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Magreb-Sahel: la militarización de una muralla imposible

Fuentes: Ctxt [Foto: Soldados del GNA rezando en Sirte, Libia, en 2016 (Gabriele Micalizzi)]

El 30 de enero de 2020, la organización humanitaria Oxfam Intermón publicó un prolijo y acerado informe sobre los flujos de la migración en el norte de África y el Sahel que exponía con claridad los efectos de las políticas militaristas aplicadas durante la década anterior por la Unión Europea en ambas regiones, convertidas en la nueva y voluble frontera sur de Europa. Cerca de cuarenta páginas basadas en la experiencia sobre el terreno, en decenas de entrevistas personales y años de minuciosa investigación que conducían a dos conclusiones tan polémicas como turbadoras: la primera, que la magnitud de la cuestión migratoria, pese a ser un drama real y preocupante, ha sido sobredimensionada durante el último lustro por razones espurias, de índole política y económica; la segunda, que esta amplificación responde a una estrategia pancista, diseñada por la propia Europa comunitaria, con el objetivo de erigirse en la primera “proveedora de seguridad y defensa” en ambas regiones, como consignó la misma Comisión Europea en el borrador para el marco presupuestario 2020-2027, publicado dos años antes. Miles de millones de euros dedicados a blindar las fronteras, militarizar los Estados vecinos del sur y externalizar el control de los flujos migratorios con un velado anhelo final –favorecer e impulsar el magro negocio de la industria bélica y de seguridad europea–, pese a que las cifras confirman una realidad diferente y los testimonios un abanico de problemas y consecuencias a corto y medio plazo más amplio y diverso: de acuerdo con las cifras proporcionadas por Oxfam, en 2017, fecha del auge de llegadas a través del mar, el número de migrantes calificados como “irregulares”, incluidos los demandantes de asilo pendientes de resolución, suponía apenas un 1% de la población europea. En el caso de uno de los países fronterizos más vulnerables, como España, el porcentaje era incluso ligeramente inferior. A finales de 2019, el número de ciudadanos extranjeros que habían completado su periplo e ingresado de forma clandestina sumaban en torno a 400.000 personas, alrededor del 0,8% de la población total residente. Ese mismo año, y en una entrevista realizada en su despacho en Niamey, Tchermo Hamadou Bulilama, director de programas de la organización local Espacio Alternativo Ciudadano explicaba a los autores del web-doc The Libyan Crossroads (2010-2020), trabajo de referencia sobre el Sahel incluido en el fondo documental de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, que el 91 por ciento de los millones de personas que se mueven cada año en África en busca de trabajo y prosperidad lo hacen a través de las fronteras interiores y que solo un 9% busca saltar al pretendido paraíso europeo desde los desiertos del Sahel y las playas del norte de África, territorios cuyas dinámicas se desconocen –o se obvian– en Europa, más proclive en su política de vecindad a levantar muros que a construir caminos seguros.

Histórico cruce de caminos, el norte de África y el Sahel son hoy, iniciada la segunda década del siglo XXI, un territorio sumido en múltiples crisis, víctima de la merma de sus tradicionales modelos de vida –arruinados por la imposición acelerada de la modernidad, la avidez capitalista, el fracaso comunista, la pervivencia de los autoritarismos, la persistencia de la guerra, la inestabilidad política crónica y la imparable crisis climática– pero también del ávido neocolonialismo neoliberal emprendido por los Estados europeos, que en la última década han desplegado miles de tropas y urdido un lucrativo negocio de venta de armas y equipos de seguridad que mueve miles de millones de euros anuales; y que ha agudizado otros problemas estructurales como la normalización de la miseria, la corrupción y el paro endémicos, la aguda brecha tecnológica, el subdesarrollo educativo, la escasez y precariedad de las infraestructuras, la inseguridad alimentaria, la injerencia extranjera, la ambición ciega de sus propios dirigentes, el extremismo religioso, la violencia constitutiva, la conculcación reiterada de los derechos fundamentales, el yugo del patriarcado, el imparable estrés hídrico –que según datos de la ONU será irreversible en apenas dos décadas– y la explosión de la desigualdad, económica, social pero también sanitaria, como ha demostrado la pandemia del coronavirus. Condiciones que han favorecido tanto la ruina de los sistemas económicos nacionales tradicionales –substituidos por un enrevesado entramado transnacional corsario basado en el contrabando–, como la consolidación de poderosas heterarquías adscritas al wahabismo-saudí, la interpretación herética más radical y violenta del islam. Una sarta de pequeños pero vigorosos “reinos de taifas”, diseminados por las zonas rurales y limítrofes del sur de Argelia, Túnez y Libia, el norte de Mali, Níger, Burkina Faso, Camerún, Nigeria y ciertas regiones de Mauritania, Senegal y el lago Chad, dirigidas por señores de la guerra al margen del control de los gobiernos centrales, en los que proliferan distintas mafias transfronterizas –conectadas con grupos afines en el sur de Europa y todo el norte de África– que aprovechan las rutas caravaneras ancestrales y la corrupción estatal para traficar con armas, personas, alimentos y, sobre todo, combustible, núcleo del comercio ilícito circular que articula ambas regiones. Una suerte de economía paralela bucanera que genera miles de millones de euros y es fuente de riqueza y trabajo para millones de ciudadanos africanos que ni siquiera tienen la opción o el derecho a soñar un futuro más amable.

Al deterioro climático, la proliferación demográfica, las políticas de militarización, la economía filibustera y la amenaza constante del yihadismo se suma la fragilidad política de dos regiones que, acostumbradas a los golpes de Estado –cruentos e incruentos– y marchitado el paréntesis de ilusión que supusieron las “primaveras árabes”, se han visto abrumadas por la corriente neocesarista impulsada por regímenes reaccionarios como Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí, que hace ahora una década sintieron que las revoluciones sociales en los “Estados árabes hermanos” amenazaban sus discutibles fundamentos. En enero de 2011, decenas de miles de tunecinos se atrevieron a romper con décadas de frustración, represión y silencio, y con la complicidad de las élites financieras locales –inquietas por la deriva cleptómana y el declive de la dictadura que habían apoyado– incendiaron las calles de la capital al grito de “libertad, derechos y justicia social”, en un estallido de ira popular que sorprendió y contagió al mundo. Una revolución en apariencia espontánea, que en apenas un mes derribó la tiranía a de Zinedin el Abedin Ben Ali (1987-2011), enamoró a la prensa planetaria y se propagó como un virus libertario, largamente reprimido, por el resto de hipodemocracias autoritarias del entonces ya caduco mundo árabe. En algunas de ellas, como Egipto, fruto de similar desencanto social y del propio desgaste del clan dirigente; en otras, como Siria y Libia, consecuencia además de una conjura azuzada desde el exterior.

La muerte de las primaveras árabes

Una década más tarde, aquella esperanza libertaria que extendió el optimismo por el Magreb –un amplio espacio habitado por cerca de 95 millones de personas, el 80% de ellas en Argelia y Marruecos–, ni siquiera pervive ya en su lugar de nacimiento, Túnez, escenario de una trabada e inconclusa transición democrática que comenzó a expirar el 25 de julio de 2021, fecha en la que el presidente de la República, Kaïes Said, suspendió el Parlamento, cesó al primer ministro y se arrogó poderes excepcionales en un golpe de autoritarismo que justificó recurriendo a una interpretación propia y forzada del artículo 80 de la Constitución, que permite al jefe de Estado asumir el control de la nación durante un mes en caso de “amenaza inminente”. Treinta días después, con decenas de personas arrestadas y la salida del país vedada a cientos de juristas, diputados, empresarios y políticos, el mandatario identificó a la propia Asamblea y a los partidos políticos como esa supuesta amenaza y anunció que prorrogaría la excepcionalidad de forma indefinida, pese a las presiones internacionales –en especial de Estados Unidos y la Unión Europea– para que se restableciera la normalidad democrática. Además, anunció la puesta en marcha de un proyecto para transformar la democracia parlamentaria participativa –elegida por el pueblo tunecino tras la revolución– en un sistema presidencialista de corte absolutista e hipodemocrático similar a las dictaduras y monarquías que dominaban Túnez y el resto de los países islámicos en el estertor del siglo XX y el amanecer del XXI. Y la formación de un nuevo gobierno, designado por él mismo y a sus órdenes, encargado de gestionar el país y facilitar la disolución de la Cámara y la enmienda del texto constitucional a través de un plebiscito.

