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Perspectivas históricas sobre la política de inmigración y la identidad latina

Fuentes: La Jiribilla

La decisión de la Oficina del Censo de los EE.UU. de homogeneizar a los inmigrantes de las naciones hispanohablantes latinoamericanas y los descendientes suyos que viven en los EE.UU., mediante la creación de la categoría «hispano», desencadenó un acalorado debate político entre los afectados. Algunos consideraron la nueva clasificación como una mejoría con respecto al […]

La decisión de la Oficina del Censo de los EE.UU. de homogeneizar a los inmigrantes de las naciones hispanohablantes latinoamericanas y los descendientes suyos que viven en los EE.UU., mediante la creación de la categoría «hispano», desencadenó un acalorado debate político entre los afectados. Algunos consideraron la nueva clasificación como una mejoría con respecto al término otro, utilizado antes por la oficina del censo, pero para casi todos los 25 millones de latinoamericanos, y sus descendientes, convertirse al instante en un «hispano» implicaba la pérdida de su nacionalidad, cultura e identidad.

A simple vista, esa categoría era ofensiva por dos razones: fue una decisión unilateral, impuesta por una burocracia extranjera, y fue un intento inhumano de arrojar a un conjunto genérico a una población cuyas características más distintivas son su diversidad cultural, étnica, racial, lingüística y política. Sin embargo, una mirada más profunda revela que la Oficina pasó por alto el hecho de que «hispano» no reconoce las diversas identidades y culturas representadas por la población de la América Latina que vive de forma permanente en los EE.UU. Si le preguntáramos a los afectados, varios, quizá casi todos, hubieran preferido ser clasificados como «latinos», una identidad directamente vinculada a, y forjada por, la independencia de las naciones latinoamericanas, libre del colonialismo español y orgullosa del mestizaje racial y cultural. Lo latino es mucho más incluyente, pues reconoce las disímiles razas y culturas que componen al pueblo de la América Latina: amerindios, africanos, europeos, chinos, indios, mulatos y mestizos. Por el contrario, lo hispano se refiere exclusivamente allegado español y excluye, además, a otros miembros europeos, pero no hispanos, de la familia latinoamericana: británicos, franceses, portugueses y holandeses. A pesar de su herencia colonial, ellos también forman parte de nuestro patrimonio.

Este artículo no pondrá fin al debate, pero pretende iluminar las condiciones históricas necesarias para entender por qué las categorías de «hispano» y «latino» son tan polémicas entre los inmigrantes latinoamericanos y entre quienes descienden de ellos y viven en los EE.UU. Para ello es esencial echar una mirada a la historia latinoamericana, y a la historia de la participación (entiéndase intervención) de los EE.UU. en la política y la economía de América Latina. Asimismo, resulta esencial repasar la historia y las políticas de inmigración con el objetivo de comprender los orígenes de las comunidades latinas en los EE.UU. Con la excepción de los mexicanos, cuya genealogía se remonta a lo que era la parte norte de México hasta 1848, la población latina en territorio estadounidense está compuesta en su mayoría por inmigrantes. Algunos fueron forzados a emigrar y otros lo hicieron voluntariamente; algunos llegaron por razones políticas y otros, por razones económicas. Independientemente del motivo, todos los latinoamericanos que viven hoy en este país se encuentran aquí como resultado de la política estadounidense hacia sus países de origen. Por lo tanto, la política y las políticas de los EE.UU. se ubican en el centro del debate sobre la identidad.

Cuando hablamos de la herencia hispana de América Latina, debemos evitar interpretarla solo como los objetos y las expresiones culturales más tangibles: la lengua, la religión, la música, el arte, las comidas y las tradiciones. La herencia cultural está también determinada por la historia, la política y la sociedad. En el caso de América Latina, como en toda sociedad colonizada, esa herencia le fue violentamente impuesta a la población originaria. Durante casi 400 años, el Imperio español, el británico, el francés y el portugués destruyeron sistemáticamente, o trataron de destruir, docenas de lenguas, religiones y culturas que habían existido por siglos antes de la llegada de los europeos al llamado «Nuevo Mundo». No menos devastador fue el enorme costo en vidas humanas: millones murieron como resultado de la conquista, el trabajo forzado y la esclavitud. No es inusual que los académicos que se dedican a ese período histórico caractericen la conquista de América como un «holocausto», la «conquista del paraíso» y el «mayor arrebato de tierra de la historia» (Sale, 1990; Stannard, 1992; Wright, 1992).

