Crece la creencia en el efecto disuasivo de los castigos carcelarios. Sin embargo, sólo un tratamiento racional y humano con los delincuentes puede conducir a su reintegración social
Cuando a comienzos de los noventa le preguntaron al anterior presidente de la Cámara de Representantes de los EE.UU. y hoy aspirante republicano a la presidencia del país Newt Gingrich cómo pensaba llevar de vuelta a los conservadores a la presidencia, respondió lacónicamente: «menos impuestos, más penas de muerte». Para John Major, el sucesor de Margaret Thatcher, el lema de su política penal cuando juró el cargo en 1990 fue «más penas, menos comprensión». La lección de Thatcher de que no existía tal cosa como la sociedad, dio abiertamente sus frutos. Tony Blair quiso ser «tough on crime and tough on the causes of crime.» Los expertos británicos, que desde hace años reivindican la segunda parte de esta consigna, no pudieron más que comentar esta afirmación con cinismo. Las citas son muestras de un desarrollo común a ambas sociedades anglosajonas. Pero este desarrollo también se aplica a la República Federal Alemana: lo que hoy puede verse en California, mañana se encuentra en el resto de los Estados Unidos y pasado mañana en Alemania.
Por estos pagos la política criminal la dirigen desde hace años los políticos exclusivamente contra los autores del crimen. Es célebre la frase del canciller Gerhard Schröder a propósito de un asesinato con motivación sexual en Hessen: «encerrarlo y echar la llave, y para siempre». Pocas cosas han cambiado desde entonces en Alemania. Todo lo contrario. El debate actual sobre la reforma de la detención preventiva -la sanción más controvertida del derecho penal- muestra que esta sociedad avanza, cada vez más, por el mismo camino.
Que a las declaraciones enérgicas de los políticos le siguen consecuencias en la política penal es algo que puede comprobarse en dos observaciones, una indirecta y otra indirecta. La directa se refiere a un desarrollo que apenas ha tenido repercusión en la opinión pública y la política alemana, y que tampoco ha sido entendido, en sus conexiones y en sus orígenes, por los expertos. Se trata de las cifras de las cifras de las penitenciarias estadounidenses, cuyos presupuestos e internos se han multiplicado desde mediados de los setenta del siglo pasado. El porcentaje de población carcelaria (el número de presos por cada 100.000 ciudadanos) era en 1970 de 137 y en la década del 2000 ascendió a cerca de 750, esto es, se ha quintuplicado. Los EE.UU. lideran así la lista de todos los países en los que se lleva a cabo esta estadística.
Aunque no en la misma medida, pero sí en la misma dirección, encontramos los resultados en Gran Bretaña. Con 152 presos por cada 100.000 habitantes en el 2011, el Reino Unido se encuentra a la cabeza de todos los países europeos occidentales, una posición que ha alcanzado sólo en 20 años: en 1992 registraba 88 presos por cada 100.000 habitantes. También Alemania presenta una tendencia similar.
Cambio en el mundo occidental
La segunda observación, que demuestra claramente que la introducción de la citada retórica es seguida por cambios en la política penal, descansa en un análisis científico de la política criminal realizado por el internacionalmente reconocido criminólogo David Garland. The Culture of Control, el estudio de Garland sobre el giro de 180º grados en esta política en los modernos estados occidentales ha sido traducido a varios idiomas, entre ellos el alemán e incluso el chino. Un giro completo desde una aplicación racional, humanitaria y civilizada del derecho penal durante casi todo el siglo anterior hacia un recrecimiento de la represión, «el renacimiento de las prisiones», el retorno de la creencia en los enormes efectos del castigo. Se trata de un desarrollo alarmante.
Garland ha trazado detalladamente el declive de la confianza en el principio de reintegración social. Ha identificado, por ejemplo, la orientación del código penal a las víctimas, una orientación contraproducente y orientada a erosionar el estado de derecho, que se extiende a la sociedad; esta orientación ha determinado la roma retórica emocional del discurso público hacia quienes quebrantan la ley; entre otras cosas que escapan al espacio de este artículo.
Sin embargo, hay una punto de inflexión en la política penal encontrado por Garland que aquí merece una especial atención. Aparece en un lugar concreto de su libro para ilustrar un delito penal esencial de la política criminal, uno que encarna las características y «abismos» como ninguno y que podrían valer como clave para entender la moderna política penal y de seguridad.
Junto a la impasible y rutinaria gestión del estado y la sociedad y de su justicia de la criminalidad «cotidiana» -robos, fraudes, hurtos o delitos parecidos- hay una política criminal paralela para los criminales, a quienes a la vez deniega toda responsabilidad a través del derecho. A esta categoría pertenecen los delitos de violencia cometidos por los jóvenes y los delitos sexuales contra niños y menores de edad. Sobre todo estos últimos son presentados en los medios de comunicación como el epítome del mal y la perfidia, y tratados como una encarnación del mal más allá de todo sentido y raciocinio. Estos «monstruos» «inhumanos» pueden encontrarse no sólo en el ámbito de los delitos sexuales, sino también en el de los delitos de violencia, y allí sobre todo los cometidos por jóvenes en la medida en que se han visto implicados en sucesos violentos contra personas o bienes inmuebles y que se demostraron como igualmente «monstruosos».
