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No llores, mamá, los nigerianos están a tu lado

Fuentes: Rebelión

Traducido para Rebelión por Anahí Seri

Mientras escribo esto, aún oigo su llanto. Veo sus lágrimas y siento la tristeza y el dolor que la embargan; el dolor por perder una joya, de ver como desaparece un regalo preciosos, de saber que el niño que un día se amamantaba de sus pechos, se ha ido para siempre.

Siento todavía la tristeza de la Sra. Vero Aikpitanhi, la madre del ciudadano nigeriano Osamuyia Aikpitanhi, a quien mataron las autoridades españolas el 9 de junio de 2007 a bordo de un avión de Iberia con destino a Lagos.

Cuando pronuncié mi oración aquel sábado por la mañana antes de salir de Lagos, no sabía qué me esperaba. ¿Cómo se sentiría? ¿Qué estaría haciendo? ¿Cómo le iría, sabiendo perfectamente que su hijo ya no vivía?

Estas preguntas me rondaban por la cabeza cuando salí para ir al parque.

La ciudad de Lagos estaba tranquila. La huelga del Nigeria Labour Congress (NLC) por la subida del precio del combustible decretada por el Gobierno Federal explicaban la desacostumbrada tranquilidad en las calles de Eko. El taxi al que llamé para que me llevara al parque de vehículos me pidió un precio desmesurado sin responder a los saludos que intercambié con él. Era obvio que estaba enfadado por la situación. Llegamos a un acuerdo y me monté. Durante el trayecto, vi las caras combativas, pero sonrientes, que mostraban mis conciudadanos al iniciar un nuevo día lleno de esperanza; es un pueblo al que se ha descrito como el más feliz del mundo. Le pregunté al conductor «enfadado» qué pensaba del silencio del nuevo gobierno en relación con el sufrimiento de los nigerianos. «No les importa», contestó.

«Incluso un gobierno que ha llegado al poder en unas elecciones evidentemente fraudulentas ha comenzado a infringir grandes penurias a la población».Continuó contándome una historia de la Biblia sobre cómo un príncipe que acababa de ascender al trono prometió castigar a la gente con un escorpión, mientras que su padre usaba látigos.

La cuestión me dio mucho que pensar.¿Le importa algo a nuestro gobierno ? ¿Realmente tienen en mente nuestro bienestar, o es que les guste ver sufrir a la gente?

En ese momento, recordé la misión que me aguardaba: el joven que yace en una morgue en algún lugar de Europa. ¿Le importa al gobierno? Llegué al parque en un tiempo récord, gracias a la huelga. De no ser por la huelga, el tráfico habría sido diferente; pero aún así, amo a mi país. El parque bullía con la ubicua presencia de niños intentando vender su mercancía; niños que deberían estar en las aulas, jóvenes que deberían ser la espina dorsal de toda sociedad, «tirados» por ahí, intentando ayudar a cargar un vehículo que estaba saliendo. Pero, ¿le importa a nuestro gobierno?

Empezó el viaje y alguien se ofreció a rezar una oración para pedir que todo fuera bien. Recuerdo que pedí a otros nigerianos que rezaran por mí antes de salir. Cuando la gente dijo «amén», me pregunté si los Aikpitanhi se unirían pronunciando el «amén» con fe.»Señor, consuela a esta familia, se su esperanza en los días venideros», recé.

Mientras esperábamos a que nuestro conductor acabara con sus protocolos, se me acercó un joven. «Oga, compra este cinturón,» comenzó, «Piel auténtica, y no está nada usado.» Yo negué con la cabeza para darle a entender que no necesitaba lo que él estaba vendiendo.»Oga cómpramelo,» insistió. Yo sonreí e insistí que no necesitaba el producto. Se alejó para probar suerte con otra persona, y yo me pregunté si sería capaz de vender algo esa mañana. Tendría poco más de veinte años y estaba intentando ganarse la vida. Lo comparé con Osamuyia; ambos tenían algo en común: jóvenes que han madurado en un país que sangra en medio de la abundancia. Un país con dirigentes que están muy alejados de la realidad de la angustia de su gente. Estas duras condiciones hacen que estos jóvenes aspiren a salir del país; es eso lo que puede haber impulsado a Osamuyia, a los 23 años, a abandonar su país para buscar una vida mejor en tierras extranjeras. Su patria, a la que prometió ser fiel, leal y honesto, a la que prometió servir con todas sus fuerzas y, por supuesto, defender su unidad a la vez que mantenía su honor y su gloria con ayuda del Todopoderoso, jamás le ofreció un entorno en el que el pudiera hacer realidad lo que juró como niño.

