El capital político de un individuo o grupo es el conjunto de sus conciudadanos que están dispuestos a ayudarlo con su voz, voto, tiempo o dinero. Quien posea algún capital político querrá acrecentarlo o al menos conservarlo. Pero es claro que el destino de semejante caudal depende tanto de la conducta de su propietario como […]
El capital político de un individuo o grupo es el conjunto de sus conciudadanos que están dispuestos a ayudarlo con su voz, voto, tiempo o dinero. Quien posea algún capital político querrá acrecentarlo o al menos conservarlo. Pero es claro que el destino de semejante caudal depende tanto de la conducta de su propietario como de las circunstancias. El Sr. Barack Obama podría escribir el manual definitivo sobre cómo ganar y cómo despilfarrar el mayor capital político acumulado en su país en el curso de un mero par de años. Le regalo un título vendedor: From political riches to rags, o Del manto purpúreo al andrajo.
¿Cómo ganó Obama el capital político fabuloso de que disponía hace un año? Lo ganó prometiendo efectuar los grandes cambios que deseaban decenas de millones de gringos de todos los colores y muchas creencias, y encendidendo el entusiasmo de centenares de miles de voluntarios. Contrariamente al entusiasmo que despertaron en su tiempo Franklin Roosevelt, Jack Kennedy, Lyndon Johnson y Jimmy Carter, el que provocó Obama fue organizado por esos voluntarios, casi todos sin filiación partidaria, cuyo trabajo fue costeado por millones de donaciones de unos pocos dólares cada una. El intendente de New York acaba de ser reelecto al costo de 100 millones de dólares, o sea, a razón de 180 dólares por voto. Los obamistas gastaron diez veces más, pero para una población 30 veces mayor y usando más la Internet que las cadenas de TV.
El señor Obama creyó ser electo presidente de una gran democracia, pero de hecho fue coronado emperador, aunque cubierto con un manto que inmoviliza nada menos que al apóstol del cambio. Y creyó poder hacer cuenta nueva después del gran borrón que había perpetrado su antecesor. Pero heredó un partido y un aparato estatal hostiles a todo cambio radical, ya que habían sido deformados por las dos presidencias de Reagan, y otras tantas de Clinton, las cuatro «liberales», o sea, conservadoras.
El Presidente Carter había sido demasiado moderado, blando y derecho para hacer frente a tanta corrupción. Su mayor reforma en la Casa Blanca fue hacer instalar paneles solares en la azotea. Reagan mandó desmantelarlos en cuanto ocupó la mansión, ya que constituían un mudo pero elocuente desafío al monopolio energético que detentan las grandes empresas petroleras.
El Presidente Obama empezó muy bien. Hizo gestos de buena voluntad a la comunidad internacional, la que había sido manoseada e intimidada por el Presidente Bush. En particular, declaró terminada la «guerra del terror» y dijo palabras conciliatorias al mundo islámico. El nuevo gobierno también inyectó una enorme suma de dinero en la comunidad científica, la que había sido hambreada por el «gobierno basado en la fe» de su predecesor.
Pero Obama fracasó en todo lo demás. En particular, usó plata del contribuyente para salvar a los grandes banqueros en lugar de invertirla en obras públicas, salud y educación, como lo había prometido. Y declaró que la guerra de Afganistán es una guerra buena, aunque después de ocho años sólo ha afectado a la población civil y la ha exportado a Pakistán. (Además, las agresiones militares son inmorales y son buenas solamente para los mercaderes de guerra.)
No culpemos exclusivamente a la persona, porque su alto cargo viene junto con el Estado que encabeza. El Estado que heredó Obama incluye no sólo una burocracia enorme, sino también tres aparatos inamovibles: la CIA, la red de unas 1.000 bases militares ubicadas en el exterior, y unas fuerzas armadas íntimamente entrelazadas con ejércitos privados cuyos mercenarios no están sujetos a tribunal militar alguno. ¿Qué ha hecho el Comandante en Jefe de los EE.UU. para controlar tanta fuerza? Nada, sino reforzarla aun más. En efecto, ha declarado que la guerra en Afganistán es «una guerra buena», y el nuevo jefe de la CIA ha prohibido que sean enjuiciados los torturadores. Y, debido a la oposición del Congreso, el Presidente no ha logrado desmantelar ni siquiera la más siniestra de las bases militares en el exterior, la de Guantánamo. Se lo han impedido los legisladores de su propio partido, aliados con sus adversarios.
El Presidente Obama también heredó un sistema financiero desquiciado por banqueros codiciosos y deshonestos, amparados por el Fed, o Banco Central. Este fue presidido durante demasiados años por Alan Greenspan, el discípulo dilecto de Ayn Rand. Esta lumpenfilósofa se había constituído en la profetisa del «egoísmo racional». Esta es una generalización de la llamada racionalidad económica, la que manda maximizar las utilidades esperadas, sin escrúpulos por lo que pueda pasarles al prójimo o al descendiente.
La crisis desatada en octubre del 2008, y de la que aun no hemos salido, tomó a Geenspan de sorpresa, como lo confesó en su momento. También dijo que, confiado en la doctrina del egoismo racional, había esperado que los banqueros no fueran tan estúpidos como probaron serlo. El zar de las finanzas había ignorado el apotegma de David Hume: «la razón es esclava de las pasiones.» Este principio no vale en las ciencias ni en las técnicas, pero vale en el mundo de las finanzas, a juzgar por las «burbujas» especulativas que se vienen formando desde la Burbuja de los Tulipanes, ocurrida en Ámsterdam en el siglo XVII.
Además de heredar un Estado enormemente inflado y endeudado por su predecesor, el Presidente Obama heredó un Partido Demócrata desvirtuado desde los tiempos de Reagan: un partido tan conservador, y tan comprometido con las grandes corporaciones, que no sería reconocido por ninguno de los dos presidentes Roosevelt. ¿Cómo podría semejante dinosaurio hacer suya la consigna «¡Cambiemos!» que le ganó a Obama el extraordinario capital político que ganó durante su campaña electoral?
A juzgar por la magnitud de sus promesas pre-electorales, el Sr. Obama pensó que presidir su enorme país consistiría en compartir sus lindos planes con su partido y con la burocracia estatal. Supongo que nunca imaginó que sería como sacar a pasear a la vez a un dinosaurio y un paquidermo.
En resumen, el manual sobre capital político que podrá escribir el Presidente Obama cuando se jubile necesitará tener solamente dos capítulos: 1.- Cómo ganar capital político, o lo que hay que aprender y prometer para triunfar. 2.- Cómo derrochar capital político, o lo que hay que olvidar y traicionar para fracasar.
Mario Bunge es el más importante e internacionalmente reconocido filósofo hispanoamericano del siglo XX. Físico y filósofo de saberes enciclopédicos y permanentemente comprometido con los valores del laicismo republicano, el socialismo democrático y los derechos humanos, son memorables sus devastadoras críticas de las pretensiones pseudocientíficas de la teoría económica neoclásica ortodoxa y del psicoanálisis «charlacanista».