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Vocación del imperio

Origen del hegemonismo

Fuentes: Rebelión

El actual empuje hegemónico norteamericano no comienza ahora, es el resultado de una estrategia finisecular. Theodore Roosevelt siguió el ejemplo de Gran Bretaña: una gran potencia debía tener colonias donde procurarse materia prima y vender productos manufacturados, pero solo podían adquirirse posesiones en ultramar si se cuenta con una gran flota. En el Colegio Naval […]

El actual empuje hegemónico norteamericano no comienza ahora, es el resultado de una estrategia finisecular. Theodore Roosevelt siguió el ejemplo de Gran Bretaña: una gran potencia debía tener colonias donde procurarse materia prima y vender productos manufacturados, pero solo podían adquirirse posesiones en ultramar si se cuenta con una gran flota. En el Colegio Naval de Guerra, Roosevelt afirmó: «Prepararse para la guerra es el medio más efectivo de promover la paz».

En sus Memorias, aparecidas en 1885, el general Ulysses S. Grant había afirmado otro tanto: «Para mantener la paz, en el futuro, será necesario estar preparados para la guerra». Roosevelt comenzó el diseño de su plan de expansión naval siendo Secretario de Marina y lo completó cuando llegó a la Presidencia. Cuba, Filipinas, Puerto Rico, la liquidación del imperio hispánico, Panamá, República Dominicana, fueron eslabones de esa cadena.

Quizás la única nación vencedora en la Primera Guerra Mundial fue Estados Unidos. Intervino tarde y el costo material fue muy inferior al de sus aliados. Emergió, en cambio, por primera vez en el escenario mundial, como una potencia influyente. Al victorioso Wilson lo sucedieron los aislacionistas Harding y Coolidge, que asumían el nuevo liderazgo casi como un embarazoso e indeseable compromiso. El gobierno republicano de Hoover llevó al país a un frágil auge con su política de laisser-faire. Los especuladores se enriquecieron en Wall Street con un ascenso espectacular de los valores de bolsa.

En 1929 la pompa se desinfló. La depresión económica y el desempleo ensombrecieron el panorama norteamericano hasta que Franklin Delano Roosevelt lanzó el New Deal. Se prohibió el trabajo infantil, se dictó un límite a la jornada laboral, se estableció el salario mínimo y los sindicatos pudieron negociar contratos colectivos de trabajo. Un flujo de iniciativas que movilizaban nuevamente la riqueza con inversiones estatales condujo a una lenta recuperación.

La Segunda Guerra Mundial se inició bajo el signo de la lucha contra el fascismo pero se convirtió en el vehículo de la expansión acelerada de la hegemonía norteamericana. Cuando terminó el conflicto los Estados Unidos tuvieron un solo oponente de consideración en el mundo: la Unión Soviética, ello dio inicio a la Guerra Fría que propició, –como una de sus consecuencias en el plano interno–, las persecuciones del senador MacCarthy. La cacería de brujas en Estados Unidos fue una concesión de los liberales que aceptaron un embate preventivo contra los izquierdistas. Los liberales sabían que el anticomunismo podía salirse de cauce y constituir una amenaza a los derechos civiles pero lo asumieron como un riesgo necesario. La histeria exacerbada en torno a la defensa de la seguridad nacional terminó oponiéndose a la libertad de investigación y de expresión. Ocurrieron el famoso caso de los diez de Hollywood y sobre todo el célebre escándalo Oppenheimer, síntomas de la descomposición del cuerpo social.

John Foster Dulles decidió que Norteamérica debía ser el policía del mundo, su escudo perenne contra las «peligrosas hordas» del imperio ruso. Dulles estimó que debía desatarse una permanente carrera armamentista que Estados Unidos ganaría porque los rusos se arruinarían primero. Por tanto Norteamérica debía existir, de manera permanente, con una economía de guerra. Un tercio de su presupuesto sería dedicado a ello.

Pero fue un general cubierto de gloria, Dwight Eisenhower, quien al finalizar su mandato presidencial denunció la existencia del complejo militar industrial: la colusión de la importante fabricación armamentista con la dirección de las fuerzas armadas. Su influencia se advertía en todas las esferas. La mecánica de poder desatada por Teodoro Roosevelt tenía perniciosas consecuencias. Cada día se identificaba más la maquinaria bélica y el gran poder industrial financiero.

Bastaba echar un vistazo al destino de los grandes halcones de la guerra: el general MacArthur terminó de presidente de la Remington Rand, el general Leslie Groves, que dirigió la construcción de la primera bomba atómica, fue su vicepresidente, el general Lucius Clay fue nombrado presidente de la Continental Can, el general Doolittle terminó en la Shell Oil, el general Ridgway presidió el Mellon Institute, el general Bedell Smith, antiguo director de la CIA, asumió la conducción de la United Fruti.

El asesinato de Kennedy mostró que en Estados Unidos podía efectuarse un golpe de estado como en cualquiera de las ínfimas repúblicas bananeras. Entonces ocurrió el síndrome de Vietnam. En la Primera Guerra Mundial los Estados Unidos perdieron cincuenta y dos mil hombres. La guerra en Vietnam costó las vidas de más de treinta y cuatro mil soldados y un cuarto de millón de heridos, muchos de ellos cruelmente mutilados para el resto de sus vidas.

El pueblo norteamericano no alcanzaba a comprender como una pequeña operación militar en un mínimo país asiático se había descontrolado hasta cobrar tales proporciones. El resultado fue una profunda aversión a la política de intervenciones armadas, que el gobierno de Bush hijo, de corte neofascista, ha reanimado con una bestial ferocidad.

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