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Por qué es necesario un referéndum sobre la monarquía

Fuentes: eldiario.es

La prioridad en el tiempo tiene un peso en el mundo del Derecho que es sobradamente conocida. Es uno de los componentes del principio de seguridad jurídica, que es el eje en torno al cual gira el universo jurídico, ya que, como dejó dicho Montesquieu, la libertad no es más que «la sensación que cada […]

La prioridad en el tiempo tiene un peso en el mundo del Derecho que es sobradamente conocida. Es uno de los componentes del principio de seguridad jurídica, que es el eje en torno al cual gira el universo jurídico, ya que, como dejó dicho Montesquieu, la libertad no es más que «la sensación que cada uno tiene de su propia seguridad». Libertad/Seguridad es el binomio en el que descansa el sistema político y el ordenamiento jurídico de la democracia.

Ahora bien, lo hace de manera distinta en el primero que en el segundo. En el segundo el binomio está, por así decirlo, codificado. Cualquier problema que se plantee en la convivencia en un Estado democráticamente constituido tiene que tener una respuesta en el ordenamiento jurídico, respuesta que puede ser sustantiva o procesal. En esto consiste la SEGURIDAD. Esta es la «ficción» en la que descansa la convivencia pacífica en democracia. Cualquier persona, no necesita siquiera tener la condición de ciudadano, en una sociedad democráticamente constituida encuentra siempre una respuesta jurídicamente definida para cualquiera de las relaciones que establece con otra persona física o jurídica o con cualquiera de las administraciones públicas y, en caso de conflicto, puede hacer valer su pretensión ante un juez, que tiene que darle una respuesta sin poder argumentar para no hacerlo, que no encuentra en el ordenamiento una norma con base en la cual hacerlo. El juez que actuara de esa manera estaría cometiendo el delito de prevaricación.

En esta Seguridad Jurídica se inserta como uno de sus componentes la prioridad en el tiempo. Prior tempore, potior jure, reza el conocido aforismo jurídico.

También el sistema político de la democracia gira en torno al binomio Libertad/Seguridad, pero lo hace de manera distinta. En la POLÍTICA no hay ni puede haber una respuesta predecidida a cualquier problema que se plantee en la convivencia ciudadana. La sociedad individualista en la que descansa la democracia como forma política no es una sociedad presidida por el valor de uso, como había ocurrido en todas las formas de organización de la convivencia anteriores, sino que lo hace en el valor de cambio y es, en consecuencia, una sociedad que está revolucionando permanentemente sus propias condiciones materiales de existencia. Necesita, por tanto, estar adaptándose permanentemente a un cambio incesante que, en determinados momentos, se convierte en vertiginoso. No puede estar predecidido como tiene que enfrentarse a las nuevas circunstancias que ella misma está generando. La sociedad tiene que encontrar permanentemente nuevas respuestas a los problemas nuevos con los que tiene que enfrentarse, si no quiere entrar en un proceso de descomposición. Para eso es para lo que necesita al Estado. El Estado es el instrumento a través del cual la sociedad se adapta al cambio y garantiza o, mejor dicho, intenta garantizar su propia supervivencia.

Como fácilmente puede comprenderse, este es un proceso en el que la Seguridad no puede ocupar la misma posición que ocupa en el mundo del Derecho. En la Política hay un elemento de radical Inseguridad que es insuprimible. La Política debe acabar proporcionando seguridad a la sociedad mediante la creación del Derecho, pero ella misma no dispone de esa seguridad. De ahí la importancia del principio de legitimidad democrática, la importancia de que sean los propios ciudadanos los que, directamente o a través de representantes democráticamente elegidos, decidan políticamente como se va a dar respuesta a cualquiera de los problemas que se planteen y le den a esa respuesta la forma jurídica correspondiente.

El Prior Tempore no tiene cabida en el universo político. Más bien habría que concluir, que debería estar excluido, ya que supone una rémora para el proceso de adaptación al cambio. El pasado no puede encorsetar el presente de tal manera que no sea posible avanzar hacia el futuro. El Prior Tempore es un componente del ordenamiento jurídico, pero no del sistema político de la democracia. Pertenece al mundo del DERECHO, pero no al de la POLITICA.

Y sin embargo, la prioridad en el tiempo juega un papel importante en el sistema político de la democracia. La circunstancia temporal de la incorporación de los distintos elementos integrantes de un sistema político, tiene una importancia extraordinaria en el funcionamiento de dicho sistema. En contra a veces de lo que la propia norma fundacional, la Constitución, expresamente dispone.

