¡Nórdicos en Cuba! ¡Una colonia sueca en Cuba! Para mí que rastreaba los fenómenos de la inmigración, sobre todo en la Isla, aquellos más que noticia era un hallazgo insospechado. Ya había publicado un trabajo acerca de una colonia de norteamericanos y proyectaba publicar otros sobre comunidades conformadas por japoneses, indostanos y descendientes de mayas […]
¡Nórdicos en Cuba! ¡Una colonia sueca en Cuba! Para mí que rastreaba los fenómenos de la inmigración, sobre todo en la Isla, aquellos más que noticia era un hallazgo insospechado. Ya había publicado un trabajo acerca de una colonia de norteamericanos y proyectaba publicar otros sobre comunidades conformadas por japoneses, indostanos y descendientes de mayas traídos de México.
Es conocido que en Cuba se han fundido y entremezclado sangres y culturas europeas, africanas, asiáticas y americanas, ¡pero suecos! Ello se me antojaba inusitado y hasta sorprendente. Aunque al investigar otras huellas de nórdicos que precedieron a los de Bayate, encontramos al botánico Olor Swartz, discípulo de Linneo, quien permaneció en Cuba y otras islas del Caribe entre 1784 y 1786; también a Fredrika Bremer y Jenny Lind en los primeros meses de 1851, feliz encuentro en La Habana de dos figuras descollantes de la cultura sueca. La llegada de la Bremer fue casi de incógnito, por no decir que tuvo ribetes de comedia de enredos, ya que un periódico habanero de la época, en la relación de pasajeros llegados a puerto procedentes de Nueva Orleáns, la confunde con un caballero: Don F. Breuer, sin duda por lo insólito que resultaba para esos tiempos que una mujer viajara sola.
Sus impresiones de Cuba, que la deslumbró por los atractivos de la naturaleza, y también la conmovió por los oprobios del régimen esclavista, hubo de consignarlas en la correspondencia que sostuvo con su hermana en Suecia y que ha sido recogida en un volumen y publicada con el título de Cartas desde Cuba.
De las cuatro presentaciones que hizo la Lind en La Habana hablaron maravillas crítica y público, no sólo por su voz única y sus dotes artísticas, sino también por la muestra de generosidad que dio, al hacer entrega del importe de su último concierto a varias instituciones benéficas.
Punto y aparte es Eric Leonard Ekman, quien puso toda su erudición en la esfera de las ciencias naturales, al servicio del conocimiento de la flora de Cuba, Haití y Santo Domingo. Personalidad extraordinaria, sin duda fue la figura cimera de la comunidad escandinava, y a él le consagramos un espacio extenso aquí, en esta crónica que de algún modo trata de recoger la historia de una aventura, la de los suecos en Cuba.
Para mí resultaba un reto y un acicate penetrar en los recovecos y laberintos de aquella experiencia social de las Antillas, conocer sus fuentes, entender cómo y por qué se produjo el crecimiento y desarrollo de esta comunidad, que en ciertos momentos de su evolución llegó a alcanzar entre doscientos cincuenta y trescientos miembros. Además, sentía curiosidad por saber cómo se insertaron y se adaptaron a un medio tan diferente, y por tanto, cómo lograban en la vida cotidiana mantener vivas sus costumbres y tradiciones, el idioma y la cocina, las herramientas de trabajo y las creencias religiosas, en fin, todas las expresiones de su cultura. Indagar sí, por el contrario, éstas se diluían en el gran torrente de la nueva realidad. Me resultaba interesante asimismo confrontar en qué medida asimilaban esta nueva realidad, si coexistieron o se superaron las contradicciones que emergían de su organización social, mucho más avanzada económica y socialmente, más sofisticada en su tecnología y en el nivel científico; explorar hasta qué punto podían armonizar tales evidencias con el entorno, tipificado por el atraso, la pobreza y la inestabilidad política.
Contaría, pues, no esta historia – porque no se trata de una sola ni única-, sino las numerosas peripecias, episodios y sucesos, excepcionales o corrientes, en muchos casos con las propias voces y el aliento y las alegrías y añoranzas de sus protagonistas, los mismos que en gran medida han contribuido a que esta obra sea lo que es: un testimonio singular y a la vez original, memoria y recuento de muchos que edificaron y luego narraron el acontecer de ese conglomerado tan poco conocido en Cuba y en la propia Suecia. Todo esto sin hacer abstracción de las investigaciones que pude realizar en bibliotecas y archivos de ambos países y de las decenas de entrevistas que fue necesario hacer en ciudades, pueblos y bateyes de centrales azucareros, de la extensa bibliografía que tuve que consultar y de las numerosas instituciones y personas que apoyaron el proyecto y sin cuya decisiva ayuda de ningún modo este libro sería realidad.
