Traducción para www.sinpermiso.info: Vicente Abella Aranda
Nuestros pasos iban fácilmente conectando los puntos, a pesar de que a nuestro pensamiento le resultaba difícil hacerse con el punto militar, con el punto capitalista y con el punto tecnocrático.
Bajé junto con mis compañeros en la parada North Farragut del metro de Washington DC (David Farragut fue el tipo que contribuyó a conquistar las Islas del Pacífico con su «malditos torpedos»). Después nos dirigimos a visitar la plaza McPherson con el grupo de «Ocupa Wall Street» (Birdsong McPherson dirigió la Armada de Tennessee bajo las órdenes de Sherman y creo que fue el único general norteamericano que murió en batalla durante la Guerra Civil).
Marchamos por la 15ª calle hacia el campamento de los chicos de «Para la máquina: Crea un nuevo mundo», en la avenida Pensilvania justo al lado del memorial de Pershing (Pershing «Black Jack» fue responsable de las atrocidades en Filipinas durante la Guerra Hispanoamericana y después lideró la Armada Estadounidense en la carnicería de la Primera Guerra Mundial). Más tarde gritamos enfrente de la Casa Blanca («¿Casa de quién? ¡Casa del pueblo!»), por el lado norte cerca de la plaza Lafayette, donde Andrew Jackson, el asesino de indios que aparece en el billete de 20 dólares, posa de forma esperpéntica sobre su caballo.
La capital del país glorifica a sus militares, a sus conquistadores. Ante tal perspectiva tuvimos suerte, pues esa mañana dos docenas de hermosas mujeres habían formado un círculo para tocar sus tambores en la plaza McPherson y estaban rompiendo complejos y encadenando ritmos con toda su alma; eran el grupo de percusión Batala World. Nada podía habernos inspirado más, levantando nuestro espíritu, fortaleciendo nuestra determinación y alumbrando nuestro camino. De pies a cabeza llevamos con nosotros sus intensas vibraciones durante todo el día.
Al bajar la 15ª calle pasamos por delante del edificio de granito del Departamento del Tesoro, con sus estatuas de Albert Gallatin y Alexander Hamilton («¡A los bancos los han rescatado y a nosotros nos han vendido!»). Hamilton, cómo no, fue el primer Secretario del Tesoro de los Estados Unidos y Gallatin el que más tiempo duró, desde 1801 hasta 1812. Organizaron a los banqueros para decomisar el Valle de Ohio, las deudas de los veteranos de guerra, el pago de la compra de Luisiana que posibilitaba la soberanía del algodón y la financiación de la Guerra de 1812 («¿Cómo solventar el déficit? ¡Acabad con las guerras y gravad a los ricos!»).
Cuando uno es historiador no puede evitar este tipo de pensamientos. No mires a tu alrededor (me digo a mí mismo), mira hacia abajo. Al final resulta ser peor. La acera de la 15ª calle está ahora salpicada de placas de bronce, parecidos a los del paseo de las estrellas en Hollywood, las cuales celebran a algunos de nuestros ilustres personajes históricos, ¡cada una de ellas patrocinada por una empresa distinta! («¿Las calles de quién son? ¡Las calles son nuestras! ¡Únete a nosotros!»).
La cuestión de la privatización del espacio público surgió más tarde en los grandes almacenes enfrente del Museo Smithsoniano del Aire y del Espacio. Ambas acampadas, Ocupa Wall Street y Para la Máquina, lideradas por Veterans for Peace y Code Pink, nos llevaron en una marcha fantástica a lo largo de la amplia extensión de los grandes almacenes hasta las escaleras del museo donde yo esperaba con impaciencia que se abriera el debate antes de entrar a inspeccionar la exhibición de Drones, ya que estábamos intentando trazar el camino que uniría los puntos entre Wall Street y el Pentágono. Al final íbamos a poder deshacer el nudo gordiano que se ha atribuido al discurso de Ike hace cuarenta años en el que advertía sobre el complejo militar-industrial.