Cuando les explico a los alumnos el derecho a transmitir información veraz por cualquier medio de comunicación, reconocido en el art. 20.1,d) CE, les suelo decir que, aunque jurídicamente no exista diferencia significativa entre unos países democráticos y otros en el reconocimiento constitucional de dicho derecho, es, sin embargo, muy distinto el ejercicio del derecho en aquellos países en que la democracia llegó antes que la televisión, que en aquéllos en que la televisión llegó antes que la democracia. En los primeros se ha encontrado una forma razonable para que la información a través de la radio y televisión pública sea objetiva e imparcial. En los segundos, ha sido muy difícil, cuando no imposible, alcanzar ese resultado. España es un ejemplo inequívoco.

Pero hay otro terreno, de mucho más calado, en la medida en que afecta al conjunto del sistema político de nuestra democracia, en la que ese Prior Tempore tiene un peso enorme. Me refiero a la relación entre el principio de legitimación democrática del Estado y el principio monárquico. En la Constitución el principio de legitimidad democrático precede al principio monárquico. El primero está en el artículo 1.2 CE. El segundo, en el artículo 1.3 CE.

En el proceso constituyente que se inicia con la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975 y concluye con la publicación de la Constitución el 29 de diciembre de 1978, sin embargo, el principio monárquico precedió al principio democrático. El Rey Juan Carlos que había accedido al poder tras jurar las Leyes Fundamentales, hizo uso de los poderes exorbitantes que el Jefe del Estado tenía de acuerdo con dichas Leyes Fundamentales, para poner en marcha un proceso que acabaría siendo constituyente y que se traduciría en una Constitución democrática, en la que se invertiría el orden histórico de ambos principios, al mismo tiempo que se cambiaba también la definición del principio monárquico, en el sentido de que por primera vez en nuestra historia constitucional la monarquía dejaba de figurar en el título de la Constitución y pasaba al articulado de la misma y en que dejaba de ser definida como monarquía «Española», para pasar a serlo como monarquía «Parlamentaria». A diferencia de lo que había ocurrido en el pasado, el principio de legitimación democrática del Estado se convertía constitucionalmente en el presupuesto del reconocimiento de la monarquía. El art. 1.2 CE como presupuesto del art. 1. 3 CE.

Jurídicamente esto parece indiscutible y, sin embargo, políticamente no está siendo así. El Prior Tempore, que no está en ningún parte, no dejó de estar presente como trasfondo durante el reinado de Juan Carlos I, pasando a un primer plano en el inicio del reinado de Felipe VI.

La abdicación de Juan Carlos I

Esta precedencia del principio monárquico sobre el democrático se puso de manifiesto en la instrumentación de la Abdicación del Rey Juan Carlos.

En primer lugar, porque se hizo desconociendo la Constitución, que exigía que se hiciera de acuerdo con una Ley Orgánica prevista en el artículo 57.5 CE y que, sin embargo, no se hizo de esta manera, ya que las Cortes Generales no han aprobado dicha ley orgánica, ni parece que vayan a hacerlo.

La Ley Orgánica del artículo 57.5 CE sería sustituida por dos normas, la Ley Orgánica 3/2014, que no regula la abdicación, sino que simplemente se limita a «hacer efectiva la abdicación» de D. Juan Carlos I como Rey. Y otra Ley Orgánica de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que se «escondió» en una Ley sobre medidas de racionalización del sector público, mediante la cual se reguló la posición jurídica del Rey Juan Carlos tras la abdicación.

La primera de estas dos leyes orgánicas no encaja con lo que la Constitución prevé, pero tampoco supone un choque frontal con la misma. Pero la segunda no puede ser aceptada de ninguna manera. Ni por el fondo ni por la forma. Por el fondo, ya que no se puede regular a través de una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial una cuestión que la Constitución reserva a una ley orgánica reguladora de «las abdicaciones y renuncias» (art. 57.5 CE). Es a través de esa ley orgánica y no a través de cualquier otra, como tiene que regularse el status jurídico del Rey tras su abdicación. Y por la forma, ya que no se puede esconder la respuesta a una cuestión de tanto calado constitucional a través de unas enmiendas coladas a prisa y corriendo a una Ley sobre medidas de racionalización del sector público, que ella misma no tiene carácter de Ley Orgánica, aunque sí lo tuvieran los artículos dentro de dicha ley relativo a las consecuencias de la abdicación en el status jurídico del ex Rey Juan Carlos I. «El fraude de Constitución», no de ley, sino de Constitución no pudo ser más claro. La monarquía por delante de la democracia.

