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¿Podrá Estados Unidos recuperar su hegemonía?

Fuentes: Rebelión

La noción prevaleciente durante la Administración Bush con relación al poder de Estados Unidos, había sido conceptualizada ya en 1990 por el prohombre neoconservador Charles Krauthammer. En su famoso artículo «El Momento Unipolar», éste hablaba acerca de la capacidad para diseñar un mundo a voluntad de la superpotencia única, imponiendo reglas de validez universal que […]

La noción prevaleciente durante la Administración Bush con relación al poder de Estados Unidos, había sido conceptualizada ya en 1990 por el prohombre neoconservador Charles Krauthammer. En su famoso artículo «El Momento Unipolar», éste hablaba acerca de la capacidad para diseñar un mundo a voluntad de la superpotencia única, imponiendo reglas de validez universal que respondiesen a los valores, visiones e intereses de aquella. Según sus palabras: «La verdadera estructura geopolítica de la post Guerra Fría…es la de un sólo polo de poder mundial que consiste en Estados Unidos en el ápice del Occidente industrializado» (Citado por Wolfgang Ischinger, «A European moment», The Guardian, 20 de marzo, 2007).

Al asumir como propia esa tesis, la Administración Bush no supo entender que la capacidad para definir un mundo en sus propios términos existía ya desde tiempo atrás. Una estructura hegemónica diseñada a imagen y semejanza de los intereses norteamericanos había comenzado a cobrar forma a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial y se había ido articulando en las décadas subsiguientes. Bajo los gobiernos de Roosevelt y Truman cobraría vida una amplia red de organizaciones multilaterales y de alianzas, susceptible de dar sustento a algo parecido a un sistema de gobernabilidad global.

Gobernabilidad Global :

El impulso de Roosevelt permitiría dar forma a la Organización de las Naciones Unidas y a los acuerdos de Bretton Woods, con la aparición del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Internacional de Comercio. Bajo Truman aparecería el GATT como sucesor de la Organización Internacional de Comercio, de corta vida, así como todo un sistema de alianzas y organizaciones que vincularía a los Estados Unidos con Europa Occidental, Japón y América Latina. Este entretejido se consolidaría, ya en tiempos de Kennedy, con el fortalecimiento de la Comunidad Atlántica y con la conversión del mecanismo de cooperación económica europea en la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico.

Se estructuró así un sofisticado sistema multilateral al amparo de la primacía de Washington. Del otro lado, desde luego, se alzaba el bloque comunista con sus propios mecanismos de alianza y organizaciones de integración económica. Aunque de alcance más limitado, este último imponía límites y retos al poder de los Estados Unidos, al tiempo que ambos compartían su influencia al interior de la Organización de las Naciones Unidas. Sin embargo, la existencia de esta dualidad resultó de mucha utilidad para afianzar el control norteamericano sobre su gigantesca esfera de influencia.

Los años setenta trajeron consigo una profunda crisis al marco de referencia anterior. El conflicto y fracaso de Vietnam sacudieron fuertemente el prestigio y la credibilidad internacionales de los Estados Unidos, mientras que la flotación del dólar, bajo la presidencia de Nixon, puso en entredicho toda la estructura de Bretton Woods. Sin embargo, la ausencia de alternativas al liderazgo norteamericano, en tiempos de la Guerra Fría, terminó subsanando lo primero, mientras que la crisis mundial de la deuda permitió relanzar bajo nuevos parámetros a los organismos de Bretton Woods.

Tras el colapso del comunismo el mundo entero tuvo que buscar acomodo bajo este sistema de gobernabilidad. Un sistema que ahora pasaba a ser global y sólo admitía una cabeza. Simultáneamente la ideología neoliberal, propia del Consenso de Washington, se transformó en la esencia de lo que Ignacio Ramonet bautizó como el «pensamiento único». La tesis de la homogeneizac ión planetaria bajo los parámetros del orden liberal pasó a hacerse realidad.

Con la llegada de Clinton a la presidencia el sistema pudo refinarse aún más, gracias a la comprensión que se tuvo con respecto a la importancia del llamado «poder suave». Según Hubert Védrine éste consiste en la capacidad «para inspirar los sueños y deseos de otros», mientras que Joseph S. Nye lo define como un poder que «coopta a la gente en lugar de coercionarla». (Ver Nye Jr, Joseph S., The Paradox of American Power , Oxford, Oxford University Press, 2002, p. 9). Bajo Clinton, Estados Unidos supo sacar pleno provecho a una globalización que se expresaba a través de los usos, símbolos y costumbres norteamericanos.