En América Latina, los imperios europeos crearon sociedades dominadas por distinciones de clase y raza. Los españoles resaltaron esas diferencias en cada aspecto de la sociedad, incluso hasta el punto de clasificar a los descendientes de los colonialistas según el lugar de nacimiento: peninsulares y criollos. Por haber nacido en España, los primeros eran considerados racialmente «puros», socialmente superiores y dignos de confianza. Los últimos, por haber nacido en las colonias, eran considerados «impuros», inferiores y no merecían confianza. Las estrictas políticas raciales de España crearon tal amargura y sentimientos de rechazo entre la población criolla, que hacia el siglo XVIII comenzaron a identificarse más con América Latina que con el imperio. Este es el período que el historiador guatemalteco Severo Martínez Peláez (1973) identifica como la génesis de una identidad latinoamericana y, por consiguiente, el nacimiento de los movimientos independentistas.

No debemos pasar por alto el hecho de que, al igual que los españoles, los aztecas, los incas y otros pueblos originarios del hemisferio también dieron importancia a la raza, la clase y la jerarquía en sus respectivas sociedades. Esta es quizá la razón por la que los líderes de las guerras por la independencia de la América Latina se preocuparon tanto por crear sociedades que representaran y protegieran a todos. Después de más de cuatro siglos, los dirigentes latinoamericanos no solo se enfrentaron a la tarea de crear gobiernos, sino de liberar e integrar a un pueblo definido mejor por su mezcla racial y cultural. En 1819, Simón Bolívar instó a sus seguidores criollos a recordar las complejidades de nuestro pueblo: «Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano, que más bien es un compuesto de África y de América, que una emanación de la Europa; pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado, el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y este se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza trae un reato de la mayor trascendencia» (Fernández Retamar, 8).

Bolívar soñó con una América Latina independiente y unificada que fuera capaz de defenderse de enemigos foráneos y de desarrollarse económica y socialmente como un todo. Sin embargo, su visión de la unidad panamericana nunca se cumplió. Hacia la tercera década del siglo XIX, América Latina había sido destruida por guerras civiles, depresiones económicas, invasiones extranjeras, dictaduras, regionalismos y racismo. Bolívar murió frustrado, con amargura, y definió sus esfuerzos para gobernar y unir a las naciones recién independientes como una tarea tan difícil como «arar en el mar» (Graham, 158).

A pesar de que Bolívar no logró unificar el continente, la búsqueda de la identidad, la autodeterminación y la justicia social continuó. En Cuba, la última colonia española en el hemisferio occidental, José Martí sintió que ni el término hispano ni el de latinoamericano reflejaban con precisión nuestra nueva identidad, pues ninguno reconocía ni celebraba la independencia política de la región o su diversidad racial y cultural. Él prefirió hablar de nuestra América, una sociedad en la que cada ciudadano, independientemente de su raza, creencia, clase social o género, fuera respetado y protegido por una nación digna y soberana (Foner, 1977).

Al desarrollar el concepto de nuestra América, Martí, como Bolívar, ponderó la nueva realidad racial y cultural: «La conquista interrumpió la evolución natural y majestuosa de la civilización americana, y con la llegada de los españoles, nació una extraña sociedad. No era española porque la nueva sangre le hizo rechazo a los viejos cuerpos; no era india porque las imposiciones de una civilización devastadora; dos mundos que desde posiciones antagónicas constituyen un proceso. Surgió un nuevo pueblo, el ‘mestizo’ por su apariencia» (Fernández Retamar, 1986: 13; Maldonado Denis, 1987).

Sin embargo, a diferencia de Bolívar, Martí no sobrevivió a la guerra por la independencia de Cuba, por lo que nunca tuvo la oportunidad de gobernar en Cuba, ni de poner en práctica su visión de una nación verdaderamente independiente guiada por el principio de «con todos y para el bien de todos» (Foner, 1977).

Los intentos de crear mejores sociedades en América Latina en el siglo XX tampoco resultaron fructíferos. En la actualidad, cuando ya ha transcurrido una década del siglo XXI, gran parte de la región continúa siendo víctima de muchos de los problemas que impidieron su progreso social durante los primeros años posteriores a la independencia: enormes deudas externas, altas tasas de mortalidad, altas tasas de desempleo e inflación, discriminación de los aborígenes y de las minorías étnicas, autoritarismo, militarismo, corrupción y pobreza. A más de 200 años de la independencia, los principales recursos de América Latina continúan siendo sus pueblos y su gran espíritu y capacidad de resistir y luchar contra el colonialismo y el neocolonialismo (Castañeda, 1993; Stein y Stein, 1970). Después de 500 años de políticas genocidas, presiones extremas y discriminación, los descendientes de las poblaciones originarias y de los esclavos africanos continúan luchando por preservar sus lenguas, sus costumbres y sus religiones (Galeano, 1980; Chomsky, 1993).

