En las últimas décadas hemos asistido a una significativa transformación de la soberanía: mientras el credo neoliberal convertido en práctica legislativa operaba una transferencia del poder soberano del Estado hacia las instituciones financieras y los mercados, la globalización imponía la insuficiencia de la escala política nacional en el ejercicio del gobierno. Sin embargo, y pese […]
En las últimas décadas hemos asistido a una significativa transformación de la soberanía: mientras el credo neoliberal convertido en práctica legislativa operaba una transferencia del poder soberano del Estado hacia las instituciones financieras y los mercados, la globalización imponía la insuficiencia de la escala política nacional en el ejercicio del gobierno. Sin embargo, y pese a lo profundo de la transformación desatada desde el inicio de la década de los 80, el principio lógico fundamental de la función soberana ha permanecido inalterado: la unidad en la trascendencia.
En estos agitados días poselectorales se vive en Nueva York una sobrexcitada circulación de opinión y una producción progresista de debate cuyo alcance se trata de circunscribir a dos ideas repetidas en artículos y tribunas públicas. La primera remite a una moralización de la actual crisis que distingue entre supuestos buenos capitalistas y supuestos malos capitalistas, culpando a los segundos de la debacle financiera. La segunda es aquella que reduce el sentido del movimiento surgido en torno a la candidatura de Obama al hecho electoral y lo declara disuelto, proclamando la victoria del candidato demócrata como restauración de la delegación y presentando el New New Deal que preconizan como rehabilitación del republicanismo de Estado. Ambas ideas no solamente son altamente peligrosas, además resultan del todo descabelladas.
A lo largo de los últimos meses han sido muchos los que han establecido numerosos paralelismos entre las elecciones del pasado 4 de noviembre y los comicios que auparon a Franklin D. Roosevelt al poder en 1932. También ha habido quien durante la campaña ha apuntado los innumerables puentes retóricos que ligaban a Obama con el trigésimo segundo presidente estadunidense. Sin embargo, lo que pocos han señalado es que Roosevelt desarrolló su política reformista presionado por un masivo movimiento de protesta que lo obligó a radicalizar su apuesta.
La veterana socióloga Frances Fox Piven cuenta cómo la plataforma electoral del Partido Demócrata de 1932 no era muy diferente de la de 1924 o 1928, indicando que fue el crecimiento de los movimientos sociales el que convirtió a Roosevelt y al Congreso Demócrata en profundos reformadores. En un artículo reciente señalaba cómo en las grandes ciudades florecieron a partir de 1929 movimientos de inquilinos que resistían armados la creciente oleada de desahucios. Que en Harlem y en el Lower East Side de Manhattan, miles de personas se organizaban para recuperar las casas desalojadas. Que en Chicago grupos de activistas afroamericanos recorrían las calles del gueto tejiendo redes de resistencia. Que en 1932 muchos granjeros se organizaban por todo el país y se armaban con rastrillos y palos para impedir el envío de productos a los mercados en los que el dinero que les daban por sus mercancías no cubría ni siquiera los costos de producción. Redes y tejidos sociales de resistencia que cambiaron el sentido de la inicial y conservadora plataforma electoral demócrata, llevando a Franklin D. Roosevelt a declarar su voluntad de «construir desde abajo hacia arriba y no desde arriba hacia abajo, teniendo fe una vez más en el hombre anónimo que soporta el peso de la pirámide económica». Las numerosas y masivas huelgas de trabajadores industriales lo llevaron además a promulgar una política prosindical y a firmar en 1935 la National Labor Relations Act, la primera ley de protección de los derechos de los trabajadores del sector privado en Estados Unidos.
Hace unos días, en una vieja parroquia protestante de Brooklyn, una organización de trabajadores y familias de migrantes mexicanos se juntaba para celebrar la fiesta de la Independencia de su país. Entre pozole y tamales, uno de sus portavoces agarraba el micrófono y se felicitaba por la salida de Bush de la Casa Blanca. Luego añadía que con la llegada de Obama había nacido una gran esperanza, pero que ellos iban a seguir con lo que siempre habían hecho: tejer comunidad y conquistar derechos con la pelea. «Obama lo único que hace es cambiarnos el contexto en el que vamos a seguir con nuestra lucha», decía, antes de que la música y el baile le arrebataran la palabra. Con la sencillez de su improvisado discurso trazaba una línea de inmanencia diametralmente alejada de la trascendentalidad con la que el republicanismo de Estado o de mercado se apropia de los debates y de la esfera pública en estos días. El fenómeno Obama sería impensable sin las resistencias difusas que en los últimos años han recorrido de costa a costa Estados Unidos. También sin los importantes movimientos sociales que han logrado irrumpir en la escena pública, del primero de mayo migrante de 2006 a la victoriosa huelga de los guionistas de cine y televisión del año pasado.
Mientras el conjunto de la clase política estadunidense se pone de acuerdo en Washington para inyectar miles de millones de dólares a los bancos, a los patronos y las aseguradoras, al paso de los días comienza a reposar la alegría que la victoria de Obama ha sembrado entre los jodidos. Ellos son los verdaderos protagonistas de la historia: con su determinante irrupción en la escena electoral estadunidense han puesto en cuarentena la doctrina clásica del individuo propietario, aislado, egoísta, competitivo y atomizado. Su insurrección el pasado 4 de noviembre señala que de nuevo es la hora de la política y del sujeto, que se abre un contexto propicio para la reconstrucción de los tejidos sociales, para la cooperación y la defensa colectiva de lo común. Aunque sólo sea por eso, merece la pena gritar: «¡Que viva Obama!»