Así lo vi en el momento en que se produjo la abdicación y en ese sentido envié un artículo a El País con el título «Fraude de Constitución», artículo que por primera vez en más de veinte años de mi trayectoria en el periódico, no fue publicado.

Pero hay más. La imposición del principio monárquico sobre el democrático no solo se impondría en la instrumentación normativa de la abdicación por las Cortes, sino además en la propia forma en que se materializó la abdicación del Rey Juan Carlos en su hijo el 18 de junio de 2014.

En ese día no hubo una abdicación, sino dos abdicaciones, separadas espacial y temporalmente. Por la mañana se produjo la que podríamos denominar abdicación «militar» y por la tarde se produjo la abdicación «civil» o abdicación tout court.

Por la mañana, en el Palacio de la Zarzuela se produjo la abdicación del «mando supremo de las Fuerzas Armadas», como si se tratara de un asunto exclusivamente familiar en el que las Cortes generales no tienen por qué estar presentes. Es difícil encontrar un ejemplo de mayor desprecio por parte del principio monárquico al principio de legitimación democrática.

Por la tarde Felipe de Borbón y Grecia se presentaría, ya con uniforme militar, ante las Cortes Generales para hacer efectiva la sustitución de su padre como Rey Felipe VI.

El reinado de Felipe VI se iniciaba de manera preocupante, aunque de momento la cosa no fuera a más, ya que en los primeros años de ejercicio de la magistratura su comportamiento ha encajado dentro de los límites propios de la monarquía Parlamentaria.

Hasta el discurso televisado el pasado martes, 4 de octubre, en el que se dirigió directamente, al pueblo español para dar a conocer su posición sobre el proceso hacia la independencia que se está viviendo en Catalunya.

Se trata, sin duda, de una circunstancia de un enorme dramatismo. En mi opinión la más dramática desde la entrada en vigor de la Constitución. Estas son las circunstancias en las que una Constitución se retrata, en las que se pone de manifiesto cuál de los dos principios que están presentes en su forma política, el democrático o el monárquico tiene la primacía. En el que se comprueba si el artículo 1.2 CE se mantiene por delante del artículo 1.3 CE o este último se pone por delante.

La monarquía del discurso de Felipe VI el pasado 4 de octubre no fue la monarquía Parlamentaria de la Constitución, sino la monarquía Española de las Constituciones anteriores a la de 1978. La precedencia histórica de la monarquía sobre la democracia se colaba en nuestro sistema político.

El hecho de que nos encontremos ante una situación excepcional no sólo no justifica dicha inversión entre los principios de legitimidad democrático y monárquico, sino que debe conducir a lo contrario. Cuanto más difíciles son las circunstancias, menos se justifica la intervención de una magistratura hereditaria que carece, por ello, de legitimación democrática. El Rey en la Constitución es un órgano, pero no un poder del Estado, que no puede, en consecuencia, intervenir en el proceso político. Nunca, pero mucho menos cuanto más decisivo sea el momento.

La conducta del Rey Felipe VI no solamente supuso una vulneración de la Constitución y una deslealtad respecto del ejercicio del poder constituyente del pueblo español, que no por casualidad y de manera inadvertida puso el artículo 1.2 CE antes del 1.3 CE, sino que además desnaturalizó con ello la monarquía Parlamentaria regulada en la Constitución.

Lo hizo, además, con un discurso que supuso una ruptura con la neutralidad exigible a cualquier Jefe del Estado en una democracia parlamentaria, tanto en una República como en una monarquía, pero obviamente mucho más en esta última. Ningún Jefe de Estado en Europa con legitimación democrática, es decir, ningún Presidente de una República con la excepción del Presidente de la República Francesa, podría haberse dirigido a los ciudadanos en los términos en que lo hizo el Rey Felipe VI. En una monarquía Parlamentaria tal conducta es sencillamente inimaginable.

¿Cómo es posible que esto haya ocurrido y por qué? ¿Cómo es posible que una conducta tan inequívocamente contraria a lo que es la naturaleza de la monarquía Parlamentaria y tan contraria incluso a la forma en que dicha monarquía está regulada en la Constitución Española se haya producido?