El testimonio más elocuente y creíble de estas guerras culturales es el hecho de que millones de personas orgullosas y valientes, que viven en pueblos desde las alturas de los Andes hasta el valle de México, hablan docenas de lenguas nativas. Por ejemplo, en Guatemala, el 53 % de la población habla 26 lenguas amerindias; y en Paraguay el guaraní está reconocido como lengua oficial junto al español (Galeano, 1980). También ha sido importante la lucha por preservar las religiones precolombinas y las formas de culto. Además de los diversos rituales antiguos de adoración, aún practicados por los descendientes de las poblaciones originarias, las religiones africanas de los exesclavos no solo han sobrevivido, sino que se han diseminado.

Desde este contexto histórico, no es difícil apreciar por qué la denominación de «hispano» no solo es inexacta, sino también ofensiva, debido a las graves omisiones de la historia y las culturas de estos pueblos. Aunque no es el apelativo perfecto, latino es mucho más profundo en el reconocimiento de la diversidad latinoamericana.

Durante la década de 1830, mientras la mayoría de los países latinoamericanos luchaba por preservar sus frágiles independencias bajo amenazas de colapso económico, guerras civiles e intervenciones extranjeras, su vecino del norte se enfrascó en una ambiciosa y agresiva expansión territorial. Con el disfraz del Destino Manifiesto ―la creencia abominable, arrogante y a todas luces falsa de que tenían el «derecho divino» de expandir sus fronteras e instituciones desde el Atlántico hasta el Pacífica―, los EE.UU. libraron una guerra injustificada contra México, cuyas consecuencias fueron la pérdida del 50 % del territorio nacional mexicano, al tiempo que los EE.UU. se hacían del control de 945 mil millas cuadradas de la superficie mexicana. Los historiadores mexicanos y mexicano-americanos, en una clara posición en contra de los mitos románticos y glorificados del oeste americano, aún recuerdan la guerra como un acto de agresión imperialista y se refieren a la región como un «territorio ocupado» (Acuña, 1988; Brack, 1975; Prago, 1973).

El expansionismo estadounidense no concluyó aquí. Por el contrario, su dominio sobre los gobiernos y las economías de las naciones latinoamericanas se amplió durante lo que quedó del siglo XIX y buena parte del XX. En 1898 entraron en la guerra de independencia de Cuba contra España ―a lo que los historiadores estadounidenses se refieren erróneamente como la Guerra Hispano-Americana―, y procedieron a ocupar y gobernar la Isla. Como parte de la misma ocupación, que duró cuatro años, las fuerzas estadounidenses invadieron y ocuparon también Puerto Rico. En 1903 instigaron, organizaron y financiaron una guerra en Colombia. Conflicto que concluyó con la creación de la República de Panamá y la adquisición por parte de los EE.UU. de los derechos a construir y administrar el canal de Panamá. En 1904, el «Corolario Theodore Roosevelt» reforzó la Doctrina Monroe, por lo que los EE.UU. se arrogaron el derecho de actuar como la fuerza policial de la región para prevenir «las transgresiones crónicas o la incapacidad que provoca el quebrantamiento de las sociedades civilizadas». A partir de ese momento, las intervenciones militares y la «diplomacia de cañón» han caracterizado la política de los EE.UU. hacia América Latina. En pocas palabras, los gobiernos apoyados por los EE.UU. permanecerían en el poder, mientras que los contrarios, salvo pocas excepciones, se derrumbarían (Burns, 1993; Drake, 1994; Dunkerley, 1988; Roig de Leuchsenring, 1975).