Pero esto no había de ocurrir. Estábamos rodeados, a un lado por un provocador megalómano y estúpido que pretendía «derribar las puertas» y lo único que consiguió es que a muchos nos gasearan con gas pimienta, y al otro lado por un guitarrista ruidoso el cual, cuando a ratos se le acababa el combustible y por fin nuestra asamblea podía escucharse a sí misma pensar («probando micro, probando micro»), volvía de repente a amplificar su guitarra y proclamaba que tenía «licencia» y que su sonido era «propiedad privada».
Entre su privatización de los grandes almacenes y la pimientización por parte de las autoridades, perdimos la oportunidad de explorar la relación militar-financiera en ese templo de tecnología, sumidos en una marabunta de turistas desconcertados, veteranos de pelo gris enfadados pero pacíficos, jóvenes asombrados y vigorosos, y otros manifestantes amantes de la paz, todos tosiendo, inutilizados, disgustados y temporalmente cegados por el gas. La discusión entre generaciones y los intercambios entre Ocupantes y Pacifistas habrían de tener lugar otro emplazamiento. Quizás en nuestra próxima marcha, la cual nos llevaría hasta Chinatown, parando en el edificio de cristal de Verizon Corporation, y después a la Casa Blanca, parando de nuevo en un banco («¡Ocupa Wall Street, Ocupa K Street, Ocupa todo lo que puedas y no lo devuelvas nunca!»).
Aun así, no pude evitar arrepentirme de no aprovechar la oportunidad para discutir precisamente con estas personas (los valientes veteranos, las mujeres de Code Pink, los endeudados estudiantes, los jóvenes Afroamericanos) el significado y funcionamiento de los Drones y su relación con los bancos y las guerras. Su nombre de «vehículo aéreo no tripulado» está perfectamente asignado, ya que en estos momentos (por lo menos hasta que otros también lo posean) es un arma cobarde de, hay que decirlo, de personas drogadas e inyectadas de cobardía y vergonzosa pusilanimidad.
Nadie, nos dijeron durante toda la semana, había expresado tan bien el maravilloso espíritu de las máquinas que Steven Jobs, el informático de Apple, el cual había fallecido tan sólo tres días antes. Antes de llegar a Washington leí sobre sus cualidades, que al parecer eran 1) amplia visión de futuro, 2) buen gusto, 3) persistencia a pesar de las dificultades, lo cual dio como resultado 4) productos populistas. Él personificaba la era tecnológica, según los medios de comunicación. Era un héroe del mundo empresarial, una luz para los príncipes del capital, con 6.500 millones de dólares que lo ratifican.
Al tratar de comparar, no pude pensar en otro que en mismo Ned Ludd. Sí, Ned Ludd, la mítica figura cuyo bicentenario celebramos este año y el que viene, el hombre que se opuso a la máquina de vapor y a la máquina de hilar calcetines mediante la Acción Directa: con un martillo. En su estudio sobre la destrucción de máquinas, Eric Hobsbawm observó hace mucho tiempo que nada ejerce la solidaridad de forma más firme que tal acción directa. Ludd era el nombre anónimo de una fuerza colectiva. Esas cualidades de Steven Jobs son cualidades humanas que no son únicas en él.
Nosotros no disponíamos de martillos en el Museo de Aire y Tierra. Tampoco teníamos la intención de destruir la exhibición de Drones. Aquellos hombres y aquellos jóvenes que atacaron los medios tecnológicos de hace doscientos años, sin embargo, lo hicieron en medio de la hambruna, el cercamiento y la guerra. Estas no son las condiciones actuales en los Estados Unidos, pero lo son en Afghanistan, la Frontera del Noroeste de Pakistán, Yemen y Somalia, donde, como expresó de forma muy viva Libby Hunter, el metal afilado atraviesa la piel causando muerte y mutilaciones. La tecnología de hace doscientos años estaba destinada a destruir comunidades y sus bienes para asegurar la hegemonía del Sur esclavista y de la factorías textiles de Inglaterra.
