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¿Nunca antes? Tortura y amnesia en EEUU

Fuentes: Sin Permiso

Fue la «Misión Cumplida» del segundo mandato de George W. Bush, y un anuncio de esa magnitud requería un escenario lo bastante espectacular. ¿Pero cuál fue el escenario de la perversa frase «nosotros no torturamos»? Con la audacia que lo caracteriza, el equipo Bush se decidió por el centro de la Ciudad de Panamá. Era […]

Fue la «Misión Cumplida» del segundo mandato de George W. Bush, y un anuncio de esa magnitud requería un escenario lo bastante espectacular. ¿Pero cuál fue el escenario de la perversa frase «nosotros no torturamos»? Con la audacia que lo caracteriza, el equipo Bush se decidió por el centro de la Ciudad de Panamá.

Era ciertamente descarado. A una hora y media de donde Bush estaba, funcionó la tristemente célebre Escuela de las Américas, conducida por el ejército estadounidense desde 1946 hasta 1984; una siniestra institución educativa que, si hubiese debido tener un lema, ese habría sido «nosotros torturamos». Es aquí en Panamá y, también en un nuevo sitio en Fort Benning, Georgia, donde pueden encontrarse las raíces de los habituales escándalos de torturas. Según los manuales de entrenamiento desclasificados, los estudiantes de la Escuela -militares y oficiales de policía de todo el hemisferio- fueron instruidos en muchas de las mismas técnicas de «interrogatorio coactivo» que han migrado a Guantánamo y Abu Grahib: temprano en la mañana para aumentar el choque, les encapuchan inmediatamente, vendan los ojos, desnudan, sobrecargan los sentidos, manipulan el sueño, los alimentos, las temperatura, obligan a posiciones estresantes y aislamiento-y aun peor. En 1996, el Intelligence Oversight Board del entonces presidente Bill Cinton admitió que los materiales de entrenamiento norteamericanos admitían la «ejecución de las guerrillas, extorsión, abuso físico coacción y falso encarcelamiento».

Algunos de los graduados de la Escuela de Panamá regresaron a sus países para perpetrar los peores crímenes de guerra del continente de los últimos cincuenta años: el asesinato del Arzobispo Oscar Romero y el de seis curas jesuitas en El Salvador, el robo sistemático de bebés a detenidos «desaparecidos» argentinos, la masacre de 900 civiles en El Mozote en El Salvador y golpes militares demasiado numerosos como para enumerarlos aquí. Es suficiente decir que elegir Panamá para declarar «nosotros no torturamos» es como ir a un matadero a declarar que los Estados Unidos son una nación de vegetarianos.

Y aún más, cuando cubrieron el anuncio de Bush, ni tan solo una de las principales agencias de noticias mencionó la sórdida historia de su emplazamiento. ¿Cómo pudieron? Hacerlo requiere algo que está totalmente ausente en el debate actual: admitir que la aceptación de la tortura por los agentes estadounidenses antecede por mucho a la Administración Bush y que, de hecho, ha sido incorporada a la política exterior norteamericana desde la guerra de Viet Nam.

Esta historia ha estado exhaustivamente documentada en una avalancha de libros, documentos desclasificados, manuales de entrenamiento de la CIA, registros judiciales y comisiones de la verdad. En su próximo libro A Question of Torture, Alfred McCoy sintetiza este poco manejable caudal de evidencia, logrando un informe indispensable y fascinante sobre cómo la CIA patrocinó en los 50s los monstruosos experimentos en pacientes psiquiátricos y prisioneros que se convirtieron en un estándar de lo que él llama «tortura sin tacto» basada en el aislamiento sensorial y en el dolor auto-infligido. McCoy examina cómo estos métodos fueron puestos a prueba por los agentes de la CIA en Viet Nam como parte del llamado programa Phoenix y que luego importaron a América Latina y Asia bajo la apariencia de programas de entrenamiento policial.

No son sólo los apologistas de la tortura los que ignoran esta historia cuando culpan de los abusos a «algunas manzanas podridas», como lo hacen también muchos de los más prominentes opositores de la tortura. Aparentemente, olvidando todo lo que alguna vez supieron sobre las desgracias de los EEUU durante la guerra fría, una alarmante cantidad de personas ha comenzado a suscribir a un relato antihistórico en el cual la idea de torturar prisioneros se les ocurrió a los agentes norteamericanos a partir del 11 de septiembre de 2001. Entonces habrían nacido los métodos de interrogación usados en Guantánamo, enteramente definidos a partir de los sádicos cerebros de Dick Cheney y Donald Rumsfeld. Hasta ese momento, nos cuentan, América combatió a sus enemigos conservando intacto su humanismo.

