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Por la gracia de Dios

Fuentes: Rebelión

A lo largo de la historia, caudillos y reyes han basado su poder, a falta de otras justificaciones mejores, en el origen divino del mismo. Tal es el caso de nuestros dos últimos jefes de Estado. Bueno, para ser justos, en el caso de Juan Carlos, por partida doble, Dios y Franco. Lo que está […]

A lo largo de la historia, caudillos y reyes han basado su poder, a falta de otras justificaciones mejores, en el origen divino del mismo. Tal es el caso de nuestros dos últimos jefes de Estado. Bueno, para ser justos, en el caso de Juan Carlos, por partida doble, Dios y Franco. Lo que está claro es que monarquía y confesionalidad han ido siempre de la mano.

Y unas de las últimas pruebas de lo dicho lo podemos encontrar en la reciente visita que realizaron el heredero a la jefatura del Estado y su recién estrenada esposa a Wojtyla. Un encuentro entrañable y cordial si lo comparamos con el que días después mantuvo el presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, y en el cual Wojtyla, reprochó en tono duro y enérgico al presidente su política sobre el aborto, los matrimonios gays y la educación religiosa. Un hecho, este último, poco menos que incomprensible. Incomprensible si tenemos en cuenta que los reproches son realizados por la cabeza visible de una determinada confesión religiosa a un presidente de un Estado teóricamente, insisto, teóricamente aconfesional. Incomprensible también si lo vemos desde el prisma de las relaciones entre dos Estados soberanos (hagamos por un momento el esfuerzo de contemplar al Vaticano como un Estado en su más amplio sentido, y no esa pantomima anacrónica surgida de la connivencia con el fascismo de Benito Mussolini). Pocas veces se tiene la oportunidad de ver y oír como un Jefe de Estado le dice al Presidente de Gobierno de otro país que valores deben de impregnar su gestión de gobierno, bueno eso si exceptuamos las entrevistas entre Bush y Aznar.

Pero que nadie se lleve a engaño. No son cosas de la edad. Wojtyla sabe perfectamente lo que dice y por qué lo dice. Nos tenemos que remontar a agosto de 1953, fecha en la que se firmaba en Roma el Concordato entre el Vaticano y la España fascista de Franco. Dicho Concordato, que fue publicado en el BOE con el encabezado de «En nombre de la Santísima Trinidad», fue un gran triunfo de la dictadura. Si los acuerdos con los Estados Unidos fue para el régimen su consolidación, el Concordato fue su justificación. La justificación de la cruzada. Fue un acuerdo satisfactorio para ambas partes. El dictador conseguía para si, entre otras, la vieja prerrogativa reservada a los monarcas de designación de obispos, caminaba bajo palio y ante todo y sobre todo justificaba y daba un toque divino al poder que encarnaba en su persona. Años después designaría un divino sucesor a título de rey. Y a cambio de mirar hacia otro lado, la Iglesia Católica tocó el cielo.

El Concordato de 1953 sigue vigente en la actualidad. Y no lo digo yo. Lo dice el acuerdo de julio de 1976 y los posteriores de enero de 1979, suscritos con el Vaticano, que se refieren al Concordato de 1953 como «el vigente Concordato». Estos acuerdos supusieron el reacomodo definitivo de la confesión católica a los nuevos tiempos que se le avecinaban, al igual que se acomodaron otras rémoras del franquismo.

Es evidente que Wojtyla sabe de qué habla. Pero, ¿qué papel juega en todo esto la Constitución de 1978?. La respuesta a mi entender es simple. Ninguno. Los acuerdos suscritos en 1976 y más concretamente los de 1979 se realizaron de espaldas a la constitución. Ésta introduce el concepto aconfesional (neutralidad del Estado ante el hecho religioso). Término innovador en el derecho comparado de los países de nuestro entorno si tenemos en cuenta que dichos sistemas se decantan entre la confesionalidad o el laicismo que supone la separación total entre Estado y cualquier confesión religiosa. No es casual nuestro híbrido constitucional. Fue la manera de solapar, que no encajar, los acuerdos de 1979 (publicados «misteriosamente» en el BOE días después que la Constitución) en la carta magna. Y todo ello pese al choque frontal que suponen dichos acuerdos con los Artículos 14, 16, 27 de la Constitución y con la la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 a la que la Consti tución señala fidelidad en su Art. 10. Estamos, pues, ante unos acuerdos categóricamente contrarios a la Constitución. Pero el considerar al Vaticano un Estado (algo más que discutible para el caso que nos ocupa) da a estos acuerdos con una confesión religiosa el carácter jurídico de acuerdos internacionales, con el consiguiente sometimiento de la norma constitucional a los mismos.