El rey que nunca juró la Constitución

Y la respuesta la encontramos en el Prior Tempore, en la precedencia del principio monárquico al principio democrático en el proceso constituyente de 1975-1978, que se corrigió, como hemos visto en el texto constitucional, pero que se corrigió no sin ambigüedades, entre las que cabe destacar las dos siguientes:

La primera es que el Rey Juan Carlos I, que había jurado las Leyes Fundamentales de Franco, a fin de poder convertirse en sucesor del General Franco en la Jefatura del Estado a título de Rey, no juró nunca la Constitución Española.

El Rey promulgó la Constitución con una fórmula que ya indica cuál es la posición en la que él considera que se encuentra respecto del texto constitucional. Dice así:

«Don Juan Carlos I, Rey de España, a todos los que la presente vieren y entendieren,

Sabed: Que las Cortes han aprobado y el pueblo español ratificado la siguiente Constitución.»

D. Juan Carlos I nunca consideró que su autoridad viniera de la Constitución. Su autoridad era anterior a la Constitución y nunca consideró que debiera considerarse subordinada a ella. Él no recibía su autoridad de la Constitución, sino que era él con su autoridad previa el que la promulgaba, incorporándola de esta manera como norma de cabecera al ordenamiento jurídico. De ahí que no se hiciera nunca una ceremonia de juramento de la Constitución, tras la entrada en vigor de esta última. La ambigüedad de un poder monárquico previo a y autónomo respecto del poder democráticamente constituido ha estado presente desde el momento fundacional del sistema político configurado por la Constitución de 1978. Y de alguna manera no ha dejado de estar presente desde entonces.

Resulta curioso llamar la atención que en las ediciones de las Normas Políticas, publicadas por diversas editoriales y que son los textos con los que se enseña a los alumnos en las Facultades de Derecho, la Constitución se publica sin la fórmula de la promulgación, que únicamente aparece en la publicación oficial de la misma por el BOE. También resulta curioso que la fórmula de la promulgación solo figure en la edición oficial de la Constitución en lengua castellana, pero no en la edición en catalán, euskera o gallego. Parece como si hubiera una voluntad de que todo lo relativo a la monarquía fuera de lo más nebuloso.

La segunda ambigüedad aparece en la formulación del principio de legitimidad democrática del Estado en el artículo 1.2 CE. De acuerdo con la forma consolidada de expresión de dicho principio en el constitucionalismo democrático comparado, el artículo debería haber dicho: «La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan TODOS los poderes del Estado». Es la forma en que el constituyente democrático europeo, que fue un constituyente republicano, ha subrayado que no puede existir en el Estado poder sin legitimación democrática. Ningún órgano del Estado puede ser portador de poder si no emana de pueblo.

En el artículo 1.2 CE, sin embargo, desaparece el TODOS. Emanan «los poderes», pero no todos los poderes del Estado.

Se puede considerar que la omisión carece de importancia, ya que la regulación que se hace en la Constitución de LA CORONA y de los poderes del Estado, deja claro que la Corona es órgano, pero no poder del Estado y no era preciso, en consecuencia, que se hiciera constar así en el Título Preliminar.

Pero no es así. El uso de la expresión «todos los poderes del Estado» era la forma de indicar de manera expresa e inequívoca que el poder constituyente del pueblo español se extendía también a la monarquía. La inclusión del término habría supuesto la supresión de cualquier tipo de ambigüedad respecto de la presencia de un principio monárquico como principio de legitimación del poder. El principio monárquico se proyectaría hacia el interior de la institución monárquica, pero no penetraría de ninguna manera en el sistema político de la democracia.

La exclusión del término «todos» es todo menos inocente. Se trata de una renuncia del poder constituyente a pronunciarse sobre la monarquía, que es lo que ha ocurrido a lo largo de toda nuestra historia, con la excepción obvia de las dos Repúblicas.

Debe ser subrayado, porque es de suma importancia, que la forma de proceder del constituyente de 1978 se asemeja a la del constituyente de 1812.

