Todos hemos oído alguna vez que la opinión del pueblo ha motivado la preocupación del gobierno en un asunto cualquiera. Hemos escuchado que según la opinión del pueblo la gente quiere tal cosa o tal otra. Se habla de esta opinión tanto como la voz colectiva y masificada del pueblo sin contornos, como de la […]
Todos hemos oído alguna vez que la opinión del pueblo ha motivado la preocupación del gobierno en un asunto cualquiera. Hemos escuchado que según la opinión del pueblo la gente quiere tal cosa o tal otra. Se habla de esta opinión tanto como la voz colectiva y masificada del pueblo sin contornos, como de la institución que convierte en datos lo que ha recogido como opinión de los comunes.
Poco se sabe de los métodos de recolección de opiniones, de la calidad y cantidad de la muestra utilizada para estudiar nuestra voz y nuestras peticiones.
En estos momentos no sé si la opinión del pueblo interesa a alguien pero sí sé que he participado en pocas encuestas públicas donde se haya declarado de antemano que se recoge de esta forma nuestra popular opinión.
La opinión del pueblo es un misterio. No sabemos cómo se usa, cuándo se usa, por quién se usa, para qué se usa.
Sabemos, eso sí, que el pueblo opina todo el tiempo, que saber su querer y su padecer no es difícil, porque ahora el pueblo habla sin tapujos en la guagua, en el almendrón, en la cola de la bodega, en el muro diario de las lamentaciones de las amas de casa, en los balcones descascarados de todos los rincones de Cuba, en los surcos ardientes de la sabana y en la ribera fresca de los estrechos ríos.
Sin embargo, no me parece que la opinión del pueblo sea la referencia más dominante en las políticas públicas de los órganos de la administración central del Estado, ni que lo que decimos por teléfono o cuando esperamos al médico de la familia, sea usado como razón constante de gobierno.
Para opinar hace falta saber qué opinan los demás. La política no se verifica cuando se escucha -o se espía- la conversación de los sujetos populares mientras estos viven sus vidas, sino cuando estos opinan de forma abierta en un ejercicio libre de participación responsable y no misterioso.
Mi opinión común y corriente sobre cómo mejorar el transporte, el comercio interior o la recogida de basura en La Habana, no es la que doy cuando hablo con un sufrido transeúnte tan embarcado como yo en la parada del ómnibus, sino cuando el funcionario me convoca porque quiere escucharme, con respeto. Porque mi saber y mi experiencia vital valen.
Se opina en la plaza, en la asamblea, en la reunión, en la fábrica, en el aula, no porque haya un lugar idóneo para opinar, sino porque cuando el pueblo habla se le debe oír porque se trata del soberano, que no solo opina, sino que sobre todo manda; o debería mandar.
Tampoco «plantea» el pueblo, como tanto le gusta repetir a las administraciones locales y a las asambleas de municipios y provincias. Los planteamientos suelen ser respondidos, pero la mayor parte de las veces el problema que se denuncia no se resuelve. Lo que cuentan las administraciones es la cantidad de planteamientos que han recibido alguna respuesta, para que no queden cabos sueltos ni gente indispuesta.
Cuando por vez dos mil en nuestra vida decimos a un delegado ojeroso de tantos problemas que carga en sus espejuelos, que el pan sigue flaco y ácido, no es para que se anote como un planteamiento, sino para que el pan no se venda más tan malo. El pueblo no plantea que la calle está rota, sino que manda a que se arregle, el pueblo no plantea que faltan medicinas, lo que hace es mandar a que aparezcan.
El pueblo al que pertenezco no está en el poder porque no decide nada de lo que le es primordial y definitorio. No fuimos nosotros los que decidimos subir el precio de la leche en polvo ni de la gasolina, ni fuimos los que consideramos que con una sola licencia de trabajo por cuenta propia bastaba, ni fuimos los que acordamos que existiría la propiedad de las empresas mixtas, ni los que quitamos la validez de las cartas por las que algunos compraban carros de segunda mano.
No fuimos los que mandamos a conversar con los estadounidenses, ni los que subimos los impuestos, ni los que quitamos la libreta de productos normados industriales, tampoco hemos decidido al revés lo que no queremos, ni nos han preguntado qué nos gusta de la Revolución todavía y qué no, qué nos gusta del socialismo todavía y qué no.
Cuando el pueblo habla no opina para que un personaje escondido como el mago de Oz nos hable algún día de nuestros sueños inalcanzables, sino que manda a que se borren las pesadillas de nuestros hijos y a que se le deje hacer por Cuba lo que los burócratas no han podido o no han querido.
Somos el pueblo soberano. Cuando decimos y gritamos que algo nos hiere y nos desespera, no damos nuestra humilde opinión ni planteamos nuestra angustia retenida, no opinamos ni planteamos, exigimos el fin de lo que pesa y apena.
Fuente: http://oncubamagazine.com/columnas/ni-opino-ni-planteo/