Este golpe de gracia a la alternativa democrática implicó, además, el peligroso fusilamiento del ajado pero inevitable Islam político –la ideología conservadora pero dialogante que alumbró en la primera mitad del siglo XX Hasan al Banna, fundador de los Hermanos Musulmanes–, ajusticiado, como antes ocurrió en Egipto o Libia, por la inquietante contrarreforma ultraconservadora wahabí. En mayo de 2015, tras dos años de crisis política y social que amenazaba con hacer descarrilar la todavía imberbe transición tunecina, el líder del movimiento de tendencia islamista Ennahda, Rachid Ghannouchi, logró un hito histórico. Quebrando la resistencia de las corrientes internas más reaccionarias, convocó un congreso en el que la organización, hija doctrinal del erudito egipcio, separaba, por primera vez en siglos de pensamiento islámico, la predicación religiosa de la actividad política. Desde ese día, el movimiento quedó disgregado en dos brazos independientes que compartían objetivos comunes, pero diferían en los métodos. Por un lado, el partido político, comprometido con el juego de equilibrios democráticos al que aspiraba el país; y por otro, la fundación, destinada a fomentar la islamización de la sociedad a través del adoctrinamiento y la acción social. Unos meses antes, había llamado al líder de la principal corriente laica tunecina, Beji Caid Essebsi –un miembro de la aristocracia política creada en torno a la figura del expresidente Habib Bourguiba que había ostentado cargos de relevancia durante el inicio de la dictadura– y junto a UGTT, principal sindicato, a la patronal (UTICA), la asociación de abogados y la Liga Tunecina de Defensa de los Derechos Humanos– les había dado el apoyo de los conservadores islamistas –mayoritarios en la sociedad– a un plan nacional para salvar el país del espectro de la violencia yihadista y la guerra civil. Aquel arriesgado ejemplo de diálogo fue recompensado con el premio Nobel de la Paz, concedido a las cuatro organizaciones mencionadas. La “excepción tunecina” recobraba el rumbo perdido y completaba la transición con una democracia constitucional participativa y un sistema pluripartidista en el que por primera vez en el mundo árabe-islámico competía el embrión de un partido conservador con atributos de la democracia cristiana europea. Pero también formaciones ultraconservadoras salafistas similares a Vox en España o Alternativa para Alemania (AFD). En el fondo de la estrategia, que generó desconfianza y produjo nuevas escisiones en el seno de su propio movimiento, Ghannouchi y su entorno albergaban la idea de que se desarrollara un sistema de mayorías bipartidistas, similar al que floreció en la España de la transición, en el que los islamistas y sectores del antiguo régimen reconvertidos se alternaran en el poder y culminaran, a través de pactos de Estado, la transformación política, legal y económica que requería el país. Y al igual que ocurrió entonces en España con el demonizado Partido Comunista, esperaban que las élites financieras del pasado y los grupos progresistas y laicos del presente comprendieran que era imposible gobernar en contra de una masa social islamista que representa, se quiera o no, a más del 25% de la población.

Cinco años después, el consenso forjado por el presidente, que agrupa a una parte significativa de la población, al Estado profundo y a la oligarquía económica, con el objeto de tratar de alterar este tránsito progresista y desviarlo de la vereda de la democracia, se sostiene tanto en el fracaso de esa ambición bipartidista –anegada por la aristocracia política post colonial, que insiste en arrinconar a los islamistas–, como en las decenas de concesiones y decisiones políticas erróneas adoptadas por Ennahda en los últimos años, y que en numerosas ocasiones el propio movimiento aseguró haber tomado en razón de un bienintencionado pero quizá inocente deseo de mantener la concordia y la paz social en una atmósfera de creciente crisis económica e inestabilidad política. Es indudable que la suerte de golpe de Estado incruento dado el 25 de julio albergaba entre sus metas principales apuntillar al partido islamista, en declive y ya muy lacerado debido a sus múltiples disputas internas, hecho que explica el respaldo de distintos sectores de la sociedad no afines al mandatario –como el Partido Desturiano Libre (PDL), de Abeer Moussi, que representa al benalismo más extremo–, y el alborozo de Arabia Saudí, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos, adalides de la corriente neocesarista. Y es irrefutable también, como la experiencia del pasado en otros Estados demuestra, que cuanto más se constriñe el espacio de maniobra del Islam moderado más terreno ganan las interpretaciones retrógradas, ya sea en el marco del salafismo o del yihadismo. La historia reciente de Túnez no se parece a Egipto en cuanto a su evolución, ya que mientras en el primero el movimiento islamista siempre evitó gobernar en solitario, tratando de forjar consensos y alianzas –maniobras que convirtieron a Ghannouchi en un traidor para sus partidarios más radicales y en un conspirador siniestro para sus enemigos, dentro y fuera de la organización–, en el país de los faraones el discurso militante y las políticas decididas del gobierno liderado por Mohamad Mursi colisionaron enseguida con la consolidada cleptocracia militar, que jamás estuvo dispuesta a ceder ninguno de sus privilegios, ni a los jóvenes de la plaza de Tahrir ni a los herederos de Hasan al Banna. Pero sí comparte similitudes en muchas de sus consecuencias. Con el país arruinado, la financiación saudí y emiratí supuso la salvación pero también la condena para el nuevo régimen abanderado por el puño de hierro del general Abdel Fatah al Sisi; dinero sujeto a condiciones ideológicas y geoestratégicas que asimismo recibió con gusto en Libia el mariscal Jalifa Hafter, enfrentado al antiguo gobierno islamista en Trípoli, y con el que Riad y Dubai tentaron a Kaïes Said en Túnez, una vez que la Unión Europea, Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional (FMI), además de otros acreedores y donantes, deslizaron que la continuidad de sus créditos y ayudas dependerían de la fidelidad a los principios de la democracia.

El Islam político, representado por el Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD), fue de igual forma el chivo expiatorio de los fracasos políticos y económicos en Marruecos, especialmente graves desde el inicio de la diplomacia beligerante y arribista que en 2018 inauguró el ministro de Asuntos Exteriores, Naser Burita, un hombre enlazado con el Estado profundo y los servicios de inteligencia. Aquel año, e impelido por las políticas unilateralistas de la administración Trump, Rabat abandonó el diálogo con el Frente Polisario y se embarcó en una campaña para forzar el reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, condición previa a cualquier otro tipo de negociación sobre lo que denominó la concesión de “una amplia autonomía”, en un intento por aniquilar el referéndum de autodeterminación aceptado ante la ONU en 1991. Con su rival en la región, Argelia, sumido en una grave crisis política y económica, la estrategia pareció funcionar: en diciembre de 2020, un mes antes de abandonar el Despacho Oval, el excéntrico y ultraliberal multimillonario norteamericano firmó una orden presidencial en la que aceptaba la marroquinidad de la antigua colonia española a cambio del reconocimiento por parte de Marruecos del Estado de Israel. Envalentonado, confiado en que países como Túnez y Mauritania pudieran seguir en breve la misma senda, Burita elevó el tono contra Argelia, vecino y principal apoyo de los saharauis, y apuntó sus lanzas primero contra Alemania y después contra España, aprovechando la acogida dada al líder del Frente Polisario y presidente de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) –reconocida por decenas de países–, Brahim Ghali, enfermo de covid-19. En el apogeo del conflicto diplomático con Madrid, miles de personas cruzaron de forma irregular a España, muchas de ellas adolescentes marroquíes, en el tradicional recurso de Rabat al chantaje migratorio. Europa, sin embargo, cerró filas y la estrategia patinó. Apenas unos meses después, y en el marco de un sistema en el que los poderes se concentran en la figura del monarca, el PJD sufrió una humillante derrota electoral que le condenó a la irrelevancia parlamentaria y que entregó el poder a un creso empresario con estrechos vínculos en el Palacio Real, poseedor de la mayor fortuna del país, al margen de la del propio rey. Los islamistas, que al igual que Ennahda había vencido en todas las elecciones disputadas tras el estallido de “las primaveras árabes” una década atrás, y gobernado en coalición con otros partidos, perdieron el 90% de sus escaños, una cifra que pareció excesiva incluso en un entorno de aguda crisis económica, de la que tampoco eran enteramente responsables. La composición del gobierno, revelada un mes después, no supuso en realidad, cambio alguno más allá de la cosmética de las siglas. Los llamados ministros de Estado, a los que designa personalmente el rey en un sistema que pretende emular Kaïes Said en Túnez, repitieron en el cargo: entre ellos, el propio Burita y el titular de Interior, Abdeluafi Laftit, ejecutores de la crisis con España y Alemania. Con la sentencia condenatoria del Tribunal Europeo sobre la ilegalidad que suponen los acuerdos entre Marruecos y la UE que afectan a la explotación de los recursos del Sáhara Occidental, el mensaje de Rabat se mantenía beligerante y meridiano. Solo las presiones de la nueva administración estadounidense para que aceptara el nombramiento de un nuevo enviado especial de la ONU para el conflicto saharaui constataron una pequeña renuncia. El nombre de Staffan de Mistura había sido puesto en la mesa en abril de 2021 y aceptado casi de inmediato por el Frente Polisario, que ofrece a Marruecos retornar a la mesa de negociación y actualizar un acuerdo de alto el fuego firmado hace 30 años y que considera anticuado. Rabat se resistió a aceptar al diplomático sueco hasta mediados de septiembre.

El conflicto en el Sáhara Occidental es uno de los fundamentos principales del enquistado conflicto entre Marruecos y Argelia, el otro gran Estado del Norte de África, dominado por uno de los regímenes más herméticos del mundo, y en el que el islamismo es un espectro apisonado bajo la bota de los generales tras años de hostilidad y sangre. Escenario en la década de los cincuenta de una cruenta guerra de la independencia que dejó profundas heridas, y de un cruel conflicto fratricida (1992-2002) entre el Ejército y los grupos salafistas, que sumó más sangre a la memoria, en 2011 apenas sintió la conmoción libertaria que sacudió a sus vecinos y hermanos, pese a que la sociedad argelina compartía las mismas penurias. Consciente del peligro, y confiando en el poder lenitivo del boyante mercado petrolero, que consideraba inagotable, el régimen militar que domina el país desde la salida en 1962 de las tropas coloniales francesas abrió las venturosas arcas del Estado para comprar la paz social con una mezcla de subsidios más generosos y de dádivas populistas en el marco de una doctrina económica de raíz socialista, cimentada en la comercialización del petróleo y el gas –materias que suponen el 90 por ciento de sus exportaciones– y en las subvenciones estatales, sin tejido industrial, con una agricultura enflaquecida y un sistema impositivo arcaico, en el que el primer empleador es el Estado, que ejerce monopolios y un control férreo sobre la inversión privada. Un frágil sistema que comenzó a fisurarse en 2013, tras el ictus que deterioró la capacidad del entonces presidente Abdelaziz Bouteflika, y a quebrarse en 2014, año del desplome de los precios mundiales de los hidrocarburos. Convencido de que no era más que un simple desmoronamiento coyuntural, el régimen recurrió a la reserva de divisas –calculada entonces en más de 187.000 millones de dólares– para mantener la farsa de la estabilidad política y social. En febrero de 2019, fecha del estallido del movimiento popular de oposición masivo Hirak, el error de cálculo había devenido ya en un fracaso político y económico consumado. En la caja apenas quedaban 85.0000 millones de euros en divisas, el mercado petrolero proseguía a la baja y el futuro esbozaba un bruno horizonte tiznado de crisis, parvedad y malestar ciudadano.