En Cádiz ha sido en la única ocasión en que en un debate constituyente español se intentó dejar por escrito en el propio texto constitucional que el poder constituyente de la nación podía acabar conduciendo a una forma de gobierno que no fuera la monarquía. Ha sido la única ocasión en que se intentó vincular el hecho de que «la soberanía reside esencialmente en la nación» con «el derecho a adoptar (por la nación) la forma de gobierno que más le convenga». En el Proyecto de la Constitución enviado a las Cortes Constituyentes para su debate y aprobación se contempló esa posibilidad. El artículo 3 del Proyecto decía literalmente: «La soberanía reside esencialmente en la nación y, por lo mismo, le pertenece exclusivamente el derecho a establecer las Leyes Fundamentales, y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga».

En mantener o no la última frase sobre «adoptar la forma de gobierno que más le convenga» se centró el debate sobre dicho artículo, que fue, dicho sea de paso, el momento culminante del debate en las Cortes de Cádiz. Fue el momento de mayor intensidad, en el que participaron todas las primeras figuras del momento.

El debate concluyó con su desaparición en el texto definitivo bajo el argumento capcioso de que «el derecho a adoptar la forma de gobierno» estaba ya incluido en el de «establecer sus Leyes Fundamentales» y era, por lo tanto, redundante.

Nunca más volvió a contemplarse en ninguno de los posteriores procesos constituyentes la posibilidad de que el poder constituyente de la nación pudiera extenderse a la monarquía. La continuidad de la historia constitucional española, desde esta perspectiva, es extraordinaria.

De esta continuidad es de la que debería haberse apartado el constituyente de 1978, que es el único, aparte del constituyente republicano de 1931, que ha hecho descansar la Constitución en el principio de legitimación democrática. El constituyente de 1978 debería haber suprimido todo tipo de ambigüedades respecto de la monarquía y afirmar que su poder también se extendía a ella sin la menor reserva.

No ha sido así y de aquellos polvos, estos lodos. En cuanto el sistema político configurado por la Constitución de 1978 ha entrado en dificultades, el principio monárquico se ha puesto por delante del principio de legitimación democrática, el art. 1.3 CE se ha puesto por delante del art. 1.2 CE. Ocurrió en primer lugar tras las elecciones al Parlamento Europeo, que fue la primera cita electoral en la que se hizo visible la crisis del sistema de partidos que había dominado la vida política desde las elecciones del 15 de junio de 1977. La Abdicación del Rey Juan Carlos en su hijo Felipe de la forma en que la hemos visto fue la respuesta. Acaba de ocurrir en esta semana pasada con el discurso televisado del Rey Felipe VI. La monarquía Española de nuestro constitucionalismo histórico empieza a ocupar el lugar de la monarquía Parlamentaria.

La «vuelta a las andadas» de la monarquía

Dadas las circunstancias en la que nos encontramos, es ilusorio pensar que lo que ha ocurrido en estos últimos años y en especial esta pasada semana no va a volver a ocurrir y que, de ahora en adelante, la monarquía se comportará como una monarquía Parlamentaria adecuada al concepto, como diría Hegel.

En el Derecho Constitucional, a diferencia de lo que ocurre en el Derecho Privado, no es necesaria la repetición reiterada de acontecimientos para que se constituya un precedente. Con una vez basta.

La autonomía de la que ha considerado que disponía el Rey Felipe VI para analizar la situación y adoptar la decisión que considerara pertinente, desconociendo la Constitución, alterando el orden establecido por el constituyente entre el principio de legitimidad democrática del Estado y el principio monárquico, y la desnaturalización que con ello se ha producido de la monarquía Parlamentaria, no son elementos menores.

Después de lo ocurrido esta semana, únicamente podemos ir a peor. Con la trayectoria de la monarquía a lo largo de toda nuestra historia constitucional nadie puede llamarse a engaño. Con Felipe VI la monarquía ha iniciado la «vuelta a las andadas». Y ello no es compatible con un Estado democrático digno de tal nombre.

La sociedad española, si quiere vivir en una sociedad democrática, tiene que afirmar de manera inequívoca su voluntad constituyente sobre la monarquía, tiene que decidir sin ambigüedad de ningún tipo, que «tiene el derecho a adoptar la forma de gobierno que más le convenga».

Y esto únicamente puede hacerse mediante un referéndum, en el que el cuerpo electoral pueda decidir si considera que la monarquía debe continuar formando parte de su forma de gobierno o no. Y en el caso de que optara por mantener la monarquía, definir a continuación con precisión cuál sería su posición dentro del sistema político.

No hay problema más importante ni tarea más urgente.

Fuente: http://www.eldiario.es/zonacritica/necesario-referendum-monarquia_6_695440472.html