A principios del pasado mes de mayo se celebró en Washington el llamado Diálogo Estratégico y Económico, mecanismo con el que Estados Unidos y China acordaron trabajar para incrementar el diálogo y la confianza mutua. Wang Qishan, viceprimer ministro chino, que dirigía la delegación de su país, fue recibido por el presidente norteamericano Obama en […]
A principios del pasado mes de mayo se celebró en Washington el llamado Diálogo Estratégico y Económico, mecanismo con el que Estados Unidos y China acordaron trabajar para incrementar el diálogo y la confianza mutua. Wang Qishan, viceprimer ministro chino, que dirigía la delegación de su país, fue recibido por el presidente norteamericano Obama en el marco del desarrollo de los acuerdos suscritos con ocasión de la visita, en enero, del presidente Hu Jintao a Estados Unidos. Aumentar la confianza entre las dos potencias, mejorar las relaciones, y colaborar para fomentar el desarrollo económico y la paz en el planeta, fueron los propósitos proclamados por ambos países. La presencia del vicepresidente Joe Biden, de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, y del secretario del Tesoro, Timothy Geithner, eran la muestra de la importancia que el gobierno norteamericano daba al encuentro. A juzgar por los acuerdos suscritos, las conversaciones fueron un éxito, que se enmarca en la política china para incrementar la cooperación, pese a las diferencias sobre cuestiones comerciales, de importación de alta tecnología, de cotización de las monedas, y sobre la distinta visión de los derechos humanos, por lo que la firma de un Acuerdo Marco Integral entre los dos países para impulsar el crecimiento sostenible sirvió para que Pekín considerase satisfactoria la cita.
Los esfuerzos chinos para mejorar las relaciones llegaron incluso a expresar su respeto por la presencia norteamericana en Asia, en la esperanza de que contribuyese a la desactivación de conflictos en toda la región del Asia-Pacífico, con el compromiso añadido de celebrar consultas mutuas sobre cuestiones asiáticas, donde los conflictos latentes en el Mar Amarillo y en el Mar del Sur de China preocupan a Pekín, y a desarrollar los contactos entre el Pentágono y el Ejército Popular de Liberación chino en asuntos como la seguridad global, Internet y el armamento nuclear. Las numerosas bases militares norteamericanas en Asia, y su presencia en la mayoría de los focos de conflicto, a veces con estatuto protagonista, como en Corea y en Taiwan, junto con la ocupación militar en Afganistán e Iraq, y el despliegue naval en el golfo Pérsico y en el Índico, son un constante recordatorio de la política imperial de Washington, y de un agresivo esquema de intervención que creció en los largos años de la guerra fría. China considera que para fortalecer las relaciones militares entre ambos países, debe solucionarse la cuestión de la venta de armas norteamericanas a Taiwan, debe cesar la constante actividad de la Aviación y la Marina norteamericanas en zonas cercanas a las aguas y al espacio aéreo de importantes zonas económicas chinas (en misiones que Washington califica de «reconocimiento», aunque, en realidad, son de espionaje y de afirmación de su presencia en Asia), así como deben anularse las limitaciones legislativas norteamericanas a la cooperación militar entre Washington y Pekín. La relevante visita de Chen Bingde, jefe del Estado mayor chino, a Estados Unidos, también en mayo, para reunirse con su homólogo el almirante Michael G. Mullen (quien será sustituido por el general Martin Dempsey, un duro veterano de la ocupación de Iraq, responsable de numerosas matanzas en el Bagdad de 2003 y 2004) y con Robert Gates, perseguía consolidar el acercamiento, aunque, pese a la paciente política exterior china, las disputas entre ambos países siguen siendo muchas.
