Escasamente la mitad de la población mayor de 18 años (lejos del record de la elección de John F. Kennedy, en 1960: 62.8 por ciento) se acercó el martes a las máquinas de votar para enfrentar un cruel dilema: ¿a quién elegir? Haciendo a un lado la retórica de ambos candidatos y las inverosímiles promesas […]
Escasamente la mitad de la población mayor de 18 años (lejos del record de la elección de John F. Kennedy, en 1960: 62.8 por ciento) se acercó el martes a las máquinas de votar para enfrentar un cruel dilema: ¿a quién elegir? Haciendo a un lado la retórica de ambos candidatos y las inverosímiles promesas reiteradas por sus comandos de campaña la elección era entre el malo y el peor. El malo porque, como lo demuestran fehacientemente las estadísticas oficiales, la situación de los asalariados que constituyen la vasta mayoría de la población de Estados Unidos no sólo no mejoró sino que, por comparación con sus conciudadanos más ricos, se empeoró sensiblemente. Un ejemplo basta y sobra: según la Oficina del Censo en el 2010 el ingreso de una familia promedio fue de 49.445 dólares, o sea, un 7.1 por ciento debajo de la cifra de 1999. Y, debido a la profundización de la crisis económica general, en los dos años posteriores esta tendencia lejos de revertirse se acentuó. Si tal como lo hicieran en generaciones anteriores esa familia quisiera enviar a uno de sus dos hijos a cursar una maestría, por ejemplo, en la Harvard Kennedy School , debería afrontar un costo total (matrícula más seguro médico, más alojamiento y alimentación) de 70.802 dólares anuales, lo que explica el fenomenal endeudamiento de la familia tipo en los Estados Unidos y el hecho de que cada vez queden menos estudiantes norteamericanos en las universidades de élite de ese país. Pero aquel promedio es engañoso, porque la familia tipo afroamericana tiene, según el mismo organismo oficial, un ingreso medio de 32.068 dólares, y los latinos de 37.595. Si unos y otros esperaban más de un presidente afroamericano sus esperanzas se desvanecieron durante el primer turno de Obama. Por eso decimos que eligieron al malo que rescató bancos, fondos de inversión y grandes oligopolios -cuyos CEOs siguieron cobrando decenas de millones de dólares al año por sueldos, premios, compensaciones, bonos y otras triquiñuelas por el estilo- mientras que el salario por hora de los trabajadores permanecía, ajustado por inflación, en los niveles de finales de la década de los setentas. En términos prácticos: ¡más de treinta años sin un aumento efectivo de la remuneración horaria! Ni hablemos de otras acciones del insólito Premio Nobel de la Paz, tales como escalar hasta lo inimaginable la política pergeñada por George W. Bush de asesinatos selectivos mediante la utilización de drones (en países con los cuales Estados Unidos ni siquiera está en guerra, como Paquistán, Palestina y Yemen); el vil linchamiento de Khadafi; el mafioso asesinato de Osama bin Laden frente a su familia, al estilo de la masacre perpetrada por Al Capone y sus muchachos la noche de Saint Valentine de 1929 en Chicago; el desenfreno del espionaje interno y externo y la intercepción de correos, mensajes de texto y telefonemas sin ninguna orden judicial denunciada por la American Civil Liberties Union entre otras bellezas por el estilo.
Pero si Obama era la opción mala, Romney era mucho peor. El primero es un representante del capital, pero el segundo es el capital, y en sus versiones más degradadas y fascinerosas. Sus vinculaciones con los fondos buitres, entre ello uno que acosa a la Argentina, son bien conocidas; su absoluto desprecio por la suerte de los trabajadores de su país fueron inocultables. Fulminó con una crítica racista y clasista al 47 porciento de la población que «no paga impuestos» y cree que el gobierno debe ofrecerle gratis salud, educación, vivienda y comida. Este comentario, tan absurdo como incorrecto, empíricamente hablando, fue agravado por Paul Ryan, su candidato a vicepresidente impuesto por el Tea Party. En su delirio reaccionario Ryan llegó a decir que la «red de seguridad social» que hay en Estados Unidos se había convertido en una cómoda hamaca en donde los pobres dormían una plácida siesta confiados en que el Big Government vendría a satisfacer sus necesidades. Como si lo anterior no fuera suficiente Romney se encargó de decir que reduciría aún más el impuesto a los ricos (pese a que varios de ellos, como el multimillonario Warren Buffet, confesaron que era ridículo e inmoral pagar, en proporción, menos impuestos que sus empleados) y que apoyaría sin titubeos a las fuerzas del mercado, al paso que hizo reiteradas declaraciones que evidenciaban un desbordante belicismo en el plano internacional. Rusia fue caracterizada como «enemigo número 1» de Estados Unidos, insinuó que lanzaría una guerra comercial con China (lo que hubiera provocado una verdadera debacle en su país) y amenazaba con promover acciones militares más enérgicas contra Irán, Siria, Cuba y Venezuela. En fin, lo que se dice un verdadero monstruo político ante lo cual el reticente electorado norteamericano optó, si bien a regañadientes, por el malo, convencido de que el otro representaba lo peor en su forma químicamente pura.
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