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Nagasaki: el horror de lo innecesario

Fuentes: La Estrella Digital

Un día como hoy, 9 de agosto, hace sesenta años, a las 11.02 (hora local) un destello cegador anunciaba a los habitantes de Nagasaki que habían sido elegidos como campo de pruebas para el que era entonces último invento de la tecnología del armamento. Les había tocado el gordo. Esto no es una inapropiada broma […]

Un día como hoy, 9 de agosto, hace sesenta años, a las 11.02 (hora local) un destello cegador anunciaba a los habitantes de Nagasaki que habían sido elegidos como campo de pruebas para el que era entonces último invento de la tecnología del armamento. Les había tocado el gordo. Esto no es una inapropiada broma de mal gusto: el nombre en clave de la bomba nuclear que hizo explosión a unos 500 m de altura sobre esa infortunada ciudad, lanzada desde un bombardero B-29 estadounidense, era «Hombre gordo» (Fat Man). Fue la segunda bomba lanzada, de una serie de tres que estaban previstas para ser utilizadas en acción de guerra contra Japón (derrotada ya Alemania), tras la que había arrasado Hiroshima tres días antes. Estaba destinada a destruir la ciudad de Kokura – que ahora es un barrio de Kitakyushu -, cuyos habitantes no pudieron valorar ese día la enorme suerte que habían tenido.

La suerte tuvo mucho que ver con lo ocurrido. El B-29 portador del cataclismo atómico voló esa mañana sobre Kokura durante largos minutos, sin que sus tripulantes lograran ver el objetivo sobre el que debían descargar el arma, a causa de la adversa meteorología. En vista de eso, el comandante decidió dirigirse al objetivo alternativo que tenía asignado: Nagasaki. Con una explosión de potencia equivalente a unas 21.000 toneladas de trilita, a la que hay que añadir los letales efectos térmicos y radiactivos, la mitad de la ciudad quedó arrasada en unos instantes.

No hay cifras exactas de las víctimas de esta última carnicería de la Segunda Guerra Mundial, debido a la destrucción de los archivos y a la imposibilidad de recuperar todos los cuerpos en el caos producido. Se cree que murieron en el acto unas 40.000 personas, cifra que se duplicó en unos pocos meses a causa de los efectos de la radiación, las heridas incurables y las nuevas enfermedades. En los años inmediatamente posteriores se produjeron en Nagasaki 50.000 muertes más. Todavía quedan en Japón unos 400.000 hibakusha, personas que padecen los efectos de aquellos dos fatídicos días en los que la ciencia moderna probó sus inventos en los ciudadanos de ese país.

La destrucción nuclear de Nagasaki no ha gozado del eco mediático de la de Hiroshima: son los inconvenientes de una opinión pública tan propensa a valorar las cosas siempre por algún orden de prelación. Hasta en la muerte y la catástrofe, el ganador se lo lleva todo y apenas queda nada para el segundo. Pero Nagasaki ofrece especiales motivos de reflexión.

Lo más grave del bombardeo de Nagasaki es la reiteración en la destrucción de vidas humanas inocentes, después de haber contemplado, con horror, lo ocurrido tres días antes en Hiroshima. Ya no podía justificarse el empleo de un arma de tales características, habiendo comprobado por vez primera la realidad de sus efectos.

Se ha defendido a posteriori el uso de las dos armas basándose en que Japón se rindió cinco días después. Para sustentar la decisión se adujeron cifras de probables bajas de combatientes de EEUU en caso de tener que asaltar el archipiélago nipón para alcanzar la victoria final. Pero se suele olvidar que, justo el día anterior a la destrucción de Nagasaki, la URSS había declarado la guerra a Japón y había iniciado la invasión de Manchuria. El enorme potencial militar soviético, que había rescatado gran parte de Europa del dominio nazi a costa de ingentes sacrificios humanos y materiales, se volcaba ahora amenazador hacia el Este. Japón estaba aislado; sin aliados, desabastecido, bloqueado y cortado del exterior, bombardeado a diario, toda resistencia militar era inútil. Ni el fanatismo de los kamikazes, ni la furia defensiva japonesa mostrada ese mismo año en algunas islas del Pacífico engañaban ya al mando estadounidense sobre el inminente fin de la lucha.

Incluso si el mando militar japonés podía albergar todavía alguna esperanza en su capacidad de resistencia, ésta desapareció sin duda tras la bomba lanzada contra Hiroshima. La de Nagasaki fue, por tanto, superflua e inútil. Violó todas las reglas de la guerra: se asesinó a una población civil que ya poco o nada tenía que ver con el curso posterior de las operaciones. Digámoslo sin ambages: fue un evidente crimen contra la Humanidad, una vulneración de las más básicas leyes de la guerra. Esto es lo que reveló con toda claridad la bomba de Nagasaki. En ello radica su especial relevancia. Ni siquiera los que aportan razones en favor de la rápida conclusión de la guerra arrasando Hiroshima han podido jamás sostener la necesidad de lo ocurrido en Nagasaki hace hoy sesenta años.

Entonces se inició la «era nuclear inactiva». Nunca se ha vuelto a utilizar un arma nuclear contra un enemigo, ni en los momentos más críticos de la Guerra de Corea. La Humanidad fue consciente de que, por vez primera en su historia, se había dotado de un instrumento capaz de destruir la especie humana en su totalidad. Según afamados científicos, solo bacterias y artrópodos nos sobrevivirían y mantendrían la llama de la vida en la Tierra, constituyendo la base para una nueva evolución biogenética.

Desde entonces, también, nos acompaña tan sombría perspectiva. Cuando hoy en EEUU y en algunos países se sigue considerando viable la estrategia militar nuclearizada y se desarrollan nuevos modelos de esas armas, conviene tenerla presente. Tanto más cuanto que la irresponsabilidad de altos dirigentes políticos respecto a las decisiones que irreflexivamente adoptan – puesta tan en evidencia en la invasión y ocupación de Iraq – no nos permite descartar el más pesimista curso de los acontecimientos.


* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)