Mientras, con una mano, el gobierno norteamericano prometía elevar el grado de confianza con China en ese Diálogo Estratégico y Económico, con la otra, desmentía sus palabras lanzando una operación destinada a crear nuevos problemas a Pekín. Hay que decir que la torpeza del gobierno chino en el manejo de la situación de Liu Xiaobo y Ai Weiwei, encarcelados por Pekín, ha facilitado la actuación norteamericana que ha tenido como principales arietes a algunos militares del Pentágono y responsables del Departamento de Estado, empezando por la propia Hillary Clinton. A mediados de mayo, el gobierno chino criticó con dureza los nada disimulados intentos de Hillary Clinton y del Departamento de Estado norteamericano por promover disturbios y protestas en China bajo una ficticia «revolución jazmín» (promovida desde diferentes focos anónimos de Internet, en Estados Unidos, ligados, sin duda, a sus servicios de inteligencia) siguiendo la estela de las movilizaciones del mundo árabe. La automática interacción de los grandes medios internacionales de comunicación, siempre dóciles a las noticias procedentes del poder en Washington, llevaron a todos los programas informativos y páginas de diarios del resto del mundo la hipotética movilización contra el gobierno que iba a desarrollarse en China.
El rotundo fracaso que cosecharon los llamamientos, pese a la atención que le otorgó al inexistente movimiento la prensa internacional occidental, explica el despechado exabrupto que Clinton se permitió después al calificar como «deplorable» la situación de los derechos humanos en China. La operación había fracasado, pero va a continuar, intentando utilizar los esquemas de movilización desarrollados en el mundo árabe para forzar un reflejo mimético en China, alimentado por la prensa occidental y por la presión internacional. Al insistir en la relevancia de los derechos humanos, la secretaria de Estado, acostumbrada como el resto de dirigentes norteamericanos a señalar a los demás sin reparar en la constante violación de esos derechos que realiza su país, ya había olvidado que, apenas unas semanas antes, el secretario de Defensa, Robert Gates, se había visto forzado, ante las evidencias, a pedir disculpas por la matanza de nueve niños afganos efectuada por sus tropas en Nanglam, en la provincia de Kunar. A finales de mayo, de nuevo las tropas de la OTAN causaban en una matanza de catorce personas, doce niños y dos mujeres.
No obstante, curtidos como están en el uso de dos varas para medir, los dirigentes norteamericanos consideraron que no tenían por qué avergonzarse de esos y otros muchos atropellos a los derechos humanos: el recurso a asesinatos extrajudiciales, como hace Estados Unidos; el mantenimiento de ignominiosos campos de concentración como Guantánamo; la legitimación de la tortura, el inicio de nuevas guerras ¡en nombre de la paz!, el bombardeo de poblaciones civiles, y la violación de las resoluciones de la ONU, como está ocurriendo en Libia, son responsabilidad directa de Washington, y están contribuyendo a configurar un mundo donde se prescinde del derecho internacional.
Cuando, a mediados de 2010, las principales potencias mundiales analizaron la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos constataron que los cambios introducidos con relación a la política de George W. Bush eran mínimos. Era la primera vez que Obama concretaba en un documento su estrategia global. El análisis implícito en el texto revelaba la convicción del nuevo gobierno norteamericano de que la etapa Bush se saldó con un fracaso, aunque Barack Obama cree que Estados Unidos debe seguir siendo el país que dirija el mundo, por mucho que ese espejismo esté empezando a desaparecer. Objetivo de su estrategia: reforzar la economía norteamericana y dotarse de un nuevo discurso que permita seguir ostentando la condición de primera potencia mundial. Sin embargo, es dudoso que pueda mantenerlo.
Estados Unidos centra su interés en China, India y Rusia, y, en un segundo plano, en Brasil, además de en Indonesia y Sudáfrica, países con clara vocación de poder regional. Bajo Obama, la estrategia militar norteamericana, publicada a principios de 2011 (y que viene a sustituir la aprobada por Bush, en 2004), dedica especial atención a China, a quien identifica como el principal rival estratégico; reduce también el interés hacia Rusia, y pretende mantener la primacía en el terreno militar sobre el resto de potencias, a semejanza del diseño imperial británico en el siglo XIX, y, aunque no renuncia a intervenciones militares unilaterales, otorga mayor importancia a la formación de coaliciones de países… que contribuyan a sufragar los gastos militares, y que estén dispuestos a trabajar por los objetivos fijados en Washington. No debe olvidarse que Estados Unidos despilfarran por sí solos casi la mitad del total de gastos militares mundiales, y que sus dificultades financieras van a forzarles a reducir el presupuesto del Pentágono.
