Los perpetradores de las torturas y violencias que han sacudido a la opinión mundial y han puesto en entredicho el sistema de formación moral del Ejército de EEUU eran soldados. El hecho de que algunos de ellos -como han declarado públicamente- se alistaran para obtener un título universitario no atenúa su condición militar. Tampoco les […]
Los perpetradores de las torturas y violencias que han sacudido a la opinión mundial y han puesto en entredicho el sistema de formación moral del Ejército de EEUU eran soldados. El hecho de que algunos de ellos -como han declarado públicamente- se alistaran para obtener un título universitario no atenúa su condición militar. Tampoco les sirve de excusa el proceder de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Una vez insertados en la Institución Militar, su origen social se desvanece. El uniforme los iguala. La disciplina los homogeiniza. El sentido del deber y de la responsabilidad compartida debería haberlos convertido en verdaderos soldados. En su lugar, se transformaron en delincuentes y, lo que es peor, sin advertir en ningún momento que lo eran ni sentir por ello culpabilidad alguna. ¿Qué ha salido mal? ¿Por qué el ejército que hoy hace 60 años estaba derramando su sangre en las playas normandas, para cooperar a la liberación de Europa del nazismo, ha degenerado de modo tan ostensible?
Las estremecedoras imágenes que han dado la vuelta al mundo no han mostrado -todavía- la presencia física de ningún mando superior presenciando o participando en las torturas y vilezas cometidas. Los ejecutantes directos de tales villanías se hallan en el extremo inferior de algo que en cualquier ejército tiene una clara definición y una estructura sin fisuras ni discontinuidades: la cadena del mando militar.
Enviar soldados a la guerra es una acción que compromete a toda la pirámide de la autoridad en un Estado democrático. En el caso al que estamos aludiendo, la responsabilidad inmediata e intransferible comienza en el propio presidente de EEUU y se extiende, a través de su Gobierno y de los mandos militares implicados, hasta el último soldado desplegado en Iraq. Responsabilidad que a todos concierne, con un grado de implicación proporcional al nivel ocupado en la jerarquía militar.
El presidente Bush ha alardeado a menudo de su condición de comandante en jefe de los ejércitos (recuérdese la ridícula escena de su aterrizaje en un portaaviones, para declarar oficialmente el fin de la guerra en Iraq). Ha insistido en ser considerado como un War President, quizá para emular a Roosevelt y mejorar sus perspectivas electorales, lo que viene siendo la principal preocupación de él y su Gobierno. Le corresponde, pues, la más elevada responsabilidad en la ignominia ahora desvelada.
Pero la comparte con gran parte de la sociedad estadounidense, pues en ésta han nacido y se han desarrollado los valores (o mejor: antivalores) que los soldados de EEUU han mostrado en Iraq. El culto al triunfador y el desdén por el que no tiene éxito se reproducen en el Ejército al inventar de la nada el mito de una soldado héroe (Jessica Lynch) y al hacer recaer todas las culpas en otra soldado (Lynndie England), sádica y torturadora. Representan el Bien y el Mal, esos conceptos primarios que tanto gustan a Bush y sus más íntimos colaboradores.
Pero eso no es todo. La fiebre privatizadora y la búsqueda del mejor coste-eficacia, aplicados incluso en la actividad bélica, han producido esos híbridos de soldado y mercenario a los que se han atribuido tareas sin exigirles las responsabilidades ni el cumplimiento de los códigos deontológicos propios del militar profesional. El desdén de los gobernantes por el Derecho Internacional, mostrado públicamente por Bush (que no deseaba que «esos abogados internacionalistas» interfirieran en sus decisiones) y apoyado por amplios sectores de la población, conduce irremediablemente a los horrores de Abu Ghraib. Contribuye también a esto la idea, cultivada desde la Casa Blanca y el Pentágono, de que los soldados de EEUU están por encima de cualquier legalidad internacional, que ningún tribunal puede juzgarles y que solo responden ante su propia Justicia. Aumenta su impunidad y su sensación de seguridad la arrogante política de no estar nunca a las órdenes de mandos no estadounidenses. Por último, el aberrante limbo legal de Guantánamo, aceptado tácitamente por la comunidad internacional, ha podrido hasta la médula en EEUU el respeto que todo soldado debe sentir por la legislación internacional que regula lo concerniente a la guerra.
El Ejército de EEUU padece un cáncer que ahora ha salido a la luz, pero que le viene aquejando desde hace ya algún tiempo. Reveladas las autorizaciones, más o menos explícitas, de los altos niveles políticos y militares para extraer información mediante violencia de los afganos e iraquíes apresados en las operaciones militares -fueran o no éstos inocentes y resultara o no útil aquélla-, sabemos que las barreras morales fueron destruidas por las más altas jerarquías de la nación. La Casa Blanca menospreció y humilló a la ONU; el Pentágono desestimó los convenios de Ginebra e ignoró los usos y leyes de la guerra; de modo que las tropas se dejaron llevar por los más primitivos instintos, libres de cualquier traba moral. ¿Cabía esperar otro resultado?
Los ejércitos de la mayor potencia militar que ha conocido la Historia han pisoteado la esencia de la moral militar. No han sido unos casos aislados e inéditos: son el resultado forzoso de una expansiva atmósfera de impunidad, prepotencia y unilateralismo imperiales. Se podría decir que EEUU ha mandado soldados a Iraq conducidos por unos mandos que han olvidado cómo mandar a los soldados. Porque se creen formando parte de un pueblo elegido, que está por encima de las convenciones y acuerdos internacionales, y en posesión exclusiva de la verdad, la moral, la justicia y la democracia.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)