Ejemplos pueden encontrarlos los usuarios de los medios de comunicación al alcance de la mano. Puede pensarse, por ejemplo, en las imágenes y los textos publicados en relación con la muerte por apaleamiento de un hombre a manos de dos jóvenes en una estación de tren en Múnich, cuando éste intentó interceder en una pelea entre los jóvenes viajeros. Y estas dimensiones del horror son sobrepasadas por el noruego Anders Breivik y la masacre cometida en la isla de Utøya, que el autor preparó psicológica y logísticamente con frialdad moral y emocional durante años, y que terminó con el asesinato de 77 jóvenes.
En el recuerdo de todos están frescos los -en esta ocasión colectivos- estallidos y excesos de violencia y delitos que durante cuatro días a comienzos de agosto recorrieron Londres y otras ciudades inglesas con violencia, numerosos incendios y saqueos. Hubo cinco muertos y varios heridos. La sociedad quedó conmocionada y la justicia respondió con procesos rápidos y con extraordinaria dureza contra los jóvenes. Dos jóvenes que intentaron sin éxito llamar a los disturbios a través de Facebook fueron condenados incluso a cuatro años de prisión con libertad condicional.
A partir de aquí hay, de hecho, un pequeño paso hacia el imaginario en el que el «mal» tiene su lugar concreto y al que debe su arcaico y prehistórico origen. Es la forma secular de una visión del mundo maniquea que se remonta al nombre de su fundador, Mani, en el siglo II a.C., y enseñaba un dualismo radical del mundo: el reino de la luz y el reino de la oscuridad, separados claramente el uno del otro. Este significado del mundo no conoce grises, ninguna mediación, ningún compromiso. Y tampoco ninguna historia, ningún futuro, ni el paso del tiempo.
Dos características distintivas de un dualismo así se dejan reconocer en la manera en que se trata la violencia a niños, personas y cosas, que puede calificarse de «derivado» maniqueo, ya que se trata de la carencia e ignorancia de toda perspectiva dinámica de la biografía de su autor. El principio, arriba mencionado, de «más castigos, menos comprensión», no significa otra historia que la destrucción de la historia del hecho y de quien lo comete, de su biografía, de su «mundo vital», del que procede y en el que está «inscrito». Se silencia por completo cualquier «consideración» de las circunstancias y otras «normas» que son necesariamente inherentes en la supervivencia en la pobreza, la falta de trabajo y de perspectivas, especialmente en una sociedad en la que las clases trabajadoras han dejado de existir para las clases altas en su existencia aislada.
«En cada hombre hay algo de valor»
La segunda característica por la que puede comprobarse cómo se abre paso una imagen social maniquea cuando se refiere a las penas por delitos de violencia o sexuales es el retorno del pensamiento biológico, que se creía superado, en la sociedad, la política y -especialmente deplorable- en una parte de la ciencia para la «explicación» del hecho criminal y sus autores. El Spiegel encabezó su reportaje sobre «Los disturbios en las ciudades inglesas» preguntándose -acaso retóricamente, quizá no tan errónea desde el punto de vista del sentido común- si lo que había sucedido no era el «estallido de un virus terrorírico hasta ahora desconocido y que afecta al cerebro y convierte a las personas normales en monstruos y -de un momento a otro- se apodera de todo: la voz interior, la moral, el efecto represor de los instintos que tiene la civilización». La lógica de la biología es estática, determina a los hombres, los fija en el reino del mal, del cual no sólo no hay ninguna escapatoria, sino que además se nace en él. Las ideas de reintegración social, sobre todo las de educación, desarrollo y constitución, no tienen aquí ningún lugar.
Todavía hay más. El pensamiento biológico en la criminología está encaminado a la figura artificial del individuo aislado y, en consecuencia, destruye el concepto de sociedad. Que esta perspectiva tiene enormes consecuencias políticas puede verse ante todo en el desdén hacia el caldo cultivo que permite en última instancia la comisión de actos criminales: ¿se trata de autores individuales, posiblemente de alguien que debiera ser tratado psiquiátricamente, o de un autor que tiene relaciones sociales y, posiblemente, políticas? El «autor individual» es en última instancia benigno: no supone una amenaza seria para la sociedad. Que el autor individual haya «llegado a serlo» es posible sólo presentando el telón de fondo sobre el que se hilvanaron múltiples experiencias ganadas a lo largo de toda una vida, algo que debiera valer como lugar común en la investigación criminológica.
La misma concepción de los autores individuales la veía de manera muy diferente uno de los mayores políticos y estadistas del pasado siglo: Winston Churchill. Churchill dijo en una ocasión en la Cámara de los Comunes que el cómo una sociedad lidia con criminalidad y criminales es «una muestra sólida de la civilización de cada país» y reclamó al estado y a la sociedad emplear la rehabilitación y confiar en que «en cada hombre hay algo de valor, si uno se toma el coraje de encontrarlo.» ¿Qué político de hoy no movería la cabeza con preocupación al oír estas palabras?
Fritz Sack fue el primer sociólogo en ocupar la cátedra de criminología en la Universidad de Hamburgo. Desde hace años dirige el Instituto para la Investigación Social en Criminología.
Traducción para www.sinpermiso.info Àngel Ferrero