Aun dedicando una atención secundaria a Rusia, los acuerdos firmados con Moscú sobre el armamento nuclear estratégico (el nuevo START) y la disposición rusa para continuar negociando, consolidan una nueva relación que Washington desearía que se concretase en una colaboración para mantener la estabilidad en Asia, es decir, para que los cambios en el continente más poblado sean los mínimos para seguir manteniendo el papel de árbitro y potencia imprescindible. Obama, que visitará Rusia este verano, aunque ofreció el «reinicio» de las relaciones con Moscú, no ha renunciado por ello a limitar el papel internacional de Rusia, y, a juzgar por las declaraciones del vicepresidente Biden al Wall Street Journal, en 2009 (donde mantuvo que la precariedad de la economía rusa forzaría a Moscú a hacer concesiones a Estados Unidos tanto en cuestiones de seguridad, como en la pérdida de influencia en las antiguas repúblicas soviéticas, y en la reducción de armamento nuclear), su política sigue presidida por la ambición de imponer condiciones a Rusia. Mientras intenta atraerse a Moscú, con la mirada puesta en China, Washington sigue interviniendo activamente en la antigua periferia soviética con un discurso formal de defensa de la democracia que esconde un evidente deseo expansionista: la sangrienta represión dirigida por el presidente Saakashvili, que recibe la protección de Washington, contra las manifestaciones opositoras que han tenido lugar durante el mes de mayo en Georgia, con muertos y heridos, acompañada de decenas de manifestantes «desaparecidos», revela la hipocresía de la apuesta por la democracia que predica Washington.
Estados Unidos precisa la benevolencia de Moscú para afrontar en buenas condiciones sus contenciosos de Afganistán e Irán, para lo que ha conseguido importantes niveles de colaboración, y también para el nuevo diseño del Asia oriental, centrado en China, y con Corea en segundo plano. El acuerdo ruso-norteamericano para el tránsito de militares y armamento estadounidense con destino a Afganistán (que se firmó en 2009 y se renueva anualmente) aunque no es, ni de lejos, la principal vía de abastecimiento para las tropas de ocupación norteamericanas, es una muestra del interés ruso por complacer en lo posible a Washington, aunque esa decisión no constituya «un apoyo de aliado», como matizó la cancillería rusa. Al mismo tiempo, las revueltas árabes están creando un nuevo escenario en Oriente Medio, donde la intervención militar de la OTAN en Libia es criticada con dureza por Moscú, que ha denunciado la abusiva interpretación de la resolución del Consejo de Seguridad. Así, Putin, pocos días después del inicio de la intervención de la OTAN en Libia, recordó que Estados Unidos mantiene su inclinación por atacar a otros países, y puso como ejemplos los bombardeos sobre Yugoslavia ordenados por Clinton, y los ataques e invasión de Afganistán e Iraq. Putin fue contundente, declarando que «ahora llegó el turno de Libia. La están bombardeando bajo el pretexto de defender a la población civil. Los autores de esa acción no tienen lógica ni escrúpulos». Moscú ha denunciado públicamente que los bombardeos de la OTAN sobre Trípoli, que han causado numerosos muertos, «violan las resoluciones de la ONU». Sin embargo, eso no impide que, en la cumbre del G-8 en Deauville, Medvédev suscribiese también la posición norteamericana exigiendo el abandono de Gadafi. Otros asuntos de fricción entre ambos países son la crisis siria, donde Rusia apoya las reformas de Asad, frente a la amenazadora posición de Estados Unidos, que exige una transición y la entrega del poder de Bachar el Asad… si no quiere correr el riesgo de ser derrocado, como afirmó la Casa Blanca; y la cuestión palestina, donde el pacto entre Hamás y Al Fatah ha sido condenado por Obama y saludado por los rusos. Medvédev apuesta por lo que ha denominado una «alianza modernizadora», ofreciendo a Estados Unidos y la Unión Europea una cooperación estratégica, y, al mismo tiempo, la configuración de nuestras estructuras de seguridad en Asia y el Pacífico y la cooperación en el campo energético. En el diseño estratégico norteamericano el objetivo ideal sería repetir, ahora con Moscú para contener a China, el pacto al que llegó Washington con Pekín en 1973 para contener a la Unión Soviética, (según ha revelado Henry Kissinger, en su libro On China), en los peores años de la disparatada política exterior del último Mao Tsé Tung.