El principal propagador de este cuento (al que Garry Wills llamó «sin pecado original») es el senador John McCain. Escribiendo recientemente en Newsweek sobre la necesidad de la prohibición de la tortura, McCain dice que cuando él era un prisionero de guerra en Hanoi, supo al instante «que éramos diferentes de nuestros enemigos… que si nosotros hubiésemos estado en su lugar, no nos habríamos deshonrado infligiéndoles ese maltrato». Es una distorsión histórica contundente. En el tiempo que Mc Cain fue tomado prisionero, la CIA ya había lanzado el programa Phoenix y, como escribe McCoy, «sus agentes estaban operando cuarenta centros de interrogación en Viet Nam del Sur donde mataron a más de veinte mil sospechosos y torturaron otros cuantos miles», una afirmación que se demuestra tanto con páginas de reportes de prensa como con documentación del Senado y del Congreso.

¿Disminuyen de alguna manera los horrores de hoy al admitir que esta no es la primera vez que el gobierno estadounidense ha usado la tortura para acabar con sus opositores políticos -que ya antes ha colocado prisiones secretas, que ha apoyado activamente a regímenes que trataron de eliminar a la izquierda arrojando estudiantes desde un avión?, ¿que, en casa, fueran compradas y vendidas como trofeos y amenazas las fotografías de linchamientos? Muchos parecen creerlo así. El 8 de noviembre, el congresista demócrata Jim McDermott hizo el asombroso reclamo a la Casa de Representantes que «América nunca ha tenido cuestionamientos sobre su integridad moral, hasta ahora». Molly Irvins, manifestando su sorpresa de que Estados Unidos esté construyendo una prisión Gulag, escribió que «es sólo esta administración… y aun así, pareciera ser principalmente el Vicepresidente Dick Cheney». Y en la edición de noviembre de Harper’s, William Pfaff sostiene que lo que verdaderamente aleja a la administración Bush de sus predecesoras es «su establecimiento de la tortura como parte inherente del ejército norteamericano y de las operaciones clandestinas». Pfaff admite que mucho antes de Abu Grahib, existieron quienes denunciaron que la Escuela de las Americas era una «escuela de tortura», pero él dice que estuvo «inclinado a dudar de que realmente lo fuera». Tal vez sea el momento de que Pfaff mire los manuales de la Escuela que enseñan técnicas ilegales de tortura, disponibles tanto en castellano como en inglés, así como también las listas de graduación de sus soldados rasos.

Otras culturas se ocupan de un legado de tortura gritando «nunca más». ¿Por qué muchos americanos insisten en ocuparse de las crisis por torturas llorando «nunca antes»? Sospecho que tiene que ver con el sincero deseo de transmitir seriedad a los crímenes de esta administración. La adopción abierta de la tortura por parte de la Administración Bush no tiene precedentes; pero debemos dejar claro lo que es novedoso: no la tortura, sino su aceptación abierta. Las administraciones pasadas diplomáticamente mantuvieron en secreto sus operaciones clandestinas; los crímenes fueron sancionados pero siempre los practicaron en las sombras, oficialmente negados y condenados. La Administración Bush ha roto ese trato: después del 11/9, reclamó el derecho a torturar sin ninguna vergüenza, legitimada por nuevas definiciones y leyes.

A pesar de todo lo que se habla sobre la «subcontratación» de la tortura, la real innovación de la Administración Bush ha sido su «contratación interna», con prisioneros siendo abusados por ciudadanos estadounidenses en prisiones administradas por estadounidenses y trasladados a terceros países en aviones de EEUU. Es este alejamiento de la etiqueta de clandestinidad, más que los crímenes realizados, lo que tiene a la defensiva al aparato militar y de inteligencia norteamericana. Al atreverse a torturar abiertamente, Bush les ha robado a todos la posibilidad de desmentirse verosímilmente.

Para aquellos que nerviosamente se preguntan si es el momento de comenzar a usar palabras alarmistas como totalitarismo, este cambio tiene importantes implicaciones. Cuando la tortura es encubiertamente practicada pero oficial y legalmente repudiada, aun queda la esperanza de que si las atrocidades resultan expuestas, entonces la justicia podría prevalecer. Cuando la tortura es pseudo-legal, y cuando los responsables sólo niegan que ello sea tortura, lo que muere es lo que Hannah Arendt llamó «la persona jurídica en hombre»; muy pronto las víctimas no se molestan demasiado en buscar justicia, seguros de la futilidad (y el peligro) de tal búsqueda. Esta impunidad es una versión ampliada de lo que sucede dentro de la cámara de tortura, cuando a los prisioneros se les dice que pueden gritar todo lo que quieran porque nadie puede oírlos y que nadie acudirá a salvarlos.