Existe controversia sobre el origen del Hirak y quienes fueron sus verdaderos instigadores. Lo único cierto, sin embargo, es que la tarde del 22 de febrero de 2019 quienes recorrieron las calles no eran más que un puñado de jóvenes que parecían salidos de las gradas de los estadios, y que habían trocado los gritos de ánimo al equipo de sus amores por eslóganes de tinte político, con el convaleciente presidente Bouteflika como diana. No fue hasta una semana después, una vez constatada la extraña inacción de las fuerzas de Seguridad –que hasta la fecha actuaban con extremado celo contra cualquier reunión de más de diez personas que no fuera una boda o una ceremonia de circuncisión–, cuando miles de ciudadanos abandonaron balcones, ventanas, reticencias y miedos y se sumaron a las protestas en una suerte de catarsis colectiva multitudinaria. Apenas un mes más tarde, las manifestaciones habían devenido ya en un acto festivo, en una actividad lúdica semanal: cada mañana de viernes aparecían en las principales arterias de Argel y otras ciudades puestos ambulantes de comida y bebida, de banderas, brazaletes y camisetas con el símbolo del Hirak, y familias enteras se engalanaban y se desplazaban al centro concluida la oración comunitaria para exigir libertades y oponerse a que el viejo y enfermo mandatario optara a un quinto mandato consecutivo. Después volvían tranquilas y satisfechas a casa, y recuperaban su monótona vida hasta el viernes siguiente. El 3 de abril de ese mismo año, acuciado por las protestas en la calle y las presiones de una parte del Ejército, el círculo de poder que protegía a Bouteflika anunció la renuncia del mandatario, en la jefatura del Estado desde 1999. La calle estalló en júbilo y la nueva cúpula, liderada por el entonces jefe del Ejército, general Ahmed Gaïd Salah, desencadenó una pretendida “campaña de manos limpias” que condujo a la cárcel a centenares de militares, periodistas, empresarios y políticos, entre ellos a la presidenta del Partido de los Trabajadores, de tendencia comunista, Louise Hanoun, a los dos últimos primeros ministros, Abdelmakek Sellal y Ahmed Ouyahia, y a Said, el hermano del propio Bouteflika, juzgado por corrupción y al que la prensa consideraba el verdadero poder en la sombra. Sin embargo, el proceso de transición enseguida se topó con la resistencia inesperada de la hidra despertada en la calle, que no se conformó y que sorprendida por haber logrado el primer e impensado objetivo tornó sus garras hacia el poder: las manifestaciones semanales prosiguieron, conservando su espíritu pacífico, festivo, pero modificando sus consigas. “Queremos un Estado civil y no militar”, “fuera la mafia que dirige el país” se convirtieron en los nuevos gritos de esperanza de miles de ciudadanos.

Foto: Manifestación en Blida (Argelia) contra el quinto mandato de Bouteflika en marzo de 2019 (Fethi Hamlati. Wikimedia Commons)

En diciembre de ese mismo año, seis meses más tarde de lo dispuesto en la Constitución y en medio de una discreta pero dura y efectiva represión, ejercida por decenas de agentes de paisano que visitaban los barrios y llamaban a las puertas al caer la noche, el régimen celebró las prometidas elecciones presidenciales. Como se esperaba, la victoria sonrió a Abdelmadjid Tebboune, un apparatchik que ejerció brevemente de primer ministro bajo el último mandato de Bouteflika y que superó a sus rivales en una consulta condicionada por el mayor índice de abstención de la historia de Argelia, superior al 60 por ciento. Pero la inopinada muerte días antes de Gaïd Salah, el hombre que dirigió el Ejército a la sombra del mandatario y desató, según diversas fuentes, la lucha fratricida en el corazón de la casta militar argelina al destituir en septiembre de 2015 al oscuro y poderoso general Mohamad Medianine, alias ‘Tawfik’, jefe durante 25 años de los tenebrosos servicios de inteligencia, introdujo una fortuita variante. Le sucedió el general Said Chengriha, un hombre de la vieja guardia, curtido en la guerra con los islamistas y con estrechos vínculos con el Frente Polisario, quien gestiona el país desde entonces en medio de una campaña más feroz de represión contra el Hirak, movimiento del que el gobierno intentó absorber para arrogarse una legitimidad que ya no le reconoce una amplia porción del pueblo argelino, incluidos los islamistas. Chengriha y Tebboune diseñaron, asimismo, una estrategia para tratar de recuperar la influencia que desde la enfermedad de Bouteflika y el inicio de la guerra interna por el poder Argelia había perdido en favor de Marruecos en el norte de África y el Sahel, y que explica, en gran parte, su decisión de romper relaciones diplomáticas con Rabat.

Los indicios se acumulaban desde que en diciembre de 2020, escasos días antes de que el presidente estadounidense, Donald Trump, abandonara el Despacho Oval firmando una orden presidencial en la aceptaba las marroquinidad de la antigua colonia española del Sáhara Occidental a cambio de la normalización con Israel. Al consecuente incremento de la beligerancia verbal se sumó cinco meses después la designación como entidad terrorista del Movimiento de Autodeterminación de la Cabilia (MAK), nacido en 2001 y al que Argel vincula con los servicios secretos marroquíes; el nombramiento de Rantam Lamamra, un hábil y experimentado diplomático con excelentes contactos, como ministro de Asuntos Exteriores; y el retorno, discreto, de los antiguos responsables de los servicios secretos a los puestos de los que fueron desalojados tras la salida del círculo de Bouteflika. Asfixiado el Hirak e instaurada en la autarquía económica, el régimen argelino se aprestó a perseguir su tercer objetivo: recuperar la influencia en la estratégica región del Sahel, perdida durante los cinco años de apagón que supuso la enfermedad de Bouteflika. Primero, aumentando la política hostil hacia Marruecos, país al que trata de aislar del resto de vecinos buscando alternativas a la Unión del Magreb Árabe (UMA), organismo que considera caduco; después, centrando su política en el conflicto de Libia, vórtice de la guerra que se libra por la reconfiguración de los equilibrios geoestratégicos en África y la cuenca del Mediterráneo.

En esta misma línea, en el verano de 2021 intensificó sus esfuerzos para recuperar la influencia y el papel de mediador político que ejerció en el pasado en Mali y Níger, naciones con las que comparte una ciclópea frontera. El régimen argelino es consciente de que los miles de kilómetros de desierto que existen entre ellos, sumados a los límites comunes con Libia, Túnez, Marruecos y Mauritania son una constante amenaza pero también una oportunidad a la vista de las políticas europeas en el Sahel y la evolución geopolítica de una región clave para el presente y el futuro de las grandes potencias mundiales. Al contrario que Marruecos, su rival en la región, Argelia ofrece una puerta de acceso a un territorio en el que concurren muchos de los temores que angustian a Europa –el renacer del yihadismo, el aventurismo turco, el resarcimiento ruso, la ambición china, el declive norteamericano y la cuestión migratoria–; en el que se concentran sus principales causas –el aumento de la desigualdad, la inseguridad alimenticia y sanitaria, la crisis del neoliberalismo, la brecha tecnológica, el solidez del patriarcado, la abacial desilusión del que tuvo y perdió, el inmovilismo doctrinal y la xenofobia, quizá el mayor de los peligros que acecha a la sociedad europea–; y en el que se extienden también las ambiciones de su política de vecindad, centrada en la militarización y la seguridad. Y está dispuesta a aprovechar esa ventaja geográfica. En la última reforma constitucional, aprobada tras la elección de Tebboune, además de los tradicionales cambios cosméticos, el régimen argelino introdujo una esclarecedora enmienda de particular relevancia, que sin embargo pasó casi desapercibida: retiró el veto que impedía al Ejército operar fuera del territorio nacional.