Salimos del centro de excelencia, pasando por carreteras muy malas que son prueba de la corrupción de los que se llaman nuestros dirigentes, que han saqueado nuestros tesoros hasta dejarnos sin nada. ¿Le importa algo a nuestro gobierno ? La amables llamadas de la gente que me deseaba un buen viaje hizo que mi mente se apartara de los vehículos en la autovía Lagos-Benin. El Departamento de Estado de los Estados Unidos nunca deja de recordar a sus ciudadanos el mortífero estado de nuestras carreteras, pero hasta el momento nadie del Ministerio de Obras y Vivienda ha tenido que responder por los más de 300.000 millones de nairas destinados a la rehabilitación de nuestras carreteras. Los nigerianos esperan.

Tras un trayecto de cinco horas, con muchos baches pero rico en acontecimientos, llegué a la antigua ciudad de Benín, donde ya pronto vería a la familia en duelo.

Era sábado, pero parecía un día festivo en Benín, la huelga era más patente. Paré a un ciclista comercial y le dije mi destino. Regateamos y llegamos a un acuerdo.

Diez minutos más tarde, estaba en la calle, en la misma calle en la que Osamuyia había vivido antes de partir de viaje. Localicé el número de la casa y caminé por la calle desigual, sin asfaltar. Buscaba al Sr. Aikpitanhi, con quien había hablado la noche de antes, pero la gente con la que me cruzaba no parecía conocerlo. No quería pronunciar su nombre; no quería recordarles el dolor, pero parecía que no había otra opción.

«Por favor, estoy buscando a la familia que perdió a alguien en España hace poco.»

Lo vi en sus ojos; un recuerdo instantáneo de la pérdida y un respiro súbito, seguido por una inclinación de la cabeza. Efectivamente, estaban de duelo. Señalaron a su hermano, se llama Osaigbokan. Le dije quién era y que su padre me estaba esperando.»Entra,» me dijo, con unos ojos que deben haber derramado más de un millón de lágrimas. Lo sentía, estaba en el aire, se veía en el sofá, y olía como formol.

Me senté en el sofá y miré a mi alrededor. En la pared había una foto del padre y la madre; había un colchón enrollado cerca de la puerta, y la mesa se había apartado a un lado del comedor. Era la imagen de lo que había sido un hogar feliz; personas que se esforzaban, pero que estaban contentas. Una familia con la esperanza de que algún día ascenderían al siguiente nivel; una familia que confiaba en su hijo, su hermano y sus familiares, que los librarían de las garras de la pobreza.

Me fijé en las fotos de la pared para ver si podía identificarlo a él, pero no. Tal vez habían retirado las fotos de Osamuyia Aikpitanhi para no despertar aún más dolor que la esperanza que le traía.

Oí como Osaigbokan informaba a su padre de que tenía visita. Me levanté para enfrentarme al hombre con quien había hablado la noche de antes, que me había invitado e incluso me había deseado un buen viaje. Tardó en salir. Yo mantuve la calma. Luego lo vi; el Sr. Aikpitanhi, el padre del joven a quien le acababan de arrebatar la vida. Vi al hombre que había criado a su hijo y sólo tenía la esperanza de que algún día éste, a su vez, cuidara de él; vi al hombre que iba a realizar ritos funerarios en vez de celebraciones. Vi al padre de Osamuyia, acompañado por uno de sus hijos. Se apoyaba con cuidado sobre éste, con las manos temblando, con lo que parecía una mente rota. Cada uno de sus esfuerzos por moverse provocaba una sensación de simpatía en mi persona. Me acerqué a saludarlo; no quería que tuviera que hacer tanto esfuerzo.

Me presenté, y él me saludó con la cabeza.

«He rezado para que tuviera un buen viaje,» fueron sus primeras palabras, las palabras afectuosas de un padre.

Me acerqué y le di un abrazo. Recordé entonces las muchas personas en el Nigeria Village Square que rezaban por ellos. En aquel momento, hubiera deseado que estuvieran presentes. Noté que no me devolvía el abrazo, fue extraño. Le miré a los ojos y vi que me abrazaba incluso en su tristeza; sus ojos suplicaban y buscaban un hijo.

Nada más sentarse, apareció su esposa, que llevaba un vestido estampado africano. Sus ojos revelaban claramente a una mujer que sufría una gran pena, una mujer que estaba de luto y esperaba respuestas, respuestas a la pregunta de por qué había muerto su hijo; esperaba ser consolada por un gobierno al que no le importa; esperando a que le muestren el cuerpo de un hijo al que días atrás llevaba a su espalda y al que le cantaba nanas. Un hijo al que educó confiando en que algún día todos sus esfuerzos recibieran su recompensa, y que ese día ella llevaría a sus nietos, los hijos no nacidos de Osamuyia, y los bañaría y les daría de comer y les haría cosquillas.