En definitiva, el nuevo milenio comenzó bajo un marco de gobernabilidad global y de consistencia ideológica sin paralelos en la historia, en el cual Estados Unidos ejercía un control discreto pero incontestado. Washington podía, por ejemplo, forzar la apertura de los mercados del mundo a sus mercancías, sus inversiones y sus servicios actuando de manera indirecta. Las políticas del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial, bajo su control, bastaban para ello. Sin doblegar frontalmente voluntades, Estados Unidos podía obtener sus objetivos instrumentando a su antojo los mecanismos del poder colectivo.

Bush y la desarticulación del orden hegemónico :

La Administración Bush llegó al gobierno con un bagaje propio de ideas, prefiriendo replantear su relación con el resto del mundo en términos distintos. Ello implicó el desconocimiento y la desestructuración de un sistema diseñado a imagen y semejanza de los intereses norteamericanos. Un sistema que había tardado varias décadas en construirse y refinarse. Inmersos en concepciones arcaicas con respecto a la naturaleza del poder, proclamaron la improcedencia del multilateralismo cooperativo por cercenar la libertad de acción a la que su primacía le daba derecho; se lanzaron por la ruta del unilateralismo militante; plantearon de manera directa y brutal las prerrogativas de su interés nacional; dejaron claro que su poder los eximía del cumplimiento de reglas y normas internacionales.

El suyo pasaba a ser un mundo de «satélites» y no de aliados, de coaliciones ad hoc y no de instituciones multilaterales, de distinciones tajantes entre los «con nosotros y los contra nosotros», de mecanismos de castigo a la disidencia y no de estímulos a la cooperación y de la acción preventiva prevaleciendo arrogantemente sobre el derecho y la legitimidad internacionales. Todo ello, sin embargo, bajo una envoltura profundamente mesiánica que planteaba la redención de amplias parcelas del mundo por intermedio de los valores de la democracia y la libertad.

Por esta vía, los diversos instrumentos, mecanismos y basamentos conceptuales que daban sustento a la hegemonía norteamericana fueron desarticulados o desactivados. Desde el Consejo de Seguridad de la ONU, fuertemente desestructurado en virtud de la preferencia norteamericana en torcer brazos, proferir amenazas y actuar al margen de sus canales, hasta la Alianza Atlántica que entró en cortocircuito funcional en virtud del distanciamiento entre Estados Unidos y la mayor parte de sus socios europeos. Desde los organismos financieros internacionales, que fueron dejados a la deriva como resultado del unilateralismo y la falta de atención de Washington, hasta la Ronda Doha de la OMC, cuyos objetivos fueron circunvalados por intermedio de la tendencia norteamericana a hacer proliferar sus tratados de libre comercio bilaterales. Desde el Proceso de Paz entre Israel y Palestina dejado sin bases ante el apoyo incondicional y descarado a Israel, hasta la relación con los gobiernos amigos del Medio Oriente, profundamente afectada como resultado de la cruzada democratizadora. Desde la fractura de los equilibrios de poder en el Medio Oriente hasta la erosión de la buena voluntad existente en América Latina, no quedó una sola área en la agenda de la política exterior norteamericana, que no se viese afectada por la imposición de los «remedios simplistas» y por la arrogancia superlativa de Washington.

Al final se llegó a lo que el ex Ministro de Relaciones Exteriores británico Douglas Hurd, definió en los siguientes términos: «Los dos grandes poderes en el mundo de hoy son los Estados Unidos de América y el anti americanismo» («Is there an International Community?», Cumberland Lodge, 13 de junio, 2006). Es decir, una comunidad internacional cuyo mayor denominador común estaba conformado por su animadversión a las políticas de Washington.

¿Qué es la hegemonía?:

Todo lo anterior nos lleva a la distinción básica entre hegemonía e imperio. Tanto la una como el otro entrañan la noción de control. Sin embargo, la hegemonía se encuentra directamente vinculada a la aceptación obtenida por parte de la comunidad internacional, mientras que en el imperio el poder se basta a sí mismo. La hegemonía exitosa, de acuerdo a la definición clásica de Gramschi, es aquella que se sustenta en el consentimiento. Para él, la esencia de la hegemonía derivaba de la capacidad para definir la agenda política y determinar el marco de referencia del debate, lo cual por definición implicaba del reconocimiento de los otros.