Privatización y conflictos

Diez años después de que la OTAN contribuyera militarmente a la victoria de los diferentes grupos rebeldes sobre la dictadura de Muamar al Gadafi, Libia es todavía hoy un Estado fallido, víctima del caos y la guerra civil, en la que grupos rivales en el este y el oeste del país luchan por el control del territorio y los recursos económicos, secundados por decenas de milicias locales y compañías privadas de seguridad militar (PSMC) extranjeras que se lucran en la que se considera la primera guerra privatizada de la historia moderna. Uno, sostenido desde 2015 por la ONU en Trípoli, integrado por opositores a Gadafi, islamistas y colaboradores del antiguo régimen, y otro tutelado por el mariscal Jalifa Hafter, un exmiembro de la cúpula militar gadafista reclutado por la CIA y trasladado a Estados Unidos en 1989, quien desde Tobruk domina cerca del ochenta por ciento del territorio y la explotación de la mayoría de los recursos petroleros. Trípoli cuenta, además, con el apoyo político, económico y militar de Catar y por extensión de Italia y Turquía, nación este última que mantiene lazos comerciales y étnicos con la vecina ciudad-Estado de Misrata desde los tiempos del imperio Otomano, y que desde 2019 ha enviado miles de mercenarios sirios a combatir en Libia. Hafter, por su parte, recibe el mismo apoyo de Egipto, Jordania, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, que le proporcionan armamento y superioridad aérea pese al embargo de armas que pesa sobre el país desde la rebelión en 2011. Igualmente de Francia, que le dotó de legitimidad política, y de Rusia que le proporciona armamento y unidades de élite a través de PSMC como Wagner Group, propiedad de Yeugnei Prighozin, oligarca ruso estrechamente vinculado al presidente Vladimir Putin. Convertido en el verdadero hombre fuerte del país, el mariscal levantó en abril de 2019 un cerco a Trípoli con dos objetivos claros: arrinconar a Misrata, su enemigo más enconado; y arrebatar al gobierno sostenido por la ONU su último centro de poder y resistencia: el control de la Compañía Nacional de Petróleo (NOC). Dos años después, frenado por la innovadora combinación de oficiales turcos y mercenarios sirios, aceptó un alto el fuego negociado por Ankara y Moscú y la formación de un Gobierno Nacional de Unidad (GNU) transitorio, designado por el Foro para el Diálogo Político para Libia (FDPL), organismo no electo creado ad hoc por Naciones Unidas con el objetivo de gestionar el país, que en diez años ha evolucionado desde una rudimentaria guerra civil condicionada por el terrorismo de ideología yihadista a una contienda multinacional altamente sofisticada.

Al contrario que en la guerra de Irak (2003), en la que se impulsó la tendencia con el uso regular de grupos como Blackwater, y que en la guerra en Siria, donde el empleo de PMSC comparte campo de batalla con soldados sirios y fuerzas internacionales regulares, en el conflicto libio no combate ningún Ejército. Ni siquiera local, ya que tanto la plataforma Volcán de la Ira, vinculada al Gobierno sostenido por la ONU en Trípoli entre 2015 y 2020, como el llamado Ejército Nacional Libio (LNA), bajo las órdenes de Hafter, no son más que una alianza interesada de milicias y señores de la guerra locales con lealtades poco firmes. Solo Turquía ha enviado oficialmente tropas, aunque no de combate. El resto de los combatientes son milicias nativas y PMSC locales y extranjeras contratadas por ambos gobiernos rivales en una suerte de externalización que ofrece múltiples ventajas, especialmente para las potencias extranjeras. Es cierto que el recurso a los mercenarios y a las PMSC no es una innovación contemporánea. Han existido desde la Antigüedad, pero su patrón ha cambiado a lo largo del siglo XX, en especial tras la Segunda Guerra Mundial y la referida intervención en Irak. Definidas como “grupos que se identifican como progubernamentales, a los que patrocina un Ejecutivo (nacional o subnacional), que no forman parte de las fuerzas regulares de seguridad, están armados y tienen una estructura organizativa jerárquica”, según la descripción clásica de Sabine C. Carey, profesora de la Universidad de Mannheim (Alemania), estas controvertidas organizaciones actúan en los límites de la legalidad, normalmente en países en conflicto o en transición, y tienen lazos más o menos estrechos, más o menos visibles con la autoridad bajo cuyos intereses prosperan.

De acuerdo con un estudio realizado por la propia Carey junto a los profesores Neil J. Mitchell, investigador del College London, y Christopher K. Butler, de la Universidad de Nuevo México, “entre 1982 y 2007 los gobiernos de cerca de sesenta países estuvieron ligados y cooperaron con grupos armados informales dentro de sus fronteras”. Una cifra y un panorama que se mantienen estables, grosso modo, una década después, pero que ahora incluyen una serie de particularidades que transforman estas entidades militarizadas en una amenaza distinta, más perturbadora y alarmante si cabe: avanzado 2019, la mayor parte de ellas –especialmente en Oriente Medio y el norte de África–, tienden a ajustarse al patrón que marcan las nuevas compañías militares privadas de seguridad al estilo de la multinacional Blackwater, cuyo uso popularizó Estados Unidos tras la captura de Sadam Husein. Más baratas que el despliegue de una fuerza nacional e integradas en su mayoría por antiguos soldados de élite formados en ejércitos de prestigio como el estadounidense o el ruso, comprometidos con su patria, ofrecen otro tipo de ventajas: evitan el coste político que supone para los gobiernos el retorno de féretros envueltos en una bandera, como en la Guerra de Vietnam; y eliminan a los Estados el coste judicial de la rendición de cuentas a las instituciones de derecho internacional por las bajas colaterales o los abusos, violaciones de los derechos humanos o crímenes de lesa humanidad que puedan cometer uniformados que no llevan otro escudo o bandera que el de la compañía privada que les paga. A ello se suma un estrecho vínculo con las compañías de armas internacionales, que les surten del armamento más moderno y sofisticado, incluso de prototipos experimentales.

Más allá de sus estructura y del poder que han comenzado a acumular en los territorios en los que se han asentado, una de las preocupaciones que inquietan a los expertos es su papel una vez que las guerras han concluido, y la amenaza que suponen tanto para la buena gobernanza como para la defensa y el respeto a los derechos humanos. Con la guerra como razón de su existencia, algunas devienen en brazos ejecutores para políticas de represión y miedo que los gobiernos no podrían asumir. Como destaca Janice E. Thomson en su obra Mercenaries, Pirates and Sovereigns: State-building and extraterritorial violence in early Modern Europe, “pocos gobiernos se resisten a la tentación de consentir e incluso autorizar la violencia no estatal al tiempo que niegan su responsabilidad en la misma o en la rendición de cuentas”. Existen a lo largo de las últimas décadas multitud de ejemplos significativos. Sirva el de las milicias Jajaweed, martillo del Gobierno sudanés en la región de Darfur. Reclutada y espoleada con pretextos étnicos, esta tribu árabe tradicionalmente ligada al pastoreo y al comercio de camellos lleva sembrado el terror en el noroeste de Sudán y el este de Chad desde que en 2003 estallara una guerra con apariencia política, y rasgos evidentes de limpieza étnica. Los Janjaweed son parte del sanguinario expediente delictivo que se le imputaba al expresidente de Sudán, general Omar Hasan al Bachir, acusado de genocidio, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Y también del golpe de Estado que acabó con su prolongado régimen. Unidades vinculadas al general Mohamed Hamdan Dagalo ‘Hemetti’, vicepresidente del Consejo Supremo militar que en 2019 derrocó a Al Bashir, se sumaron ese mismo año a las fuerzas bajo el mando del mariscal Hafter, en Libia, con el que siguen colaborando, al igual que otros grupos armados sudaneses, árabes, chadianos e incluso europeos. “Los grupos informales permiten a los gobiernos trasladar la responsabilidad y usar la represión para un dividendo estratégico al tiempo que eluden cualquier responsabilidad”, insisten igualmente Mitchell, Butler y Carey en su estudio The impact of pro-goverment Militias on Human Rights Violations.

En la actualidad, el ejemplo más notable se halla en Libia, donde las milicias locales y extranjeras condicionan la agenda política e imperan sobre su economía. Especialmente en la capital. Aunque sobre el papel la autoridad corresponde al GNU, la realidad sobre el terreno demuestra que son las múltiples katibas las que imponen la ley en los distintos barrios y pequeñas poblaciones que ocupan. Y las que manejan los resortes económicos básicos: el acceso de los ciudadanos al empleo, la vivienda e incluso a los servicios bancarios depende del grado de implicación que tengan con el grupo, que actúa como una familia de la mafia, pero más y mejor armada. Milicias como las Brigadas Revolucionarias de Trípoli (TRB), dirigida por el señor de la guerra Haithan Tajouri, o las Fuerzas especiales de Disuasión (RADA), liderada por Abdel Rauf Kara, no solo se reparten y compiten con otras más pequeñas en el negocio de la seguridad y el contrabando tanto de armas como de personas o combustible, si no que inciden en la política a través de los ministerios de Defensa e Interior, en los que se han infiltrado. Un negocio en el que también participan PMSC extranjeras procedentes principalmente de los Balcanes, Estados Unidos, el Reino Unido, Francia, Catar, Italia y Turquía, que mueven miles de millones de euros al año y que han multiplicado las violaciones de derechos humanos sin que salpiquen al Gobierno, carente además de resortes para controlarlas. Son estas milicias, sólidamente asentadas en su territorio y con lazos vagos con la autoridad central, las que en muchas ocasiones reciben y administran los fondos de ayuda procedentes de la cooperación exterior. Significativo es el caso de la Guardia Costera, financiada, dotada y entrenada por Italia y la Unión Europea: sus cuadros son antiguos contrabandistas reconvertidos en policías que en muchas ocasiones no han cortado sus lazos con las mafias. Otro ejemplo es el centro de detención de migrantes de Tajoura, bombardeado a principios de julio de 2019: su gestión estaba en manos de la milicia local, una de las más poderosas entre las que actúan bajo el paraguas del gobierno sostenido por la ONU y la UE. Semanas antes, la organización humanitaria Médicos Sin Fronteras había denunciado las violaciones sistemáticas de los derechos de los migrantes que allí se cometían. “El uso de estos grupos, a menudo mal entrenados, y pobremente vigilados, suele abrir más oportunidades a la violencia y contribuye a que haya más violaciones de los derechos humanos”, argumentan Carey, Butler y Mitchell.