«Ha visto a mi hijo Osamuyia?» me preguntó…pero yo no tenía respuesta. La respuesta la tienen las autoridades españolas que le quitaron la vida a un ser humano indefenso. La respuesta la tienen las azafatas de Iberia que permitieron que un ciudadano de las Naciones Unidas se cargara como un paquete, sin alzar la voz. La respuesta la tienen los 97 pasajeros que estaban con él en el avión; el Gobierno de Nigeria que no ha movido un dedo por la muerte de un ciudadano suyo, pero que ha fijado el precio del combustible en 70 nairas por litro, sin ceder ni un milímetro; los tribunales de España, que tienen la obligación de decirle al mundo lo que pasó; el Parlamento del Gobierno Español, que conoce los derechos humanos fundamentales, incluidos los de los inmigrantes indocumentados, pero que aún no ha considerado necesario supervisar la manera en que éstos son deportados; las Naciones Unidas, a quienes todos dirigen la mirada para que comente sobre el tratamiento que reciben los inmigrantes en todo el mundo. Tal vez la respuesta se halle en la explicación que podrían dar los agentes de inmigración españoles sobre las razones por las que a una persona atada de pies y manos en postura indefensa se la habría de amordazar e inyectarle tranquilizantes. Pero en lo que a mí respecta, yo no tenía respuestas para la madre de Osamuyia, y a ella le dolió. Abría sus heridas y volvía a romperle el corazón. Le devolvía la memoria de los 9 meses que llevó dentro de sí a Osamuyia; los dolores del parto; cuando le daba el pecho; los días y años durante los cuales vio crecer a su hijo, y las promesas que él le hizo que ahora se las ha llevado el viento, que le han robado las manos brutales de unos seres humanos, agentes del orden convertido en «asesinos en el aire», al igual que quienes mataron al Diallo de Senegal, a quienes un artista describió como «asesinos en la frontera».

¿Hay alguien leyendo esto?

Tuve que esperar a que ella vertiera su tristeza, su dolor, su pérdida. Yo no la podía consolar.

¿Podía hacerle olvidar?

Cómo hacer que no vuelva la vista atrás y recuerde las muchas veces que Osamuyia le daba una alegría recogiendo leña, trayendo agua del arroyo junto a la carretera, o las promesas de traerle las mejores batas, pañuelos y bisutería. «¿Podría hacer que esta mujer olvidara su tristeza siquiera por un momento?» me pregunto.

«Osamuyia na my pikin and na aim dey take care of me,» dijo con lágrimas en los ojos.

«No le oí decir que estaba enfermo o que no estaba bien,» continuó. Por supuesto que a Osamuyia no lo habían declarado incapacitado por su salud; estaba perfectamente. Pero aquí vienen los chantajes, las mentiras, las alegaciones sobre la causa de su muerte que la prensa española no puede demostrar, en especial El País del 11 de junio de 2007.

He aquí las mentiras piadosas:

«De fuentes policiales se supo anoche que podría haber muerto tragándose la venda con la que había sido amordazado para evitar que mordiera al agente.» ¡Mentiras descaradas! Incluso pasadas ya más de 24 horas después de su muerte, no se les ocurrió otra mentira mejor. ¿Cómo podía una persona atada de pies y manos, una persona ya indefensa, intentar morder o tragarse la cinta aislante con la que se le había amordazado? Al tejer su red de mentiras, se les olvidó la ley que dice que los inmigrantes indocumentados que son deportados por vía aérea deben llevarse al avión con esposas de plástico, ajustadas con nudos corredizos, y después de despegar, si no hay signos de violencia, se les ha de permitir hacer el viaje con las manos libres. Pero no fue éste el caso del deportado nigeriano, que sólo espera a que le caven la zanja, y a que su cuerpo se ponga en una caja y se entierre a dos metros de profundidad para no volver a verse nunca más.

Pero Mamá, nosotros, los Concerned Citizens Worldwide (Ciudadanos Preocupados de Todo el Mundo), nosotros loa de la plaza del pueblo nos hemos reunido por ti, nosotros «los abajo firmantes» de la protesta te prometemos nuestro apoyo, nuestro amor, y te hacemos esta promesa: no estás sola, estaremos siempre contigo hasta el fin de los días. ¿Hay alguien que escuche?

Anahí Seri es miembro de Cubadebate y Rebelión.