Además de su expansión territorial por la América Latina, los EE.UU. han sido responsables del apoyo y el financiamiento de los gobiernos más corruptos, represivos y violentos de la región. Una lista de esos cabecillas pudiera leerse como un «Quién es quién» de los dictadores latinoamericanos: Rafael Trujillo, República Dominicana (1930-1961); François Duvalier, Haití (1954-1967); Augusto Pinochet, Chile (1973-1990); la dinastía Somoza, Nicaragua (1934-1979); Carlos Castillo Armas, Guatemala (1954-1957); y Fulgencio Batista, Cuba (1952-1959). Por otra parte, los EE.UU. se han opuesto consistentemente, han atacado y a menudo han derrotado a los gobiernos reformistas y revolucionarios de la región. Se opuso a y obstaculizó las revoluciones mexicana (1910) y boliviana (1952); derrocó a los gobiernos reformistas de Guatemala (1954) y Chile (1973); atacó y logró derrotar a la revolución nicaragüense (1979-1990); y ha intentado por todos los medios posibles, desde los asesinatos, los sabotajes, las campañas de difamación, el bloqueo económico, hasta la intervención militar, destruir la Revolución Cubana.

La historia demuestra que la constante intromisión de los EE.UU. en los asuntos internos de América Latina y su vocación contraria a las fuerzas progresistas del cambio social han tenido un impacto en la historia de la región y la han marcado de manera tan negativa como lo hizo la huella colonial española. Al negarles a los latinoamericanos su derecho a crear sociedades en correspondencia con sus necesidades y sus condiciones, y al forzarlos a vivir bajo modelos sociales impuestos que condenan a la mayoría a la pobreza y a la represión, la única opción disponible es la emigración.

La inmigración latina y la política estadounidense sobre la inmigración

Uno de los mitos en la historia de ese país es la noción de que la política de inmigración se rige por valores humanitarios y benéficos. La verdad escondida detrás de la retórica de «Deme a sus masas pobres, extenuadas, hacinadas ansiando respirar libres…» es que los procedimientos inmigratorios de los EE.UU. son y han sido siempre extremadamente politizados y egoístas. Es imposible separar la política inmigratoria de las iniciativas e intereses de la política exterior estadounidense.

La historia de esa «nación de inmigrantes» corrobora el argumento de que a cada grupo que ha llegado a este país se le ha permitido entrar por una, de dos razones: económica (cuando el mercado laboral ha necesitado y ha sido capaz de absorber a los recién llegados) y política (como una herramienta para promover o apoyar las iniciativas de política exterior). Las puertas se han abierto cuando es económica o políticamente conveniente o beneficioso para los EE.UU.; y cuando no, se cierran. Contrario a la creencia y al discurso popular, las fronteras de este país no están ni nunca han estado descuidadas (Borjas, 1990).

En lo que respecta a los inmigrantes latinos, no es casual que los grupos más numerosos de residentes permanentes en los EE.UU. ―mexicanos (28 millones), puertorriqueños (3,5 millones), cubanos (1,3 millones) y centroamericanos (4 millones)― provienen de los países donde los EE.UU. tuvieron o tienen grandes intereses políticos, económicos o militares (Moore y Pinderhughes, 1993; Spillers, 1991). Como se mencionaba antes, en 1848 México perdió la mitad de su territorio nacional. Puerto Rico ha sido colonia estadounidense desde 1898 y genera más ganancias para la industria que cualquier otro país latinoamericano. Cuba fue un Estado cliente de los EE.UU. durante 60 años y ha sobrevivido al bloqueo económico por 35 años. En Centroamérica los EE.UU. han apoyado regímenes militares durante décadas para apuntalar en la región su hegemonía política y sus intereses económicos.

El dominio económico y político sobre América Latina se afianzó aún más durante la Guerra Fría. Siguiendo consideraciones geopolíticas y estrategias de superpotencia, alegó lo que la antigua Unión Soviética aceptó: América Latina se encontraba en su «esfera de influencia». La nueva misión era detener la propagación del comunismo, real o imaginado, en la región. En realidad, desde los días de la Doctrina Monroe no ha cambiado mucho. Solo permitirían y apoyarían a los gobiernos dispuestos a seguir los lineamientos y las estrategias de los EE.UU.; los que se oponían o cuestionaban las iniciativas políticas estadounidenses eran aislados y casi siempre derrocados. Algunos de los gobiernos que sufrieron el derrocamiento fueron el de Jacobo Arbenz en Guatemala, el de Juan Bosch en la República Dominicana, el de Cheddi Jagan en Guyana, el de Salvador Allende en Chile y el de Maurice Bishop en Granada. Fidel Castro y la Revolución Cubana han sido hasta ahora los únicos sobrevivientes de la guerra de los EE.UU. contra el cambio social en América Latina.