El empleo de estas compañías fue introducido en Libia por el mariscal Hafter en 2015, fecha en la que lazó su ofensiva Operación Dignidad para expulsar a las organizaciones salafistas afines al antiguo gobierno democrático libio en Bengasi, capital del este y segunda ciudad en importancia del país y conquistar tanto la ciudad de Derna –uno de los bastiones del yihadismo en el norte de África– como el golfo de Sidrá, perla de la opulenta industria petrolera libia. Y se ha generalizado hasta desbordar todos los frentes con la entrada tanto de Rusia como de Turquía en el conflicto –junto a otros Estados como Francia, Italia, Arabia Saudí, Egipto, Jordania o Catar– a lo largo de 2019. El 9 de septiembre de 2019, apenas cinco meses después de que Hafter levantara el asedio a Trípoli, aviones de combate no pilotados clase Bayraktar TB2 de fabricación turca bombardearon una posición de las fuerzas bajo el mando del LNA en la estratégica localidad de Ksar bin Ghasir, veinte kilómetros al sur de la capital libia.

Habría sido una más de las múltiples operaciones de combate que se suceden en la zona desde que el 4 de abril de ese mismo año el controvertido oficial pusiera cerco a la capital, si no fuera por la naturaleza de las bajas causadas. Horas después del incidente, un portavoz castrense del gobierno rival sostenido por la ONU aseguraba a la Agencia Efe que en el ataque habían muerto una decena de mercenarios rusos, miembros todos ellos de la PMSC Wagner Group, a la que se vincula con el Kremlin. En una misión de rastreo realizada previamente en la localidad vecina de Al Sabiaa, una de sus milicias había hallado armas y documentación en ruso que supuestamente probaban la implicación bélica de Moscú –aliado tradicional de Hafter– en el cerco capitalino. “África se ha convertido en un enorme campo de batalla de la guerra entre Rusia y Occidente en lo que podemos definir como una nueva edición de la Guerra Fría, un periodo de tensión esta vez con el dinero por encima de las cuestiones ideológicas”, explicaba Grcegorz Kuczynski, director del programa de Euroasia en el prestigioso Warsaw Institute. “Dada la dramática situación económica de muchos de los países de África y el coste financiero relativamente bajo que se necesita para conceder ayudas esenciales a ciertos regímenes, no es ninguna sorpresa que Moscú se dedique a apoyar a más y más países en el continente negro [sic.] Los líderes africanos son conscientes, además, de que Rusia no les pedirá a cambio respeto a la democracia y a los derechos humanos”, subrayaba entonces Kuczynski, uno de los mayores expertos mundiales en política rusa.

Académicos y analistas coinciden en establecer la fecha del retorno de Rusia a África en 2015, apenas unos meses después del inicio de las sanciones internacionales por los conflictos en Ucrania y Crimea. Ese año, el comercio entre Moscú y el continente se multiplicó desde los 3.400 millones de dólares anuales a los más de 14.500 millones en 2016. Según datos del reconocido centro de investigaciones sueco SIPRI, la venta de armamento y la privatización de la guerra –un negocio global creciente– fueron los puntales de un reverdecer que florece desde las cenizas de la extinta Unión Soviética y tiene como meta desplazar a las antiguas potencias coloniales, en particular a Francia. En ese corto espacio de tiempo, Rusia devino en el principal suministrador de armas a África con un 35 por ciento de la cuota del mercado, superando a Pekín (17 por ciento), Washington (9,6 por ciento) y París (6,7 por ciento). Sus principales clientes fueron sus socios tradicionales –Argelia, Egipto, Angola y Uganda–, pero también aliados de nuevo cuño como Mozambique, Nigeria, Sudán y Rwanda, donde la presencia de ingenieros, asesores políticos y mercenarios rusos se ha disparado de forma exponencial en el último lustro. Una expansión de corte neozarista, orquestada desde el Kremlin, que ha convertido a la empresa militar Rosoboronexport en la tercera más potente del continente, y a Libia y a la República Centroafricana en los pivotes que dinamizan el envite africano del presidente Vladimir Putin. “Libia, uno de los principales productores de petróleo, es un mercado atractivo para las empresas petroleras rusas que buscan competir allí con sus pares occidentales. Pero es también vital desde el punto de vista militar debido a su ubicación. Con un gobierno amigo de Rusia, Moscú ampliaría sus capacidades militares más al oeste, por ejemplo, mediante la construcción de instalaciones navales, en el Mediterráneo, formando así el eje Siria-Egipto-Libia”, argumentaba Kuczynski. En octubre de 2019, este denuedo político, militar y diplomático desembocó en una inédita conferencia internacional, celebrada en la ciudad de Sochi, a la que acudieron más de cuarenta líderes africanos y cerca de diez mil empresarios, en su mayoría rusos. Cuatro meses antes, el Foro ruso de Armamento había sido testigo de un éxito similar, con una veintena de grandes contratos firmados. “Los oligarcas rusos observan África como una oportunidad, especialmente aquellos más próximos a Putin. Como una fuente de minerales y como un mercado de oportunidades para la industria militar”, insiste Kucyzinski. “Es el escenario de una reconfiguración geoestratégica mundial tanto con la entrada de China como con el regreso de Rusia, expulsada en 1991. Ambos se benefician del retroceso de las potencias coloniales y de Estados Unidos”, agrega. Al igual que Pekín, Moscú sigue una política neoimperialista carente de prejuicios más allá del dinero. Pero gana cierta ventaja al aprovechar los rescoldos aún tibios que dejó la presencia de la URSS. Negocia igual con unos y otros, sin atender a las enemistades ancestrales que pueblan el norte de África –Argelia, Marruecos–, ni a la historia pasada o a las denuncias internacionales, como en el caso del Egipto de Abdel Fatah al Sisi, uno de sus mejores camaradas. A cambio de contratos de explotación de petróleo, gas, oro, diamantes, energía nuclear y minerales raros para empresas como Rosneft, Lukoil, Zarubezhneft, Gazprom, Rosal o Rosatom –todas presentes en África–, ofrece armamento y servicios militares varios a través del expansivo y lucrativo negocio de la Seguridad privada, al que ha llegado tarde pero con una fuerza logística y humana potencialmente superior a sus competidores. Sudán y la propia República Centroafricana son dos de los mejores ejemplos. En 2016, el entonces presidente centroafricano, Faustin Archange Toudera, –que desconfiaba de Francia– aceptó la ayuda de Rusia. Cerca de 250 mercenarios de Wagner Group desembarcaron en el país para garantizar su tranquilidad. Apenas un año después, el gobierno de Bangui concedió licencias para la extracción de oro y diamantes a la empresa Lobaye Invest, propiedad del controvertido oligarca Yeugeny Prigozhin. Conocido como el restaurador del presidente Vladimir Putin –del que es amigo personal–, dueño de la mayor empresa de catering ruso y de la “granja de trolls” Internet Research Agency, Prigozhin es también el principal accionista de Wagner Group y tiene sus tentáculos extendidos tanto en Libia como en Sudán.

En este último Estado, sus mercenarios escoltaron al depuesto dictador Omar Hasan al Bachir a cambio de permisos para otras dos de sus empresas minerales: M- Invest y Meroe Gold. Pese a que el tirano cayó, el llamado Consejo Transicional de Sudán –autor del incruento golpe de Estado en 2019– ha mantenido los contratos ya firmados. “Las empresas de seguridad son el gran negocio de este siglo”, explica Filip Bryjka, investigador en la Facultad de Asuntos Militares y Seguridad de la Universidad de Wroclaw. No solo por los beneficios económicos que genera, también por las ventajas políticas que ofrece. “Operaciones de combate, entrenamiento militar, consultorías de seguridad, servicio de guardaespaldas, logística y operaciones de inteligencia en una zona gris de la ley más próxima a lo prohibido que a lo moral”, destaca Bryjka. En este escenario, Libia y su guerra civil se han erigido en los últimos cinco años en la médula de la política africana rusa. Una cabeza de puente que, más allá de su privilegiada posición geográfica en el Mediterráneo, se observa como el perno desde el que consolidar y ampliar la estrategia militar frente al músculo económico de China. “Para Putin, Libia también es una cuestión de prestigio: Rusia se esfuerza por recuperar la antigua influencia que había disfrutado en el país bajo el gobierno de Gadafi y rectificar lo que el Kremlin percibe como un error: no haber bloqueado la intervención respaldada por la OTAN en 2011”, subraya Kuczynski. En la misma línea, el comandante jefe de las fuerzas de Estados Unidos en África (AFRICOM), general Thomas Waldhauser, advertía meses atrás al Senado norteamericano de que el interés de Moscú en la nación norteafricana está relacionado con el deseo de crear dificultades a la Alianza Atlántica. “Para Rusia, Libia tiene una importancia política, económica y militar. El país sirve como una importante puerta de entrada para muchos inmigrantes a Europa, que cruzan la frontera ilegalmente. Aquí es donde Moscú busca desempeñar un papel fundamental para ejercer un impacto en los procesos de migración, tratar de utilizarlos para potencialmente desestabilizar a la Unión Europea”, insiste el experto polaco.

