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¿Por qué es tan difícil ser de izquierdas?

Fuentes: Rebelión

Y no morir en el intento. Me hago esta pregunta a menudo. Y reconozco que antes, no me ocurría. Porque entendía que ser de izquierdas era un acto de fe. Algo inmutable. Creía ciegamente en que la gente de izquierdas, y yo tenía muy claro quienes eran, podían alterar el rumbo de la historia. Porque […]

Y no morir en el intento. Me hago esta pregunta a menudo. Y reconozco que antes, no me ocurría. Porque entendía que ser de izquierdas era un acto de fe. Algo inmutable. Creía ciegamente en que la gente de izquierdas, y yo tenía muy claro quienes eran, podían alterar el rumbo de la historia. Porque solo ellos estaban ungidos por el don de la revolución permanente. Gente que había nacido con un metabolismo históricamente conformado en la dialéctica constante entre sus deseos y la realidad. Y resolvían perfectamente esa ecuación. Porque se trataba de arreglar el mundo y su destino, derribar los diques de contención del capitalismo, aquel que nos explotaba y que se había adueñado de los medios de producción. Porque había que reconquistar el destino histórico arrebatado a una clase social que estaba llamada a ser la elegida para gobernar la nueva Babilonia. Yo entonces me sostenía fervorosamente y sin grietas interiores. Y sentía que mis ideas eran musculadas y compactas. Tampoco me cuestionaba quién era el sujeto histórico que iba a cambiar el mundo, porque yo mismo era un proletario. Y como yo, muchos de mis compañeros de fábrica. Porque juntos conseguimos alterar, al menos eso creímos, algunas estrategias y circunstancias del momento. Las huelgas fueron nuestra mejor arma.

A aquello lo denominamos los logros del movimiento obrero. Éramos el sujeto histórico. Así que yo no cuestionaba mi fe en el futuro, tampoco dudaba de mis ideas, ni quién tenía que movilizarse y a quién había que enfrentarse. Estaba claro. Solo era cuestión de organizar el siguiente orden de conceptos: comunismo anticapitalista, conciencia revolucionaria, proletariado y partido. Otros, desde el primer capítulo del Manifiesto Comunista de Marx lo habían tenido claro. Y yo, como muchos, creímos que sólo era cuestión de movilizar aquel enorme universo de ideas capaz de conjugar el presente. Pero no solo interpretarlo, también transformarlo. Porque la revolución proletaria estaba a la vuelta de la esquina. Y es que entonces, no cabían ni el desencanto, ni la disidencia y mucho menos la apostasía.

¿Qué le ha pasado a la izquierda después de 1990? Hay algo determinante a lo que la izquierda ha sucumbido, no por falta de proyecto, sino por falta de un nuevo lenguaje con que reconquistar las conciencias. La izquierda ha sido consumida literalmente por el tremendo empuje social y económico neoconservador de los últimos años. Por la satisfacción nihilista que desborda nuestras sociedades. Y es que este postcapitalismo ha desagregado y atomizado a las diferentes clases sociales. Y su eficacísima estrategia cultural para segmentalizar intereses de clase, nacionales, identitarios, de raza y género, ha descalabrado el sistema de análisis de la izquierda clásica.

El capitalismo global, posterior a 1973 ha generado ideas referenciales o arquetipos ideológicos muy consistentes que han reformateado el análisis mundial de todas las magnitudes, sean políticas, sociales o económicas. Pero no sólo han creado nuevos discursos, también se han activado nuevos paradigmas para enfrentar la realidad. Y éstos tienen que ver con los arquetipos vitales, con las formas deductivas de pensar, de interpretar los acontecimientos y de plantear soluciones para transformar los ritmos sociales.