La era de Ned Ludd también poseía las cualidades supuestamente únicas de Jobs, 1) amplia visión de futuro (pensemos en William Blake), 2) buen gusto (Byron, Shelley), 3) persistencia a pesar de las dificultades (el movimiento sindical), todo lo cual dio como resultado 4) productos populistas (el movimiento cooperativo, por ejemplo). Los Luditas estuvieron motivados en gran medida no por el individualismo sino por su deber con las personas (¡negros, mulatos, asiáticos, blancos! ¡una sola resistencia, una sola lucha!).
No, los 6.500 millones de dólares de Steven Jobs no vienen de su visión, su gusto, su persistencia o sus cualidades de empresario, sino de un movimiento obrero global (el proletariado internacional), de chicas adolescentes entornando los ojos en las factorías asiáticas, de violaciones y guerras étnicas en el Congo a causa de los metales preciosos, para producir máquinas cuya producción requiere el consumo de cantidades ingentes de agua que acaban desecando muchos campos de cultivo. El capitalismo adopta diversas formas (industrial, comercial, financiera) y siempre en su base está el movimiento obrero, asalariado o sin salario. Los trabajadores del mundo («¡D.C., Cairo, Wisconsin: luchamos y venceremos!»). Cualquiera que sea la forma que adopte el capital, en su base está el movimiento obrero, y las máquinas, o los medios tecnológicos, ayudan a consumirlo.
El teniente Henry Shrapnel inventó el arma horrenda que lleva su nombre, una bomba anti-persona hueca con una carga de explosivos en su interior, rodeada de restos de metal y balines de plomo, la cual, cuando explosiona, escupe los balines y los trozos de metal afilados 360 grados a su alrededor a una velocidad increíble. Fue empleada por la armada en 1803. Paralelamente, William Congreve se apropió de la tecnología de diseño de misiles de los adversarios del imperio británico en India y la importó a Inglaterra donde fue empleada a partir de 1807.
Es la combinación de las innovaciones tecnológicas de Shrapnel y Congreve lo que los norteamericanos celebran en los eventos deportivos cuando cantamos sobre el resplandor rojo de los misiles y cómo explotan en el aire. Shrapnel y Congreve proporcionaron entonces la imaginación que requería la invención del Drone. A parte del tamaño y del sistema de guía no veo que el Drone sea una innovación tan remarcable. Al Drone Predator se lo conoce como el «destructor de coordenadas» porque el área del mapa que abarca su destrucción es la de un nodo del mallado geográfico, quizás un kilómetro cuadrado, en la que precipita una «lluvia de acero», como dicen muy vívidamente los soldados.
No puede ser que Ned Ludd destruya las obras de Shrapnel y Congreve. Para evitarlo se ha aprobado nuevos estatutos contra sus seguidores, la policía se ha reorganizado, han patrullado más escuadrones a los luditas que tropas envió Inglaterra contra Napoleón en España.
Si el coro de autocomplacencia que vitorea las cualidades de Steve Jobs y la brujería tecnológica de los Drones no tripulados parece ser el caso típico de historia que se repite, lo está haciendo sin Ned Ludd. Es él quien debería conectar los puntos: los bancos (Wall Street), las guerras (Pentágono) y las máquinas. Esta es una de las grandes promesas de la presente coyuntura.
Peter Linebaugh es profesor de Historia en la Universidad de Toledo. The London Hanged y (con Marcus Rediker) La hidra de la Revolución: la historia oculta del Atlántico revolucionario (trad. castellana: Editorial Crítica, Barcelona, 2005). En Serpientes en el jardín se incluye su ensayo sobre la historia del Día de Mayo. Su último libro es el Manifiesto de la Carta Magna (California Univ. Press, Berkeley, 2009).