Cierto es que Rusia ha colocado huevos en las diferentes cestas del conflicto libio. Incluida la de la familia Al Gadafi, a la que continúa protegiendo. Pero la más abundante es sin duda la que porta el mariscal Hafter, su apuesta preferente. Miembro de la cúpula golpista que aupó al poder al tirano en 1969, la biografía del controvertido oficial es una sucesión de ambiciones y traiciones. Abandonado en el campo de batalla de Chad por Al Gadafi, que observaba en su progresiva popularidad una amenaza, fue reclutado en la década de los pasados ochenta por la CIA, que le trasladó a Estados Unidos, le concedió la nacionalidad y le facilitó los medios para elevarse como el principal opositor en el exilio. De vuelta a Libia en el inicio de la revolución, necesitó tres años para convencer y dominar a los heterogéneos grupos rebeldes que se alzaron en la región oriental. Inaugurado 2014, consiguió que el entonces Parlamento electo y el Gobierno no reconocido en Tobruk le concediera el control de todas las milicias afines. Meses después emprendió una campaña militar escalonada que le ha permitido apropiarse de la mayor parte del territorio nacional y convertirse en un actor político clave, fundamental en cualquier proceso de pacificación.

Carente de un Ejército regular al uso, Hafter ha maniobrado y usado con inteligencia tanto el apoyo económico, político y militar de sus aliados árabes –Egipto, Arabia Saudí, Jordania y Emiratos Arabes Unidos, que le han provisto de la superioridad aérea necesaria– como las ventajas que ofrecen las diversas PMSC para forjar su alternativa y asegurarse una posición negociadora dominante. En especial las empresas rusas, pese a que éstas solo conciten un cinco por ciento de un negocio global en alza. La primera de ellas, RSB Group. Propiedad de Oleg Krinitsyn y vinculada a la compañía naviera neozelandesa Navsec Group Ltd., cerca de un centenar de sus hombres desembarcaron en Bengasi en 2017. Expulsados los grupos yihadistas en Derna y en la propia capital del este –a los que Hafter abrió un pasillo hacia Sirte para generar complicaciones a Misrata y Trípoli–, el mariscal necesitaba del apoyo de una empresa especializada en minado y protección de instalaciones petroleras para garantizar la seguridad de sus conquistas en el golfo de Sidrá, diamante de la industria energética en Libia. Y RSB ya había demostrado su efectividad en una tarea similar en Siria. Wagner Group fue la segunda. Dirigida por Dimitry ‘Wagner’ Utkin, un teniente general retirado que dirigió dos de las principales brigadas de élite del Ejército ruso, su especialidad es el combate en vanguardia. Formados –en su mayoría– en las unidades Alpha y Vimpel, adscritas a la Dirección Principal de Inteligencia (GRU) y el FSB, cuenta con cuatro brigadas de asalto, una de tanques, tres de comunicación, una de reconocimiento e inteligencia y otra de ingeniería que se entrenan en una base en Molkina (Krasnodar) y atesoran años de experiencia. Primero en el sitio de Donbás y después en la guerra de Siria, donde desempeñaron un papel primordial en la batalla de Palmira, librada en marzo de 2016. Necesitado de fuerzas de élite en primera línea, más de un millar de ellos desembarcaron en Bengasi vía Latakia a finales de 2018 para preparar el asalto a la capital. “La guerra civil de Libia se está transformando en una guerra de poder entre Rusia, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Egipto, por un lado, y Turquía, Catar e Italia, por el otro. Las dos partes en conflicto seguirán enviando más contratistas y militantes para ofrecer apoyo tanto al gobierno de Trípoli como a Hafter”, señalaba Kuczynski. “Las fuerzas mercenarias rusas ofrecen un valioso refuerzo para las fuerzas de Hafter debido a su experiencia en combate y habilidades especiales. Aunque el gobierno de Trípoli había documentado entre 600 y 800 combatientes rusos en Libia, se creía que este número era mucho menor hasta principios de enero. Sin embargo, comenzó a crecer bruscamente a raíz de la llegada de las empresas mercenarias privadas Moran y Schieft, en respuesta a la entrada de milicias sirias”, recalcaba.

Según la web Italmiradar, que informa sobre las rutas aéreas, soldados de fortuna de estas dos últimas empresas aterrizaron en Bengasi en la primera semana de este año a bordo de sendos aviones de transporte militar procedentes de una base aérea en Latakia. Moran Group, vinculada a Slavonic Corps, con base en Hong Kong y experiencia en el norte del Cáucaso y Tajikistán, está especializada en escolta de unidades y en tráfico marítimo. Presente en la guerra en Siria, donde combatió a los extremistas de Jays al Islam en Al Sukhnah y Homs, ha realizado igualmente misiones contra la piratería en el cuerno de África. Schift Group, por su parte, tiene como principal activo su pericia en la protección de instalaciones petroleras, como también demostró en Siria. Ambas desembarcaron en un momento en el que Hafter buscaba apuntalar sus conquistas en el oeste y garantizar el transporte marítimo, tanto de armas como de petróleo. “El reciente crecimiento en el número de mercenarios rusos, pagados por las monarquías del Pérsico, sirve para contrarrestar la afluencia de insurgentes sirios, previamente redistribuidos por Turquía. Las que entran en el juego son las compañías mercenarias rusas que aprovechan la escasez de personal (de otras), ya que los contratistas operan en muchos otros países”, concluye Kuzcinsky.

Pero no solo ha recurrido a Rusia. Hafter se ha beneficiado, igualmente, de los servicios de diversas PMSC árabes, igualmente presentes en un negocio, el de privatizar la guerra, que mueve más de 225.000 millones de euros al año. Conocedor del terreno, el mariscal sumó milicias sudanesas y chadianas a su campaña del sur, que culminó con éxito a finales de 2018 y le sirvió para arrebatar al GNA los recursos petroleros del oeste. A través de una antigua base aérea gadafista instalada en el oasis meridional de Jufrah, se han unido a su ofensiva mercenarios del Movimiento Justicia e Igualdad, de Abdelkarim Cholloy Konti, del Movimiento de Liberación de Sudán (Minni Minawi), de Haber Ishak y del Movimiento de Liberación de Sudán Abdel Wahib, de Yusif Ahmad Yusif ‘Karjakola’, todos ellos imprescindibles para garantizar el control de la frontera y del yacimiento de Al Sahrara, que explotan multinacionales como TOTAL o Repsol. Al cerco de Trípoli y Misrata se incorporaron en julio de 2019 cerca de 4.000 mercenarios de Rapid Support Forces, vinculadas al Hemadti y a las milicias árabes Janjaweed, acusadas de crímenes de guerra en la región de Darfur y supuestamente vinculadas a Dickens&Manson, una empresa pantalla en Canadá. Armadas y financiadas desde Abu Dhabi y Riad, han compartido frente de batalla con fuerzas de ambos países en la guerra en Yemen. Como el resto, Rapid Support Forces aparecen también vinculadas al tráfico de personas, de armas y combustible en la región.

Foto: Mujeres desplazadas por la guerra recogen agua de un tanque de la ONU en la zona de Darfur (Sudán).

Gracias a sus antiguos lazos con las tribus Tebu y Taureg que habitan el sur de Libia, Hafter cuenta asimismo en sus filas con fuerzas paramilitares chadianas, en particular el Frente para la Alternancia y el Control de Chad, liderada por Mahdi Ali Mahamat, que tiene unos 700 hombres en Jufrah y a la que el mariscal conoce de sus años de guerra en la región minera del Aouzou, y la Unión de Fuerzas para la Democracia y el Desarrollo, de Mahamat Nari. Igualmente ha recurrido a milicias privadas locales madkhalies para combatir a los grupos yihadistas. Fundado en la pasada década de los noventa por Rabi’ bin Hadi ‘Umayr al-Madkhali, un clérigo próximo a la familia Real saudí, el movimiento Madkhali es una interpretación hereje del Islam que defiende el salafismo extremo no violento, y combate al yihadismo. Presente en Libia desde tiempos de Al Gadafi, se concentra en cinco grandes milicias en la región este –Batallón Tawhid, la brigada Tariq Ibn Ziyad, Subul al Salam, la Brigada al Wadi y Al Kaniyat– y ya fueron claves en el combate con las Brigadas de Defensa de Bengasi, la milicia radical liderada por el antiguo mufti de Trípoli, jeque Sadeq al Ghariani, vinculado a Catar. En Trípoli está infiltrado en la Fuerza Especial de Disuasión (RADA), que dirige el poderoso señor de la guerra Abdel Rauf Kara, dueño del ministerio de Interior del GNA y único que no se ha sumado a la defensa de la capital.

En la guerra de Libia, la primera totalmente privatizada de la historia desde que esta tendencia comenzara a extenderse tras la invasión ilegal de Irak (2003), también actúan PMSC estadounidenses, británicas, francesas, italianas, turcas y jordanas, –entre otras muchas–, algunas presentes en el país desde el alzamiento rebelde que en 2011 acabó con la larga dictadura de Al Gadafi. Uno de los primeros emprendedores fue Erik Prince, fundador de la afamada Blackwater. Perseguido por su tenebrosas actividades en Irak, Prince se mudó a Abu Dhabi en 2010, poco después de vender su parte en la polémica compañía y allí fundó una nueva, Reflex Responses Company (R2), con la que ha trabajado en todas las primaveras árabes en las que se ha implicado el gobierno emiratí. En mayo de 2011, R2 y la familia Real Al Nahayan firmaron un acuerdo por valor de 529 millones de euros para crear una fuerza de élite llamada Security Support Group, con un millar de hombres formados en inteligencia y contraterrorismo. Parte de esa legión, formada por soldados de fortuna extranjeros, ha trabajado en el este de Libia, junto a diferentes milicias vinculadas al gobierno de Tobruk y al antiguo Ejército Nacional Libio (LNA), que dirige Hafter. Desde 2015, algunos de esos oficiales extranjeros pilotan aviones de combate IOMAX AT-802 Air Tractors del Ejército emiratí, artillados con bombas de fabricación turca, y apoyan desde el aire las operaciones del mariscal.