Todo esto está relacionado con la ciencia cognitiva, actualmente en poder de los grupos más ultra conservadores, los cuales se gastan inmensas fortunas en explorar este campo de la dominación cultural y del lenguaje. Hay varias ideas marco, muy trabajadas por la derecha mundial que bloquean todo intento de disidencia. Y es que la ofensiva ideológica de los neoconservadores empezó poniendo contra las cuerdas al marxismo como método de diagnóstico. Luego se revisó la posibilidad de que la historia tuviera un sentido progresivo. A eso se le llamó el Fin de la Historia. Y, finalmente, la contraofensiva actual apunta al descrédito mismo del saber histórico-científico, de la historia como caja de la memoria, del pasado como experiencia. Llegamos así a un nuevo estadio. Al vacío, a la inevitabilidad del presente y del futuro por devenir. Y es que ocurra lo que ocurra, es irremediable que acontezca. Y además que ocurra así y solo así. Si en tiempos la naturaleza fue caprichosa, ahora es selectiva y además, rehén de una inmutabilidad que genera condiciones contra las que no caben disconformidades posibles. Porque si hubo un tiempo ilustrado y racional, que permitió la disidencia porque el destino se abría en un infinito de posibilidades; hoy todo se justifica, se relativiza o se considera inevitable. Hoy todo está cerrado. Atado y bien atado. Porque todo está mediatizado por un nuevo poder teocrático que no admite disidencia. Un poder que entonces tenía rostro, y nombres y apellidos, pero que hoy se ha esfumado. No existe. Porque el poder de hoy es extremo, y por tanto invisible. Es una especie de ojo abstracto e implacable, desprovisto de cuerpo. Porque la soberanía del poder se ha disuelto en múltiples factores irreconocibles. Solo intuimos la perversa latencia de su presencia. Así las cosas, la izquierda tiene enormes dificultades, no para identificar al enemigo, -el marco dialéctico de fondo sigue siendo la relación de dominación entre capital y trabajo, entre centros colonizadores y periferias colonizadas- eso está claro, sino para reformatear nuevas estrategias de lucha. No es fácil. Además, ¿hay alguien ahí capaz de convertirse en el sujeto histórico de cambio? Porque el proletariado clásico ha desaparecido para transformarse en múltiples infraproletariados exterminados en las periferias invisibles de las superproducciones capitalistas. Si además, una amplia base social proletaria clásica, segura y satisfecha, vota a la derecha reforzando sus discursos, no es de extrañar que la izquierda lo tenga difícil para reelaborar su discurso liberador en un momento en que ella misma anda recomponiendo los caminos de la derrota y reelaborando los efectos de su diáspora ideológica. De ahí que se esté produciendo un fenómeno, y el efecto Sarkozy es un ejemplo, que Gustavo Bueno llama la ecualización de las ideologías, según el cual muchos de los programas de acción política de las izquierdas han sido asimilados por la derecha a la vez que aquélla renuncia al ideal revolucionario que traslada su sentido hacia otros ideales menores.

¿Cómo ser de izquierdas en este contexto?, ¿Existe vida para la izquierda más allá de este discurso? Creo que sí. La izquierda más lúcida tiene la obligación histórica de desbloquear el colapso intelectual que actualmente impera en el supermercado de las ideologías desideologizadas. Ya lo dijo Montalbán: doscientos años de cinismo burgués enriquecen la finura de la distorsión practicada por la argumentación de la nueva derecha, que llega a la desfachatez de reprochar a la izquierda tradicional su inutilidad revolucionaria. No es verdad. La izquierda no solo es útil, es imprescindible. La crisis de la izquierda puede ser real, pero no por falta de proyecto, ni por falta de misión. Tal vez la clave está en su lenguaje, en su incapacidad para explicar las grandes verdades del mundo sin que ello rebote en la conciencia satisfecha de la gente, en la incapacidad para comprender los procesos de subjetivación reproducidos en la banalidad de lo cotidiano. Pero ni siquiera esto puede ser un argumento para el inmovilismo. Porque ese quietismo, a veces legitimador del determinismo capitalista, es lo que activa la falta de respuesta social a la situación de desesperanza que caracteriza a la sociedad civil de Occidente, una sociedad que ni siquiera tiene ya en proyecto hacer algo para sobrevivir, que se limita a asumir cotidianamente su existencia nihilista y desprovista de futuro. Es difícil ser de izquierdas, sí; pero la izquierda nació históricamente para ganar la batalla del progreso, y si la izquierda de hoy no sirve, las necesidades humanas la sustituirán por otra. De eso estoy convencido.