De acuerdo a Andrew Gramble. «Esta perspectiva de hegemonía se asocia con Gramsci. El ejercicio del poder entraña el uso tanto de la coerción como del consentimiento, pero las formas de control político más estables son aquellas donde sobresale el consentimiento. El énfasis está menos en los factores estructurales que establecen la posibilidad de la hegemonía como en aquellos factores en donde el poder es aceptado como legítimo a través de la persuasión ideológica y cultural. El énfasis es puesto en la creación y sostenimiento de una concepción del orden internacional, a través de una pléyade de agencias y organizaciones y mediante la incorporación de intereses diversos integrados en un proyecto político de amplio espectro. El aspecto ideológico de la hegemonía es lo más significativo» (Ver Forgacs, David, Antonio Gramsci Reader , London Lawrence & Wishart, 2001).

El imperio no requiere de consentimiento ni de legitimidad y se basta con la fuerza. Ni el imperio ruso, ni el francés, ni el austro-húngaro, por sólo citar algunos, requirieron del beneplácito de los pueblos sometidos a su dominio. Ello no impide, desde luego, que casi todos los imperios busquen un basamento conceptual que brinde justificación o sustento a ese dominio. Refiriéndose a esa necesidad de justificación Niall Ferguson señala: «Tal como refería el Senador J. William Fulbright en 1968 ‘ Los británicos lo llamaban la carga del hombre blanco. Los franceses lo denominaban su misión civilizadora . Los estadounidenses del siglo diecinueve lo llamaban el destino manifiesto’. La ‘promoción de la libertad ‘ o la ‘estrategia de apertura’ representan simplemente la última encarnación de esa tendencia» (Colossus: The Rise and Fall of the American Empire, London, Allen Lane, 2004, p. 23).

No obstante, justificación conceptual no es lo mismo que aquiescencia por parte de los otros. La diferencia entre imperio y hegemonía es clara. La capacidad para definir la agenda internacional bajo un marco de aceptación generalizada, de la que disfrutó Estados Unidos antes de Bush, daba forma a un contexto hegemónico. La impopularidad y la resistencia a sus políticas por parte de un sector mayoritario de la comunidad internacional, a las que condujo la receta Krauthammer, obviamente contradecían dicho contexto. De ser potencia hegemónica Estados Unidos pasó a ser potencia imperial. Sólo que de haber sido todopoderosa potencia hegemónica, Estados Unidos pasó a ser una potencia imperial débil: desbordada ante dos conflictos militares periféricos e incapacitada para lograr la materialización de sus deseos en casi todos los frentes internacionales.

Obama: ¿hegemonía o declive?:

El viaje de Obama a Europa representa un viraje de 360 grados en relación a lo anterior. En las cumbres del G-20 y de la OTAN, Estados Unidos volvió de manera manifiesta al multilateralismo cooperativo, dejando de lado todo trazo de arrogancia. En mensaje y estilo el nuevo inquilino de la Casa Blanca está sentando las bases para un reencuentro con el viejo cauce hegemónico. Ello entra en consonancia, por lo demás, con la aproximación de la Administración Obama a la mayoría de los grandes temas internacionales del momento.

La gran pregunta a formularse es evidente: ¿Será aún posible para Estados Unidos recuperar su antigua hegemonía? Desde luego que si alguien puede lograrlo es precisamente Obama. A corto plazo, por lo demás, la crisis económica global actúa como factor reforzamiento del liderazgo de Estados Unidos, en la medida en que la suerte económica del mundo está atada a la de ese país.

No obstante, hay varias consideraciones a tener en cuenta. En primer lugar, la erosión de buena voluntad internacional causada por ocho años de Administración Bush no es nada despreciable ni fácilmente reversible. Fuerzas contestatarias al poder estadounidense emergieron y se consolidaron en diversas partes del globo. En segundo lugar, el mundo se dio cuenta de que el garrote que acompañó siempre a la zanahoria hegemónica norteamericana, resultó poco operativo aún cuando se lo utilizó directamente. No hay que olvidar, en este sentido, que lo que hace eficiente al poder suave es la convicción de que éste se encuentra respaldado por el poder duro y que la falta de credibilidad en el uno acarrea el desgaste del otro. En tercer lugar, los esfuerzos por sacar a Estados Unidos de la crisis económica pueden dejar al país lo suficientemente hipotecado, como para cercenar sus posibilidades de seguir siendo la potencia económicamente dominante.

De las tres consideraciones anteriores la tercera es, sin duda, la más relevante y la que merece mayor explicación. Contener el avance de la crisis financiera y revertir la contracción de la inversión y del consumo que hoy vive Estados Unidos, sólo puede lograrse agravando otros de sus males: su déficit público y su deuda externa.