Los AT-802 emiratíes fueron cruciales durante el cerco a la ciudad de Bengasi, en particular durante el asedio al barrio de Ganfuda, uno de los que resistió hasta el final; y en la ciudad de Derna, uno de los principales bastiones del yihadismo en el norte de África. Y más recientemente, en el actual acoso militar a Trípoli y Misrata. Los aviones suelen despegar desde la base de Al Khadim, en el este de Libia, y llevan el distintivo tapado. Prince, que actualmente dirige la empresa Frontier Resources Group, nominalmente de transporte aéreo en África, niega que sus mercenarios participen en el conflicto. Igual que Rusia, Sudán y el resto de Estados implicados en una guerra, la de Libia. Y es que las empresas privadas no solo abaratan los ataques y eliminan la responsabilidad frente a las “víctimas colaterales”. También sostienen los eslabones de la logística, al participar en el transporte de armas y de soldados. Hafter y el gobierno de Tobruk han recurrido a compañías como la moldava Sky Prim Air, vinculada al operador emiratí Oscar Jet. Existen pruebas de distintos vuelos en el interior del país, transportando delegaciones entre bases en Zintan (oeste) y Tobruk (este), en días previos o posteriores a batallas.

El GNA, un gobierno no electo pero reconocido por la comunidad internacional, impuesto por la ONU tras su fallido proceso de paz en 2015, carecía igualmente de Ejército. En sus filas se alistan milicias islamistas locales –financiadas desde Catar–, unidades de inteligencia del gobierno italiano, mercenarios franceses, italianos y británicos y sobre todo, soldados regulares y fuerzas especiales turcas. A principios de enero pasado, y en pleno avance de las tropas de Hafter hacia el puerto de Misrata, Ankara se convirtió en el primer gobierno en oficializar su injerencia en los asuntos libios. Preocupado, asimismo, por la estrecha relación entre el gobierno de Tobruk y Chipre, el presidente turco, Recep Tayeb Erdogan, justificó en la necesidad de entibar el frágil alto el fuego negociado con Rusia el envió de “tropas no de combate” al país. Sin embargo, junto a los soldados turcos desembarcaron en Trípoli y Misrata cerca de dos mil mercenarios sirios, en su mayoría combatientes altamente cualificados del opositor Ejército Nacional Sirio, una plataforma de grupos rebeldes islamistas que se levantó en armas contra la dictadura de Bachar al Asad y a la que Ankara ha financiado. La mayor parte de ellos pertenecen a la llamada Sham Legion, aunque también se han detectado unidades de las divisiones Sultán Mourad y Moutasim, todas ellas inscritas en el salafismo.

Fuentes de inteligencia en Trípoli consultadas entonces por la Agencia Efe afirmaron que los combatientes sirios se desplegaron en el sur de la capital y el este de Misrata, y que permitieron contener el empuje de sus pares sudaneses, chadianos y rusos y reequilibrar el proceso político. A finales de marzo, entre intensos llamamientos de las potencias internacionales y en particular de la ONU para que ambos contendientes aceptaran una “tregua humanitaria” que impidiera sumar a la guerra el miedo real al invisible coronavirus, el Observatorio Sirio de de los Derechos Humanos reveló que al menos 151 mercenarios sirios habían muerto en combates en el sur de Trípoli y en el extrarradio de la ciudad de Misrata desde el inicio de 2020. Según la organización, que vigila el conflicto en Siria desde su estallido del alzamiento contra la dictadura de la dinastía Al Asad, pertenecían a grupos de la oposición rebelde siria como las divisiones Al-Mutasim, Sultan Murad y las brigadas Suqur Al-Shamal Al-Hamzat y Suleiman Shah, al parecer reclutados por Turquía. Otros 1.900 se encontraban entonces en Siria completando su instrucción antes de ser enviados al norte de África aseguraba. Condotieros sirios, pero reclutados por Rusia entre las fuerzas leales al presidente Al Asad, se sumaron igualmente a las filas de Hafter, desmoralizando así su propio conflicto nacional, tal como demostró una investigación de la Agencia Efe. La salida de todos esos mercenarios extranjeros es, avanzado 2021, el principal punto de fricción que amenaza con arruinar el enésimo intento de transición y desencadenar una nueva y lucrativa guerra.

La segunda consecuencia más visible y preocupante es la consolidación de la economía informal vinculada al contrabando, que en naciones como Libia, el sur de Túnez, Argelia y gran parte del Sahel se ha convertido en el núcleo de su sistema económico. De acuerdo con una investigación del centro de estudios Crisis Group, el tráfico ilegal de inmigrantes genera cerca de 1.500 millones de euros al año en Libia. El de combustible, más de 2.000 millones de euros anuales. Ambos son, junto al de armas y al alistamiento en una milicia, la principal actividad económica en la mayoría de las poblaciones, y la única salida laboral para los jóvenes libios. En 2017, el Consejo Atlántico presentó un informe, dirigido por el investigador Ian Ralby y titulado Downstream Oil Thief en el que se aseguraba que “el robo de productos refinados, como la gasolina y el diesel, supone una amenaza significativa para la economía global y para la estabilidad de los Estados y las regiones en el que es esencial”, y advertía de que se trata de una actividad cada vez más sofisticada “en la que la frontera entre lo legal y lo ilegal se está diluyendo”. Ese mismo año, la Fiscalía de Catania emprendió una investigación para esclarecer los vínculos entre contrabandistas de combustible libios, empresarios malteses y la mafia Santa Elena Ercolano, que introducía la gasolina en Europa. En el Sahel, esta economía corsaria es también la base laboral de las zonas rurales, la mayor parte de las cuales se han despegado del control del gobierno central. En especial en las provincias del norte de Chad, Camerún, Níger, Mali y Burkina Faso, y el sur de Libia y Argelia –país que no controla su frontera suroeste– donde se han creado las citadas heterarquías, proto-Estados gestionados por grupos radicales de tendencia yihadista.

Militarización y crisis climática

La evolución del norte de África estará vinculada a la que sufra el Sahel, región con la que le unen cada vez más vínculos económicos y de seguridad. Y apunta a una cronificación y aumento de los desafíos actuales. La apuesta de la Unión Europea por la militarización en Sahel por encima del desarrollo económico y social de aquellos países hace prever que la presión demográfica –se calcula que en 2040 vivirán en ambas regiones 600 millones de habitantes, cerca del 50% de ellos menores de 30 años–, la inmigración regular e irregular, el afianzamiento del terrorismo y la dependencia del comercio ilegal prosigan y se amplíen a lo largo de la próxima década, en especial en las áreas rurales y de desierto que lindan con los Estados norteafricanos. Una tormenta perfecta que, con toda probabilidad, repercutirá de forma negativa sobre las expuestas poblaciones del Magreb, donde persisten los problemas sociales, políticos y económicos que desencadenaron las primaveras árabes, y que impedirán que puedan absorber las migraciones procedentes del sur; y en consecuencia también para la Unión Europea, que verá multiplicadas sus amenazas actuales y reforzadas algunas de sus políticas. El 11 de noviembre de 2015, apenas seis meses después de que 824 personas perecieran ahogadas en el mar al hundirse un barco de madera precario fletado por mafias en el norte del Libia, líderes de la Unión Europea y de Estados del Sahel y el norte de África convergieron en el histórico castillo de San Elmo, en Malta, con el objetivo declarado de resolver lo que por primera vez se definió como “crisis migratoria”. Con la Europa social indignada e iracunda por el rosario de muertes en el Mediterráneo central, los líderes políticos salieron un día después de La Valeta con un inquietante acuerdo, sostenido en el llamado “Fondo Fiduciario para África (EUTF)”, que ofrecía cientos de millones a cambio de la implicación directa de los llamados “países de origen y tránsito” en las políticas de seguridad y contención migratoria. Una fórmula que, al igual que la guerra en Libia, pretende externalizar el control de fronteras en beneficio, principalmente, de las empresas de seguridad europeas.

Seis años más tarde, los flujos migratorios mantienen su vigor y las distintas mafias su acaudalada prosperidad, cómodas en el seno de la pujante economía corsaria que articula la región pese a las políticas militaristas y los miles de millones de euros gastados en ellas de los contribuyentes europeos. Según el informe de Oxfam ya citado, entre noviembre de 2015 y mayo de 2019, “el EUTF para África aprobó proyectos por valor de 3.900 millones de euros”. De ellos, 2.180 millones –es decir un 56%– se tramitaron a través de la cooperación al desarrollo, 1.100 millones –un 26%– en gestión directa de la migración y 328 millones –10%– se destinaron a proyectos bajo el epígrafe “paz y seguridad”. Solo un 2% repercutió en investigación y aprendizaje y alrededor del 6% restante no pudo clasificarse por falta de detalles. Pese a las reiteradas declaraciones de diversos responsables europeos, únicamente 56 millones de euros se asignaron para financiar planes de migración regular entre países africanos o entre África y la UE. Un 1,5% del valor total del EUTF, que contribuye a esclarecer cuales son en realidad las prioridades de Europa.

“La mayoría de los proyectos que el EUTF asigna a la gestión de la migración están diseñados para limitar y desincentivar la migración irregular a través de la contención y control de las migraciones y la sensibilización sobre los peligros de la migración irregular, así como a la aplicación de reformas políticas para favorecer el retorno y la mejora de las herramientas para identificar a los nacionales de esos países. Sólo un ínfimo 3% del presupuesto se destina al desarrollo de rutas legales y seguras”, señala.