No niego que había un factor que con seguridad estimulaba mi interés en el asunto, simplemente que Suecia no me era ajena ni desconocida, ya que guardaba recuerdos de mis vivencias en dicho país durante la primavera y el verano de 1957, en lo que fuera un grato paréntesis en mis estudios de Sociología del Arte y Literatura Francesa Contemporánea que seguía en La Sorbona.. Así que, de algún modo, lo que podríamos llamar la memoria placentera, impulsaba la voluntad y el buen ánimo de emprender la investigación sobre esa comunidad. Había además un antecedente inmediato: el hecho de haber descubierto Omaja, para mi satisfacción como periodista y escritor, una tarde de febrero o mayo de 1970.
Omaja era un adormilado pueblito semejante a una bien diseñada escenografía, de un western hollywoodense: bungalows desperdigados aquí y allá, calles polvorientas y accidentadas, en los suburbios, próximo al cementerio con lápidas de apellidos sajones, aunque también de nórdicos- Mahan, Kreider, Christiansen, Rilpin, Keskisen-un templo metodista, de madera ya medio podrida, idéntico en su apariencia a los del sur de los Estados Unidos. Para completar esta imagen tan bizarra de lo que fue, efectivamente, una colonia norteamericana en los primeros años del siglo veinte, sólo faltaba que en la esquina principal, frente a la estación de ferrocarril, apareciera de repente Billy the Kid para batirse con seis contrincantes bien armados.
En ese mismo lugar prosperaría-aunque esto lo sabría posteriormente-una colonia finlandesa con tintes de falansterio conformada por gentes con ideas emparentadas con las del socialismo utópico. Incluso no se ha aclarado la duda si llegó a existir allí en firme una colonia sueca de las cuatro o cinco que existieron o intentaron organizarse en Cuba en los primeros años del siglo veinte.
Justo en ese momento, saltan ante mí dos líneas de una Historia de Cuba en las cuales la autora afirma que en la provincia de Oriente se habían establecido algunas familias noruegas y rusas dedicadas al cultivo de cítricos. Inicié las pesquisas y días después el prestigioso geógrafo Pedro Cañas Abril confirmaría el dato: esa colonia, ciertamente había existido, aunque rectificó que estaba compuesta en su mayoría por suecos y que había estado enclavada en el pueblo de Bayate de Miranda y sus alrededores.
Luego, en 1972, pe puse en contacto con el profesor Fernando Boytel, buen conocedor del conglomerado nórdico y de algunos de sus moradores. Aquel hombre era un sabio que se distinguía tanto por su erudición como por su sencillez. Juntos recorrimos los territorios de aquel emporio agrícola, las fincas y las casas que habían pertenecido originalmente a los suecos, y conocería a Carlos Augusto Novell, con quien sostendría entonces la primera de una serie de entrevistas, entre otras razones, porque se trataba de un de los últimos sobrevivientes de la comunidad entre aquellos que habían nacido y aun vivían en la Isla.
Días después visitaría a Línnea y Silvia Nystrõm en su hogar de Bayamo. Ambas eran hijas de Johan August Nystrõm, pionero y, sin duda, de los más connotados miembros de esa comunidad.
Uno de los rasgos distintivos que resaltaban en la recia personalidad de este sueco era poseer una sólida conciencia de la importancia de aquella colonia que él había contribuido a levantar. La mejor prueba fueron los relatos que con ánimo de historiar hizo de la misma y de sus gentes y, sobre todo, las numerosas fotografías que tomó, todas de un alto valor testimonial y documental, y que pusieron a mi disposición con admirable desprendimiento y generosidad Silvia y Linnea y la hija de esta última Martha Fadhel.
Debo confesar sin embargo que en una primera fase, la ausencia de documentación me situó en una posición muy precaria para desentrañar los orígenes y desarrollo de aquella comunidad. Después tuve la fortuna de encontrar en el archivo del Instituto para la Emigración, en Vãxjõ, Suecia la información esencial para conocer cómo se inició, cómo se dieron los primeros pasos y se desarrollo aquel conglomerado.
Posteriormente entrevistaría a Rodolfo Arbella, Axel Berge y Gunnar Nelson, en Suecia y a Margarita Arbella en Barcelona. Los cuatro nacidos y criados en Bayate; los cuatro dotados de un espíritu y una memoria envidiables; los cuatro vitales, conversadores, que añoraban con una conmovedora y grata nostalgia a Cuba, su niñez y juventud en esta isla verdiazul.
En Cuba quedan, pues, esparcidas en su geografía, las huellas del trabajo y la creatividad, de la sangre y la ciencia sueca. Ya forman parte de su toponimia nombres como los Cauchales de Nelson o la Güira de Reinholdt; flores y plantas que llevan el apelativo científico de Ekman en homenaje al brillante botánico. Y, sobre todo, perduran esas huellas en la sangre mezclada de las nuevas generaciones -la cuarta-, de descendientes de aquellos pioneros que abrieron el camino y vincularon espiritual, material y culturalmente a suecos y cubanos.
Fuente: http://www.cubarte.cult.cu/paginas/actualidad/conFilo.php?id=15015