Cuba es un buen ejemplo de cuánto la política de inmigración de los EE.UU. se rige por motivaciones políticas y por estrategias de política exterior. Desde 1959 hasta 1994, a más de un millón de cubanos se les ha concedido asilo político de manera casi automática. Lo único que los cubanos debían hacer para obtener ese estatus era declarar su oposición a Fidel Castro; no se requerían pruebas, bastaba la declaración verbal.

La inmigración cubana se convirtió en una poderosa arma propagandística en medio del arsenal de la Guerra Fría. Según la prensa estadounidense, ellos estaban «votando con sus pies», «huyendo de la represión comunista» y «abrazando la democracia americana». Por su «utilidad» política, el gobierno de los EE.UU. premió a los cubanos desafectos no solo con una política inmigratoria de puertas abiertas (sin precedentes para los inmigrantes latinoamericanos), sino con el Programa para los Refugiados Cubanos ―un paquete de ayuda que incluía estipendios monetarios, garantías de asistencia médica, clases de lengua inglesa y capacitación profesional―. La manera en que se reciben a los cubanos que buscan asilo en los EE.UU. contrasta con el tratamiento que recibieron los haitianos que intentaron escapar de la violencia del régimen totalitario de Duvalier Baby Doc y los salvadoreños que escaparon de los célebres escuadrones de la muerte de su gobierno. Para ser escuchados cuando exponen su caso, tienen que demostrar un «temor bien fundamentado a ser perseguidos». Como resultado de esa política, solo durante la década de 1980, el Departamento de Justicia de los Servicios de Inmigración y Naturalización (INS) ordenó y ejecutó la deportación de más de 150 mil salvadoreños, guatemaltecos y haitianos. En los años 90, mientras los haitianos continuaban escapando de la represión de un gobierno militar ilegal, eran interceptados en alta mar y devueltos a su país sin la posibilidad de poder presentar sus casos (Masud-Piloto, 1996).

Un caso que demuestra a las claras el cinismo del oportunismo político del sistema de inmigración de los EE.UU. fue el de Justo Ricardo Somarriba, un maestro nicaragüense que llegó a los EE.UU. ilegalmente en marzo de 1987, cuando la guerra contra el gobierno sandinista se encontraba en su momento más crítico. En ese año él solicitó asilo político sobre la base de que corría peligro por haberse negado a adoctrinar a sus estudiantes con propaganda sandinista. Sin embargo, como en muchos otros casos similares, el INS dictaminó dos veces en su contra con la conclusión de que su alegato era «insustancial». Al agotar todas las vías posibles para tener asilo político, el caso se cerró y se programó su deportación. Afortunadamente para él, unos días antes de su deportación, ganó 5,3 millones de dólares en la lotería de la Florida.

Cuatro días después del golpe de suerte de Somarriba, el INS decidió escuchar su caso nuevamente. La conclusión del Departamento fue que si Somarriba era deportado, sus millones pudieran caer en manos de los sandinistas, un gobierno que los EE.UU. trataban de destruir. Por consiguiente, al nuevo millonario se le concedió asilo político, y los objetivos de política exterior de los EE.UU. tuvieron una vez más prioridad sobre los motivos humanitarios (The New York Times, 18a).

Latinos en los EE.UU.: más allá de los estereotipos

Los latinos en los EE.UU. son vistos, por lo general, a través de prismas estereotipados. Para muchos estadounidenses, la imagen común de ellos es casi siempre distorsionada, inexacta, insensible y reflejada con términos negativos y derogatorios. Es frecuente que la gente se refiera a nosotros como spiks, greasers, wetbacks, gang bangers e illegal aliens1. Guillermo Gómez-Peña, escritor y artista escénico, tiene una extensa obra escrita sobre la imagen de los latinos. En su ensayo «Documented/Undocumented», él explica cómo el estadounidense promedio percibe a los latinos por lo general con caracteristicas falsas y negativas: «En general, se nos percibe a través del prisma folclórico de Hollywood, la literatura comercial2 y la publicidad; o a través de los filtros ideológicos de los medios de comunicación masiva. Para el anglo (estadounidense no latino) promedio, no somos más que «imágenes», «símbolos» y «metáforas». Carecemos de una existencia ontológica y de concreción antropológica. Se nos percibe indistintamente como criaturas mágicas con poderes «shamanistas», como bohemios felices con sensibilidades pretecnológicas, o como revolucionarios románticos nacidos de un afiche cubano de los años 70. Todo esto sin mencionar los mitos más ordinarios que nos vinculan con las drogas, la súpersexualidad, la violencia innecesaria y el terrorismo, mitos que sirven para justificar el racismo y ocultar el temor a la otredad cultural (132)».

