las víctimas que hablan en el documental, «quieren comprar el gobierno, y lo están logrando».
Charles y David Koch hablan de sí mismos como hombres «que se han hecho solos», de acuerdo a la arquetípica versión del sueño americano. Pero los miles de millones de dólares que poseen y que multiplican a un ritmo frenético -con base en la industria petrolera- no los hicieron ellos. Los heredaron. Su padre fue el visionario inescrupuloso que en los años ’30 trabajó codo a codo con Stalin en la URSS. Después volvió a Estados Unidos, montó su propia industria y comenzó a interesarse en la política. El patriarca Koch fue el primero en oponerse a cualquier avance en materia de derechos civiles, bajo el pretexto de que esos derechos «encubrían al comunismo». Ferviente defensor de la supremacía blanca, inculcó esas ideas a sus retoños, que ya andan por los 70 años, y que desde hace más de una década vienen financiando a tanques de pensamiento y a legisladores para llevar a cabo una operación política de proporciones: torcer la opinión pública mayoritaria en favor de los intereses de no más de cien personas, especialmente los de los Koch.
La expresión «restauración conservadora» se hace viva cuando se repasa la primera actuación desembozada de los Koch en materia de financiación a cambio de votos a favor de sus ideas. Fue una prueba piloto que les salió mal, pero vaya que era ambiciosa: el lugar fue el condado de Wake, en Carolina del Norte. Los Koch les pusieron miles de dólares a medios de comunicación, a legisladores locales y a miembros de la Junta Escolar del condado: lo que querían era lo mismo que en su momento -1963- había defendido el entonces gobernador George Wallace: volver a la segregación de los estudiantes negros. Una de sus frases más recordadas tenía un contenido agrio y un formato de estribillo de canción berreta: «Segregación ahora, segregación mañana y segregación siempre». Los Koch no actuaron a cara lavada. Crearon una fundación, Americanos por la Prosperidad, que levantó las banderas de la supremacía blanca, aunque le puso otras palabras. Hubo una tenaz resistencia de la comunidad de Wake a que se volviera a separar a los estudiantes blancos de los negros. Aunque hubo miembros de la Junta Escolar «subvencionados», la mayoría rechazó el retroceso.
Pero los Koch ya habían puesto a prueba el mecanismo de la compra de influencias, refrendado luego por la Corte Suprema norteamericana, al fallar que una corporación era equivalente a una persona. No había entonces límites para la financiación de la política, y eso fue una bisagra, la misma a la que ahora están trepados los buitres. Para llegar a eso, los Koch mantuvieron reuniones con algunos de los jueces de la Corte, como Clarence Thomas y Antonin Scalia. Esa bisagra abrió la compuerta de degradación de todo un sistema. La democracia puede ser vendida a los ricos.
Los Koch están hoy atrás de innumerables fundaciones, como Kochtopus, el Cato Institute y Alec, que directamente se ocupa de redactar leyes a la medida de las corporaciones. Después esas leyes son promovidas por un monumental y monstruoso dispositivo que incluye a legisladores -han sido donantes de unas 1500 campañas políticas-, por medios y periodistas que entrevistan a académicos que por otra parte producen miles y miles de papers y trabajos que les dan la razón a los Koch. Siguen financiando a decenas de colegios y universidades (la lista es demasiado larga, pero algunos ejemplos son Alma College, American University, Andrew College, Arkansas Tech University, Ball State University, Barton College, Colorado College, Chapman University, Baylor University, College of New Jersey, Delaware State University, Duke University, MIT, Florida Atlantic University, George Fox University, Georgia State University, Loyola University, Michigan State University y siguen muchas más). En ellas han colocado más de 60 millones de dólares en donativos. Gary Nelson, presidente de la Asociación Americana de Profesores, señala que el dinero tiene una condición comprobable en cada una de esas casas de estudio: la agenda corporativa es el único punto de vista que se imparte en las aulas. «Están comprando una agenda ideológica», dice.
En los últimos años los Koch vienen librando, a través de sus fundaciones y ONG, batallas contra, por ejemplo, el salario mínimo. El argumento, que en decenas de entrevistas televisivas repiten como loros los beneficiarios de los donaciones, es que «el salario mínimo crea una cultura de la dependencia». Cada uno de los Koch gana casi dos millones de dólares por hora. Los 23 millones que han aportado a sus fundaciones para que produzcan aparentes trabajos académicos que atacan la idea del salario mínimo son un vuelto para ellos: Greenwald señala que durante esa campaña contra los derechos laborales lograron que se publicaran no menos de 4000 estudios y papers en sintonía con su pretensión de eliminarlo.
Han llevado adelante, como no sorprenderá a nadie a esta altura, brutales compañas para hacer desaparecer los sindicatos como forma de asociación de los trabajadores («Una sociedad libre no necesita sindicatos»). Han batallado para llevar la edad de jubilación a los 70 años. Han batallado contra el seguro social o de desempleo, también con decenas de «expertos» parloteando en la televisión sobre el costo que generan en la sociedad «los vagos». Han creado, además, la organización Voto Verdadero, un núcleo duro de su concepción ideológica. Multiplicando los requisitos para votar en elecciones estaduales o generales, lograron una ley que dejó afuera de las urnas a millones de personas, sobre todo negros, latinos, discapacitados y ancianos.
En definitiva, los Koch son la prueba de que la democracia norteamericana es la menos indicada para ser «exportable» y la que menos autoridad tiene en este momento histórico para decirles a otras democracias cuáles son sus virtudes y defectos. La democracia de Estados Unidos se ha vuelto una mercancía más, algo en la góndola de lujo a la que acceden no sólo los hermanos Koch, sino quienes se les parecen: son muy, muy pocos, y quieren todo, absolutamente todo para ellos.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-270783-2015-04-18.html