Vista desde Pekín esa compleja partida a tres bandas, es obvio que la razón última del «reinicio» ofrecido por Obama a Moscú significa intentar atraerse a Rusia al grupo de países interesados en la contención de China, aunque la cuestión del escudo-antimisiles, de la intromisión norteamericana en el Cáucaso, Ucrania y Asia central, y de la expansión de la OTAN, dificultan sobremanera esa posibilidad, por no hablar de los lazos que se han ido consolidando en el seno de la Organización para la Cooperación de Shanghai entre Moscú y Pekín. En la práctica, la nueva doctrina militar norteamericana quiere impedir una mayor aproximación entre China y Rusia: ésta no le preocupa por sí misma, pero sí como aliada de Pekín. La conferencia que celebraron los dos países en Moscú, en marzo de 2011, estuvo centrada en la propuesta china para que los hidrocarburos y las nuevas energías limpias sean el eje de las amistosas relaciones mutuas, en una alianza para la modernización de ambas economías. No sin problemas: las materias primas suponen más del noventa por ciento de las exportaciones rusas a China, y el acelerado desarrollo chino ha cambiado los términos de la relación, con una Rusia debilitada y una China cada vez más fuerte, y, aunque Moscú ya no se alarma ante los interesados pronósticos de una «invasión china» de Siberia (a la vista de que se está produciendo el fenómeno contrario, una creciente emigración de rusos hacia China y la disminución progresiva de la población china en Rusia), el gran país eslavo todavía no se ha decantado con claridad.
Washington desconfía profundamente de China, y una buena parte de sus dirigentes no creen la declarada intención del gobierno de Pekín de que China no busca sustituirle en el papel de principal potencia mundial, ni ambiciona un nuevo mundo unipolar, sino que apuesta por la multipolaridad. Las acusaciones periódicas sobre el peligro del fortalecimiento chino no proceden sólo de los sectores políticos más extremistas y conservadores de Estados Unidos. Con ocasión del apresamiento del capitán chino por las patrulleras japonesas, a finales de 2010, incluso Paul Krugman se permitió llamar la atención, desde The New York Times, sobre China, considerándola «un régimen poco confiable», con un «peligroso gobierno presto a desenfundar las armas de una guerra económica a la más leve provocación». Sin embargo, la recurrente alarma que suscitan los círculos de poder norteamericanos sobre el creciente poder militar chino (como hizo el almirante Michael G. Mullen, jefe del Estado mayor conjunto estadounidense y principal responsable militar del país) no resiste un análisis serio. China cuenta con una limitada potencia nuclear (unas doscientas cabezas), frente al impresionante arsenal norteamericano; sus fuerzas aéreas son inferiores en potencia de fuego y en la modernización de los aparatos, al igual que el ejército de tierra, y, en cuanto a las fuerzas navales, China es la única potencia nuclear con derecho a veto en la ONU que no cuenta con ningún portaaviones. Es cierto que el potencial militar chino y su capacidad de intervención exterior han aumentado, como muestra la rápida y gigantesca operación para evacuar a casi cuarenta mil ciudadanos chinos de Libia, en el inicio de la crisis, con decenas de vuelos, buques de carga, e incluso un navío de escolta, el primer barco de la Armada china que entraba en el mar Mediterráneo, pero concluir que se está gestando una «amenaza china» es intoxicar de forma interesada a los gobiernos y a la opinión mundial. Pekín lleva años insistiendo en que su política estratégica no busca la hegemonía mundial, ni sustituir en ese papel a Estados Unidos, y, a la vista de la total ausencia de fuerzas militares chinas fuera de sus fronteras, en abierto contraste con la expansión militar norteamericana, hay que concluir que es así. Además, la oferta norteamericana a Pekín de colaboración para mantener la estabilidad en la península de Corea, contrasta con su insistencia sobre el peligro potencial del programa de desarrollo militar chino y con su persistente alarmismo ante los gobiernos de Tokio, Seúl, Delhi y de las naciones del sudeste asiático, sobre las «verdaderas intenciones» de China.