Esta descripción de Gómez-Peña de la imagen que ese ciudadano promedio tiene de los latinos no está tan distante de la visión oficialmente aceptada y sostenida durante un período en que la inmigración mexicana no era ya ventajosa para la economía. En un informe preparado por el Congreso de los EE.UU. en 1930, Roy L. Garis describió a los mexicanos de la siguiente manera: «Sus mentes no aspiran a nada superior a las funciones animales ―comer, dormir y orgías sexuales―. En cada conjunto de chozas mexicanas, uno se encuentra el mismo ocio, manadas de perros hambrientos, y niños sucios con sus rostros forrados con moscas, enfermedades, piojos, churre humano, fetidez, fornicación promiscua, peones apáticos, holgazanes y pervertidos, y mujeres vagabundas de apariencia indígena, frijoles y chile seco, licores, miseria general y envidia y odio al gringo. Esta gente duerme por el día y merodea por las noches como coyotes, robando todo lo que cae en sus manos sin importarles cuán inútil pueda ser para ellos. Nada que se deje fuera está a salvo, a menos que esté bajo un candado o encadenado. Aun así hay estadounidenses que claman por que se traiga de México más de esta fiebre humana» (346).

Las imágenes estereotipadas y negativas de los inmigrantes, no son nuevas ni raras. De hecho, son tan antiguas como el propio país; la esperada reacción de la sociedad racista que se siente amenazada por el poder económico y político y el incremento de las cifras de un grupo. Cada grupo inmigrante ha tenido que enfrentar en algún momento la hostilidad, el prejuicio, el rechazo y el racismo declarado. Irlandeses, judíos, griegos, chinos, japoneses, italianos, polacos y alemanes, todos han sufrido el racismo y los prejuicios (Jones, 1960).

El debate político en torno a cuántos y qué tipo de inmigrantes se admiten ha sido y sigue siendo acalorado, y a menudo lleva implícito un trasfondo racial (o quizá racista). Incluso Benjamin Franklin escribió que los inmigrantes alemanes «son generalmente los más estúpidos en su propia nación […] es casi imposible librarse de cualquier prejuicio que ellos inspiren» (Borjas, 3).

No podemos perder de vista el hecho de que esta es una nación fundada a partir de la agresión militar, la expansión territorial, la arrogancia cultural y la inmigración ilegal. La historia de los EE.UU. y la sabiduría popular documentan ampliamente el hecho de que quienes habitaron lo que luego sería Nueva Inglaterra no les emitieron visas o permisos de entrada a los europeos que luego los sacaron de esas tierras. Lo mismo pudiera decirse del «crecimiento» del territorio nacional de los EE.UU. La mayor parte no fue alcanzada por invitación ni por diplomacia, sino por la expansión imperialista.

Tanto los EE.UU. como Europa no pueden negar la historia, no pueden escapar de las consecuencias de sus acciones en América Latina. Tampoco los latinos pueden escapar de la herencia de nuestra historia. Somos el producto de más de 500 años de imperialismo, represión, agresión, esclavitud e inmigración. Nuestras comunidades en los EE.UU. son consecuencia directa de la política exterior de los EE.UU. hacia nuestros países. Como les gusta decir a algunos escritores chicanos: Nosotros no cruzamos la frontera, la frontera nos cruzó a nosotros (Gómez-Peña, 1993).

Notas:

1- Spiks hace alusión a la manera de pronunciar el inglés con acento español y proviene de la mala pronunciación del verbo speak (hablar). Greaser hace referencia a la actitud, conducta, incluso el modo de caminar de algunos jóvenes que inspiran arrogancia y agresividad. Wetback es un mexicano (latino por extensión) que entra ilegalmente a los EE.UU. Gang banger es el pandillero, el miembro de grupos callejeros agresivos o violentos. E illegal alien es, literalmente, un extranjero ilegal. (Nota del traductor).

2- El autor la llama fad literature, lo que equivale a best seller. (Nota del traductor).

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Traducción de Samuel Furé Davis.

Este texto se incluye en el libro En la alteridad del mainstream. Estudios acerca de lo latino, en los EE.UU., compilado por Antonio Aja y Ana Niria Albo Díaz, Cuadernos Casa, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2011.

Fuente: http://www.lajiribilla.cu/2011/n532_07/532_22.html