Tal como refería el profesor Fred Bergsten, en un testimonio ante el Comité Presupuestario del Senado de los Estados Unidos en febrero del 2007, y como lo señala Wiklipedia en el tema «Estados Unidos y Deuda Pública», para septiembre de 2008 la deuda pública norteamericana alcanzó a los 9,7 millones de millones de dólares. Ello, según dichas fuentes, era la resultante de una deuda que desde 2003 ha venido incrementándose en 500 millardos de dólares anuales. Dentro de ese monto global la deuda externa era, para finales de 2005, de 2,7 millones de millones de dólares.

Desde luego, más allá de lo preocupante que resulta para cualquier economía gastar mucho más de lo que produce y financiar la diferencia por vía de deuda, lo realmente importante es quienes son los acreedores. Cuando éstos son domésticos la situación es controlable, cuando los acreedores son externos lo es ya mucho menos. En palabras de David Levey y Stuart Brown: «Una súbita falta de disposición por parte de los inversores extranjeros de continuar añadiendo activos en dólares, a su ya larga cuenta de activos en esa denominación, desencadenaría un pánico que lanzaría por la estratosfera las tasas de interés y haría caer en una grave crisis a la economía estadounidense» («The Overstretch Myth», Foreign Affairs, marzo/abril 2005).

Más contundente aún resulta el historiador británico Niall Ferguson, quien ya en 2005 señalaba: «Estados Unidos ha pasado a depender crecientemente de los prestamos extranjeros. En la medida en que el déficit en cuenta corriente ha seguido expandiéndose (actualmente se acerca al 6 por ciento del PIB), el pasivo externo neto de Estados Unidos ha alcanzado alrededor del 25 por ciento de su PIB. La mitad de la deuda federal del país se encuentra actualmente en manos extranjeras…El economista de Harvard, Richard Cooper, ve la situación de la siguiente manera. Asumiendo que la economía estadounidense tenga una tasa de crecimiento de 5 por ciento por año, él argumenta que un déficit en cuenta corriente de 500 millardos por año se traducirá luego de 15 años en un pasivo externo del 46 por ciento del PIB» («Sinking Globalization», Foreign Affairs, marzo/abril, 2005).

De más está recordar que China, el mayor rival estratégico de Estados Unidos, es el principal acreedor externo de este país con alrededor de 600 millardos de dólares en acreencia. Dentro de este contexto, la deuda externa norteamericana no sólo se inserta dentro de aquello que Paul Kennedy calificó como «sobredimensionamiento imperial», sino que es algo desafía al más elemental sentido común.

Estados Unidos no dispone de la capacidad necesaria para hacer frente al paquete de rescate a su economía sin una hipoteca mayúscula de la misma. Los 700 millardos de dólares asignados por el Congreso todavía bajo Bush, más los gigantescos recursos comprometidos a través de la ley de «Recuperación de América y Ley de Reinversión», aprobada por el 111 Congreso de Estados Unidos y firmado por el Presidente Obama el 17 de febrero pasado, deberán salir mayoritariamente por vía de déficit público y de deuda externa. El descomunal esfuerzo emprendido para emerger de la crisis actual sentará las bases para otra seria crisis. Ello equivale a agravar la situación del hígado para salvar al pulmón. La primera gran víctima de este proceso sería naturalmente la fortaleza y la credibilidad del dólar y por extensión el liderazgo económico norteamericano.

Así las cosas, la crisis de la hegemonía norteamericana, iniciada por la concepción arcaica del poder que caracterizó a la Administración Bush, puede terminar consolidándose por vía de la inescapable y superlativa hipoteca de su economía.

Es probable que Washington deba acostumbrarse a convivir en medio de los balances de poder y los imperativos de la multipolaridad. Precisamente las reglas de juego que rigieron al mundo antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos constituía uno de los ocho grandes poderes del planeta. Luego de su exitosa hegemonía, de su fracasado imperio y de su intento actual por retomar su hegemonía, es muy posible que Estados Unidos deba compartir su poder con la Unión Europea, China y algunos otros actores internacionales. De ser así, Obama dejaría de ser el hombre que pudo devolverle al país su hegemonía, para transformarse en el que lo condujo sin traumas hacia su inevitable declive. A fin de cuentas, pocos líderes se encuentran tan bien dotados para manejarse sin mayores sobresaltos dentro de la delgada línea que en estos momentos separa a lo uno de lo otro.