Si Hitler no hubiera perdido la II Guerra Mundial y, pese a conocer los horrores de los campos de exterminio nazis, los alemanes lo hubieran reelegido, ¿nos escandalizaríamos si, entonces, los judíos hubieran hecho estallar su desesperación en las calles de Berlín en forma de atentados suicidas? La pregunta es retórica, huelga señalarlo, puesto que […]
Si Hitler no hubiera perdido la II Guerra Mundial y, pese a conocer los horrores de los campos de exterminio nazis, los alemanes lo hubieran reelegido, ¿nos escandalizaríamos si, entonces, los judíos hubieran hecho estallar su desesperación en las calles de Berlín en forma de atentados suicidas? La pregunta es retórica, huelga señalarlo, puesto que la respuesta es obvia: no solo no nos escandalizaríamos (de hecho, casi nadie se escandaliza al recordar el atroz bombardeo de Dresde), sino que esos ucrónicos mártires judíos tendrían hoy un monumento en Tel Aviv y otro en Nueva York, y Spielberg les habría dedicado una película.
Pues bien, los fascistas estadounidenses (más numerosos y más fascistas que nunca, puesto que un fascista es un burgués asustado) han reelegido a su grotesco Führer, han apostado por la continuidad del IV Reich, y los mártires islámicos obrarán en consecuencia. Y nadie tendrá derecho a rasgarse las vestiduras más de lo que se las habría rasgado ante un comando de judíos dispuestos a inmolarse en el ucrónico Berlín de un Hitler reelegido.
Y los demás, los que no queremos responder a la bomba «inteligente» con la bomba ciega, ¿qué haremos?
Algunos optimistas inveterados confiábamos en la victoria de Kerry. No habría cambiado las líneas maestras de la política imperialista, pero habría sido un síntoma esperanzador (como lo fue en el Estado español la derrota del PP). Un síntoma de que entre los estadounidenses la razón le iba ganando terreno al miedo aborregado, a la estupidez marcial, a la mezquindad pequeñoburguesa, a la xenofobia paranoide: al fascismo, en una palabra. Y, por otra parte, el momentáneo cambio de «talante» en la Casa Blanca habría dado un pequeño margen de maniobra a quienes, en todo el mundo (y sobre todo en Latinoamérica), luchan por la democracia, por la de verdad. La victoria de Kerry podría haberles dado un respiro a Cuba y a Venezuela, a Uruguay y a Argentina, a Brasil y a Colombia, a Ecuador y a Bolivia, en un momento en que la Historia (en contra de quienes creen que se repite y de quienes quisieran que se hubiese acabado) corre hacia adelante a una velocidad peligrosa para todos. Con la asfixiante victoria de Bush, el respiro habrá que tomárselo por las bravas. Habrá que pasar al Plan B. Al Plan Che, pues él lo vio claro desde el primer momento: «Dos, tres, muchos Vietnam» (no es casual que el más encanallado de los periodistas españoles –ex director del más encanallado de los periódicos– le dedicara hace unos meses a Ernesto Guevara un largo artículo en el que lo tachaba de terrorista; y teniendo en cuenta a quiénes llaman terroristas los políticos corruptos y los periodistas canallas, seguramente el Che se habría sentido orgulloso del título).
Pero, de todos modos, hay, en términos electorales, más motivos para la esperanza que para el desánimo: el triunfo de Hugo Chávez y el de Tabaré Vázquez son algo más que síntomas, y el de Evo Morales es algo más que un pronóstico. La cobarde derechización de la América del Norte también es una reacción (nunca mejor dicho) a la valerosa izquierdización de la del Sur.
Si, como es previsible, tras la reelección de Bush se recrudece el acoso a los núcleos de resistencia antiimperialista, habrá que darles a los yanquis una aumentada dosis de jarabe vietnamita, como dice la canción de Quintín Cabrera. Y no hay más que leer la lista de organizaciones y países «terroristas» para saber dónde están o estarán los nuevos Vietnam.
«Todos somos judíos», proclamaron los antifascistas de ayer ante los horrores del nazismo. Ante los horrores del imperialismo estadounidense y del subimperialismo europeo, todos los antifascistas de hoy somos palestinos e iraquíes, cubanos y venezolanos, vascos e irlandeses…
Bush ha ganado las elecciones y Estados Unidos perderá la guerra. Porque ya ha perdido la batalla más importante, su propia madre de todas las batallas: la batalla interior. Quienes se horrorizan ante la caída de un par de rascacielos y votan la masacre del pueblo iraquí, merecen estar en las próximas torres que caigan, que sin duda caerán.