En América Latina, las revelaciones de la tortura en Irak no han sido recibidas con sorpresa e incredulidad sino como un poderoso déjà vu y con temores reavivados. Hector Mondragón, un activista colombiano que fue torturado en la década de 1970 por un oficial entrenado en la Escuela de las Americas, escribió: «fue muy duro ver las fotografías de las torturas en Irak, porque yo también fui torturado. Me veía a mi mismo desnudo con mis pies amarrados y mis manos atadas por la espalda. Vi mi propia cabeza cubierta con una capucha. Recordé mis sentimientos, la humillación, el dolor.» Dianna Ortiz, una monja estadounidense que fue brutalmente torturada en una cárcel de Guatemala, dijo, «Ni siquiera pude detenerme a mirar esas fotografías, muchas de las cosas que se mostraban allí me las habían hecho a mi. Fui torturada con un perro adiestrado para ello y también con ratas. Y ellos siempre estaban filmando.»

Ortiz ha testificado que el hombre que la violó y que la quemó con cigarrillos más de cien veces hablaba español con acento americano, era conocido como el «Jefe». Esta es una de las muchas historias contadas por prisioneros en América Latina que involucran al misterioso hombre con acento inglés, entrando y saliendo de sus celdas de tortura, haciendo preguntas, ofreciendo consejos. Varios de estos casos están documentados en el nuevo libro de Jennifer Harbury, Truth, Torture and the American Way.

Algunos de los países que padecieron los regímenes de tortura apoyados por EEUU trataron de reparar sus efectos sociales a través de comisiones de la verdad y juicios a los crímenes de guerra. En la mayoría de los casos, la justicia ha sido elusiva, pero los abusos del pasado han ingresado en el discurso oficial y las sociedades enteras se han cuestionado a sí mismas no sólo acerca de la responsabilidad individual, sino sobre la complicidad colectiva. Estados Unidos, aunque si bien es un activo participante en estas «guerras sucias», no ha recorrido un proceso semejante de purificación social de la Nación.

El resultado es que el recuerdo de la complicidad norteamericana en los crímenes lejanos permanece frágil, viviendo en viejos artículos periodísticos, en libros inéditos y tenaces iniciativas a nivel local, como las protestas anuales frente a la Escuela de las Americas (la cual ha sido rebautizada pero permanece igual). La terrible ironía del anti-historicismo del actual debate sobre la tortura es que, en nombre de la erradicación de abusos futuros, estos crímenes pasados están siendo borrados de la memoria. Cada vez que los americanos repiten el cuento sobre su inocencia pre-Cheney, estos ya difusos recuerdos se marchitan aun más. La dura evidencia sigue existiendo, por supuesto, cuidadosamente archivada en los cientos de miles de documentos desclasificados disponibles en el Archivo de Seguridad Nacional. Pero dentro de la memoria colectiva de los estadounidenses, los desaparecidos están siendo desaparecidos de nuevo.

Esta amnesia ocasional es perjudicial no sólo para las víctimas de estos crímenes sino también para la causa que trata de eliminar la tortura del arsenal de políticas norteamericanas de una vez por todas. Ya existen signos de que la Administración lidiará con los últimos tumultos que las torturas han provocado, regresando al modelo de la guerra fría de la denegación verosímil. La enmienda de McCain protege a cada «individuo en custodia o bajo el control físico del gobierno de los Estados Unidos»; no dijo nada sobre el entrenamiento para torturar o de la compra de información desde la boyante industria de los interrogadores con fines de lucro. Y en Irak, el trabajo sucio ya está siendo dirigido directamente por comandantes estadounidenses como Jim Steele, quien se entrenó para la tarea montando los mismos centros clandestinos en El Salvador. El papel que Estados Unidos jugó en el entrenamiento y supervisión del Ministerio del Interior iraquí se ha olvidado; más aún, cuando 173 prisioneros fueron encontrados recientemente en un zulo del Ministerio, algunos habían sido tan torturados que su piel se estaba desprendiendo. «Mira, es un país soberano. El gobierno iraquí existe», dijo Rumsfeld. Se parece al miembro de la CIA, William Colby, quien cuando en 1971 respondió a una investigación del Congreso sobre los miles asesinados bajo el Phoenix -un programa que ayudó a crear- que ahora era un «programa enteramente sur vietnamita»

Y aquí radica el problema con pretender que la Administración Bush inventó la tortura. «Si no entiendes la historia y la profundidad de la complicidad institucional y pública», dice McCoy, «entonces no puedes comenzar a emprender reformas significativas». Los legisladores responderán presionando para eliminar una pequeña pieza del aparato de torturas -cerrando una prisión, eliminando el programa, y aun pidiendo la renuncia de una manzana podrida como Rumsfeld. Pero, dice McCoy, «ellos mantendrán el privilegio de torturar».

El Centro para el Progreso Americano ha lanzado recientemente una campaña de promoción llamada «Torture is not US». La dura verdad es que lo fue al menos durante cinco décadas. Pero no tiene por qué continuar siéndolo.

Traducción para www.sinpermiso.info: Camila Vollenweider