Los cambios en la geografía estratégica mundial han traído el G-20, relegando al viejo G-7 (y su ampliación al G-8) que habían sido el instrumento de la dominación norteamericana. Y las voces de las nuevas potencias en ascenso se hacen oír. La cumbre de Sanya en el mes de abril, en la isla china de Hainan, de los cinco países del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) supuso una llamada de atención por el despilfarro de recursos de Estados Unidos, por su creciente déficit y deuda exterior, y por la insostenible función del dólar como moneda de reserva internacional. Poniendo el dedo en la llaga del caótico sistema monetario y financiero internacional, los cinco países decidieron impulsar la reforma del sistema monetario internacional para sustituirlo por una estructura estable de monedas que asegure la estabilidad del planeta. Al mismo tiempo, la crítica al uso de la fuerza militar en Oriente Medio y en el norte de África, con explícita mención a la agresión a Libia, fue también un reproche nada velado a la política exterior norteamericana.
De hecho, Washington constata la existencia de dos grandes poderes en Asia, China e India, y que sus propios intereses se encuentran cada vez más concentrados en la gran área de Asia-Pacífico, aunque no pierda de vista el fortalecimiento paulatino de Brasil. La declarada voluntad norteamericana de «volver al sudeste asiático» y prestar más atención al conjunto de Asia, parece estar reactivando conflictos: los serios enfrentamientos militares entre Camboya y Thailandia, con varios muertos, por el control de un pequeño territorio fronterizo, cobran sentido con la intervención del gobierno thailandés ante su parlamento que hizo notar que China, Rusia e India apoyaban a Camboya, mientras que Estados Unidos era un sólido aliado de Bangkok. También vuelven a cobrar importancia tanto el dominio de Tokio sobre las islas Diaoyutai (o Senkaku, para los nipones) que se niega a devolver a China y cuyo control mantiene gracias al traspaso realizado por Estados Unidos en 1972, cuyas aguas fueron escenario de un serio incidente por el abordaje de un buque chino por patrulleras japonesas en septiembre de 2010, así como la permanente reclamación japonesa sobre las Kuriles (que exige a Moscú), y la advertencia del Departamento de Estado norteamericano sobre las diferencias en el Mar del Sur de China, ofreciendo la ayuda estadounidense a quién la solicitase… siempre que fuese en oposición a Pekín, aplicando así su nueva estrategia militar que recoge la determinación de ayudar a cualquier país a «neutralizar cualquier amenaza para el actual sistema internacional de relaciones económicas». Es decir, Washington hará todo lo posible para que nada cambie, y para mantener su papel preponderante en Asia, al tiempo que quienes estén contra China podrán contar con su ayuda, transparente o encubierta, y, para ello, intentará utilizar muchas de las disputas políticas en Asia que cuentan con una dinámica propia, desde Corea hasta el Mar Arábigo, para reforzar alianzas y forjar nuevos compromisos.