Oxfam y otras organizaciones locales e internacionales denuncian que estos fondos no solo ocultan diversas trampas –especialmente los consignados a desarrollo–, sino que existen suficientes evidencias para asegurar que se utilizan como ariete para incrementar la presión sobre los Estados receptores y obligarles a aceptar las políticas de control migratorio y devolución de migrantes. “De hecho, el diseño y la adopción de proyectos ha estado directamente relacionado con el desarrollo del diálogo político sobre migración entre la UE y los países africanos”, destaca la ONG. “En varios países, por ejemplo Níger y Marruecos, se han aprobado proyectos de desarrollo de forma paralela a los avances en las negociaciones de acuerdos sobre retorno y readmisión. Diplomáticos africanos han expresado su preocupación por la presión europea sobre los retornos y las implicaciones a largo plazo que tendrá para el desarrollo sostenible” advierte.

En la misma línea, se pronuncia Tchermo Hamadou Bulilama, director de programas de la organización Espacio Ciudadano Alternativo, con sede en Niamey, que pone como ejemplo el caso de Níger. Escasos meses después de la cumbre en La Valeta, el gobierno nigerino aprobó una ley contraria a la ancestral naturaleza nómada de África, un continente al que impulsa su espíritu itinerante: declaró ilegales las rutas migratorias que desde antiguo cruzan el desierto del Sáhara rumbo al norte de África. La directiva, acomodada a los intereses europeos, no ha frenado tampoco el flujo migratorio. Simplemente lo ha hecho más peligroso al ponerlo en manos de mafias, que se ven obligadas a usar itinerarios alternativos y más arriesgados. “No seamos inocentes, el dinero de La Valeta tenía truco. A cambio, se le pidió a los países que bloquearan las rutas migratorias y aquellos como el nuestro que aceptaron, recibieron enseguida el dinero”, señala. “Pero a través de los ministerios de Interior y Defensa, que no lo ha gastado en desarrollo, si no en herramientas para la represión”, recalca. Cifras proporcionadas por el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI) muestran que el gasto militar en el norte de África se disparó de los 14.000 millones de dólares en 2010 a los 24.000 en 2020 mientras que en países del Sahel que están en primera línea de batalla en la migración y la economía corsaria se multiplicó de forma exponencial: en Burkina Faso pasó de 113 millones de dólares en 2010 a 382 en 2020; en Mali de 135 millones a 593 millones y en Níger de 61 millones a 240 millones. En la misma línea, el número de soldados europeos en el Sahel se ha disparado en la última década. No solo a través de las operaciones Serval y Barkhane, establecidas por Francia en Mali, sino también a través de la colaboración directa con los Estados a través del llamado G-5 y con proyectos como la Misión de Entrenamiento de la Unión Europea en Mali (EUTM-Mali), realizada principalmente por uniformados españoles. En Agadez, puerta del desierto en Níger, Estados Unidos ha creado su mayor base militar permanente en África, dotada de drones, con más de un millar de hombres y mujeres.

En este sentido, un análisis profundo de las cifras revela, asimismo, que alrededor de un 7% del presupuesto total del EUTF se destina al trabajo directo con las fuerzas de seguridad, proyectos que son ejecutados por Interpol, Civipol, las agencias nacionales de cooperación de los Estados miembros, y empresas públicas y privadas. Como insiste el estudio, “resulta preocupante que un instrumento de financiación flexible destinado a la respuesta a emergencias se utilice para financiar a las fuerzas de seguridad de terceros países, en lugar de apostar por soluciones que aborden reivindicaciones legítimas de la población. Especialmente en lo relativo a los procesos democráticos y el Estado de derecho, la responsabilidad social, la desigualdad/distribución de la riqueza, la justicia de género y el acceso a los servicios), o que se utilice de tal manera que no se garantice el carácter prioritario de la seguridad humana”

Pero no se trata únicamente de Fondo Fiduciario. En los últimos años, las políticas antimigratorias y de militarización promovidas desde Bruselas han supuesto el desembolso de miles de millones de euros más en el Sahel y el sur del Mediterráneo a través de una complejo entramado de agencias, organismos y siglas difícil de seguir y esclarecer. Entre 2014 y 2020, la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) destinó más de 7.100 millones a operaciones de asistencia en tragedias y desplazamiento forzoso, que incluye la gestión de los refugiados, los solicitantes de asilo y desplazados internos. Y lo hizo a través de iniciativas para “entrenar y equipar” a las fuerzas de seguridad de terceros países –ejército, policía, guardacostas, agentes de fronteras– y de agencias diseñadas para el control de fronteras y de iniciativas EUCAP Sahel y EUTM Mali, EUCAP Sahel Níger, la Misión de Asistencia Fronteriza en Libia (EUBAM) y la Operación Sophia, a través de FRONTEX, convertida en una verdadera empresa de seguridad paneuropea. En la propuesta de presupuesto que se negocia para el periodo 2021-2027 esta partida aumenta hasta los 11.000 millones de euros.

Foto: Fuerzas europeas entrenan a guardias costeros libios en el marco de la Operación Sophia.

A través de Frontex, la UE también desarrolla la llamada ​Comunidad de Inteligencia Africana (AFIC), otro ejemplo de la zona gris que existe entre las ambiciones de seguridad y las políticas de desarrollo. Con fondos de la política de cooperación al desarrollo (DG DEVCO), AFIC coopera con países de origen y tránsito en cuestiones como inmigración irregular, redes de trata de seres humanos, falsedad documental y rutas de tráfico de personas.

Los otros dos grandes conductos de financiación son el Instrumento Europeo de Vecindad (ENI), que entre 2014 y 2020 gestionó fondos por valor de unos 15.500 millones de euros, 8.000 de los cuales se destinaron al Sahel y el sur del Mediterráneo. Y la Dirección General ​DG GROW​, que tiene como una de sus prioridades apoyar a la industria de seguridad europea. A través de esta última se gestiona el programa Horizonte 2020, que entre 2014 y 2020 manejó un presupuesto de 76.880 millones de euros y que tiene como uno de sus pilares el programa Sociedades Seguras, desde el que se abordan “desafíos como el refuerzo de la seguridad en gestión de las fronteras, ciberseguridad, normalización e interoperabilidad de los sistemas o el apoyo a las políticas de seguridad exterior de la Unión, inclusive la prevención y resolución de conflictos”. Aunque su enfoque es teórico y civil, es uno de los principales focos de atención de las empresas de seguridad y defensa. En el periodo que nos ocupa se le asignaron 1.694,60 millones de euros.

En estos instrumentos de financiación externa se insertan también Fondo de Asilo, Migración e Inclusión (FAMI): ​3.137 millones de euros​ destinados a fortalecer y desarrollar el Sistema Europeo Común de Asilo (SECA), a apoyar la migración legal y promover la integración, a mejorar el retorno; y garantizar una mayor solidaridad entre los Estados miembros, ayudando a los que mayor presión migratoria tienen. Fondo de Seguridad Interior (FSI) creado para la promoción de la Estrategia de Seguridad Interior de la UE, la cooperación policial y la gestión de las fronteras exteriores con presupuesto aproximado de 3.800 millones de euros​.

Si a pesar de la lluvia de millones, la crisis migratoria no ha perdido fuerza desde 2015, surgen al menos una pregunta: ¿cuál es el destino todo este dinero? La respuesta apunta a la creciente (y poco conocida) Industria del Control Migratorio (IMC), integrada no solo por las empresas dedicadas a la seguridad militar y la venta de armamento, sino también tecnológicas, constructoras, compañías aéreas dedicadas al retorno de migrantes irregulares, empresas de seguridad privada y empresas logísticas encargadas de las estructuras y servicios derivados de la atención de personas migrantes y de su integración, entre otras. El principal nexo de unión es Frontex, que no solo ​aconseja a la Comisión Europea sobre las líneas y actividades de investigación referidos a seguridad fronteriza. También compra sus propios equipos, arma sus propios agentes, negocia con terceros países, promueve la externalización y y genera oportunidades de negocio para la IMC. Una preocupante tendencia en favor de la militarización y la privatización que la Unión Europea ha dejado de ocultar para convertir en uno de sus pilares futuros: en la propuesta inicial de la Comisión Europea para el ​marco presupuestario 2021-2027​, publicado en 2018 se consignaba el deseo de “reforzar el papel de la UE como proveedora de seguridad y defensa”. Frente a ello, la sociedad civil propone una política diferente, cimentada en la apertura de pasillos seguros para la migración que contribuya a reducir de forma efectiva el negocio de las mafias y permita a Europa cubrir el déficit de mano de obra que comienza a padecer. A ello se debe añadir, además, una visión más amplia de la migración, como una oportunidad en vez de un problema. La mayor parte de los que emigran lo hacen más por necesidad que por deseo, y su ambición es poder regresar al lugar de sus raíces y de sus ancestros. Formarlos en Europa en democracia y derechos, pero también en tecnología y recursos, y facilitar su tránsito se antoja una inversión directa más efectiva que programas de ayuda “en origen”, cuyos fondos, en la mayoría de las ocasiones, se malbaratan en los sumideros de la corrupción local y las comisiones a los intermediarios.

Fuente: https://ctxt.es/es/20220301/Politica/39148/libia-sudan-mercenarios-grupo-wagner-rusia-union-europea.htm?utm_campaign=lectura-del-29-de-marzo&utm_medium=email&utm_source=acumbamail