Vivimos, pues, claramente en un Estado confesional. Los acuerdos de 1979, o, llamando las cosas por su nombre, la ratificación del Concordato de 1953 por los acuerdos de 1979, donde se regulan aspectos jurídicos, económicos y educativos, conforman el marco de privilegio por todos conocido por el que se rige la confesionalidad católica del Estado español hoy por hoy.

Sin entrar a enumerar todos los consabidos privilegios de la confesión católica, que hacen del Estado de todo menos «neutral», hay un aspecto, en mi opinión, más preocupante si cabe. Y es la hiriente confesionalidad del Jefe de un Estado constitucionalmente aconfesional (funerales de Estado, bodorrios reales, ofrendas al Apóstol Santiago……… y un largísimo etc.). Postura incomprensible, si tenemos en cuenta que es un posicionamiento puramente personal de su divina majestad, para nada obligado por concordatos o norma alguna. Es más que evidente que pesan más en él los Principios Fundamentales del Movimiento que juró respetar y que definían a España como un reino tocado de la mano de Dios, que la Constitución que posteriormente abrazó. Y es que viendo sus prerrogativas constitucionales y su actitud, parece decirnos el monarca, como ya dijo su predecesor, que sólo es responsable ante Dios y la Historia. Dicho esto, no es de extrañar, que impunemente, como si de un continuo via je oficial por «las vascongadas» se tratase, su majestad se pase el día levantando su real dedo, poniéndolo delante del Art. 16 de la Constitución.

Situación, ésta, insostenible donde las haya. Insostenible y absurda. Absurda ya que, sin olvidar el objetivo de la definitiva implantación de la libre conciencia que garantiza un Estado laico, no podemos obviar que la solución inmediata a este desaguisado pasa simplemente por la voluntad política de nuestros gobernantes. Algún trasnochado podría añadir: voluntad y valentía. Pero no, es sólo una cuestión de voluntad. En una reciente encuesta a nivel mundial, publicada en el diario El País de 30 de junio, «se dibuja una sociedad española secularizada y tolerante, muy por encima de la media mundial». En el barómetro de mayo del CIS el 78, 5% de los encuestados no creen que la monarquía sea una institución de origen divino y un 55% la ven como algo superado hace tiempo. Por otro lado, es importante indicar otro aspecto. En la exposición de motivos del acuerdo de 1976 se señala la necesidad de ese acuerdo por «el hecho de que la mayoría de la población española profesa la religió n católica». Tenemos que tener en cuenta que la adscripción a la confesionalidad católica no se realiza, a efectos de datos estadísticos, por la libre aceptación a nivel individual de unos preceptos morales y religiosos, si no por algo tan baladí como, que mis padres, nada más nacer, me hubieran hecho socio del Club Deportivo Málaga y de camino dicha decisión individual tuviera eficacia jurídica sobre el resto de la sociedad. Si bien es cierto que una parte importante de la población profesa la religión católica, no es menos cierto que los datos utilizados por la confesión para sus fines son falsos. Es por ello que se impone con urgencia actitudes como las 1.200 apostasías que se presentaron hace unos días en el Obispado de Madrid, por otros tantos ciudadanos, denunciando los privilegios de la Iglesia Católica y negándose a que sus datos sirvan para perpetuar situaciones como esta.

España es hoy una sociedad secularizada, dentro de un Estado confesional. No me hablen pues de pérdida de votos. No hace falta que nuestros gobernantes sean valientes, que no lo son, sino que como ya he dicho, tengan voluntad. La voluntad de que en la próxima visita que realice Zapatero a Wojtyla , antes de empezar a hablar, le ponga sobre la mesa la denuncia unilateral por parte del Estado español de todos los acuerdos firmados con el Vaticano. Juan Carlos dejaría de ser rey, al menos ya no, por la Gracia de Dios.

(*) Rafael Padial Serrano es miembro de la Comisión Ejecutiva de Izquierda Republicana de Andalucía.