Como si fuera un signo de los nuevos tiempos, la estrategia militar de Obama es un implícito, y doloroso, reconocimiento de que Estados Unidos no puede imponer ya el esquema global de la seguridad internacional y, mucho menos, condicionar la actuación del resto de potencias mundiales. Pese a ello, intenta contener la influencia china en el ámbito de sus aguas ribereñas: el Mar de China oriental, el Mar Amarillo y el Mar del Sur de China, aunque Washington considera inevitable que el fortalecimiento económico chino comportará la modernización del ejército, además de la expansión de su programa espacial y una creciente sofisticación en el ciberespacio. Frente a los temores estadounidenses, la estrategia china, recogida en su libro blanco sobre la defensa, es clara: Pekín mantiene que el objetivo principal de sus fuerzas armadas es la defensa del país, y que no pretende «iniciar guerras, ni invadir a otros países, ni ampliar su territorio, ni embarcarse en una carrera de armamentos».
Mientras el gobierno de Pekín prosigue su rápido crecimiento económico, pasando de un modelo basado en la exportación gracias a los bajos salarios, a otro que tenga en la demanda interior y en la innovación tecnológica sus principales puntos de referencia, Estados Unidos constata cómo se deteriora su influencia global, al tiempo que se enfrenta a la paradoja de seguir utilizando (y manteniendo, ay) su enorme poder militar… mientras se debilitan las bases de su fortaleza económica, forzado a seguir solicitando crédito a otras potencias (China, Japón, Corea del Sur, Rusia) y a continuar atrayendo buena parte del ahorro mundial para mantener su desbocada deuda. Estados Unidos empieza a constatar que el imperio se ha vuelto vulnerable. La obsesión por el terrorismo de Al Qaeda, (que, aunque es obvio que no representa un enemigo real, no deja de ser útil como espantajo para galvanizar a sus aliados y mantener la primacía con la espesa tela de araña de los acuerdos forzados en la OTAN), y el asesinato extrajudicial de Ben Laden, pueden abrir una nueva etapa de cierto repliegue estratégico norteamericano, sin renunciar por ello a su actual penetración en todo el gran Oriente Medio, desde Egipto hasta Afganistán y Pakistán.
El descontrolado déficit y la gigantesca deuda van a forzar a Estados Unidos a una etapa de austeridad y reducción de su despliegue militar en el mundo, que, de hecho, ya se ha iniciado con el previsto repliegue parcial en Iraq y Afganistán. La percepción de la decadencia ha hecho mella entre la población norteamericana: a principios de este año, el Pew Research Center hacía pública una encuesta que revelaba que casi la mitad de los ciudadanos estadounidenses creían que China era ya la primera potencia económica del mundo, mientras que dos años atrás apenas lo creía un tercio. De hecho, lo sorprendente es que aunque Estados Unidos es todavía la primera economía mundial, la convicción de que su tiempo histórico se agota ha penetrado profundamente entre sus ciudadanos. La nueva obsesión por el deadline, en 2016 (según el FMI, en ese año la economía china superará a la norteamericana, en paridad de poder adquisitivo), presente en todos los canales de televisión norteamericanos, es la evidencia de que, aunque algunos responsables parezcan no darse cuenta y sigan dando lecciones al resto del mundo, los tiempos están cambiando. La propia CNN calificaba a ese deadline como «el fin del imperio americano». La retórica de Obama, en su intervención ante Cameron (el dirigente conservador que habló, con precisión, durante los años de Tony Blair, de una relación esclava con Washington) y el Parlamento británico, afirmando que «es un error pensar que otras naciones representan el futuro y que la hora de nuestro liderazgo ha pasado», hubiese sido innecesaria quince años atrás, cuando nada parecía oponerse al poder de Washington. Hoy, esas palabras se pronuncian para conjurar el temor a otro mundo distinto, como si fueran los gestos con que el presidente norteamericano señalaba, para ocultarlo, el deadline, el fin del plazo, porque para Estados Unidos han empezado a dibujarse los límites del miedo.