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¿Por qué los estadounidenses apoyan la guerra?

Fuentes: Boston Globe/Commondreams

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

La guerra en Irak va de mal en peor. La semana pasada murieron cientos de iraquíes y dos docenas de soldados de EE.UU. Las elecciones planeadas para enero parecen llevar más a la guerra civil que a la guerra. Los secuestros se han convertido en un arma del terror en el terreno, equiparándose al terror de los ataques aéreos de EE.UU. Una ofensiva de «retoma» de EE.UU. amenaza con escalar infinitamente la violencia. El secretario general de Naciones Unidos declaró ilegal la guerra de EE.. UU.

En Estados Unidos, un electorado intranquilo se mantiene alejado de todo esto. Los sondeos muestran que la mayoría de los estadounidenses mantienen su fe en el manejo de la guerra por la administración Bush, mientras que otros reciben las noticias de los desastres con más resignación que con una oposición apasionada. Ante el creciente horror del mundo, Estados Unidos de Norteamérica realiza implacablemente la destrucción sistemática de una nación pequeña, que no lo amenazaba, sin buenos motivos para hacerlo. ¿Por qué no ha captado esto la conciencia de este país?

La respuesta se encuentra más allá de Bush, en la historia que dura 60 años de una disposición accidental a destruir la tierra, un legado que nosotros los estadounidenses todavía tenemos que ponderar. Los bombardeos terroristas punitivos que marcaron el fin de la II Guerra Mundial apenas nos impresionaron. Después aceptamos pasivamente la adopción demencial por nuestro gobierno de las armas termonucleares. Aunque demonizábamos a nuestro enemigo soviético, apenas nos dimos cuenta que casi cada escalada importante en la carrera armamentista fue iniciada por nuestro lado – una carrera que se seguiría desarrollando si Mikhail Gorbachev no hubiese renunciado a ella.

En 1968, elegimos a Richard Nixon para terminar la guerra en Vietnam, y luego aprobamos despreocupadamente cuando permitió que continuara durante años. Cuando Ronald Reagan hizo un chiste sobre el arrasamiento de Moscú, juntamos un millón para exigir una «suspensión total», pero luego aceptamos la promesa de «reducción», y tampoco nos molestamos cuando rompimos esa promesa.

No nos pareció extraño cuando la reacción inmediata de EE.UU. ante la caída no-violenta del Muro de Berlín fue la invasión de Panamá. Celebramos sin crítica la primera Guerra del Golfo, a pesar de que la demostración del poder descontrolado de EE.UU. condujo a que Irán y Corea del Norte redoblaran los esfuerzos por producir un arma nuclear, mientras provocaba la yihad de Osama bin Laden. La administración Clinton manifestó públicamente la permanencia de las armas nucleares estadounidenses como una «cerca» contra temores no-identificados, y lo aceptamos. Nos encogimos de hombros cuando el Senado de EE.UU. se negó a ratificar el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (TPCEN), con resultados predecibles en India y Pakistán. Aceptamos la expansión de la OTAN, la abrogación del Tratado de Misiles Antibalísticos, la adopción de la Defensa Nacional de Misiles, todas medidas que inevitablemente impulsaron a otros hacia la escalada defensiva.

La política bélica de George W. Bush – «guerras preventivas», unilateralismo, desdén hacia Ginebra – rompe con la tradición, pero no hay nada nuevo en la negativa de la población de EE.UU. de confrontar lo que se hace en nuestro nombre. Es una triste y antigua historia. Nos deja mal equipados para enfrentar una guerra inútil, ilegal. La guerra de Bush en Irak, en realidad, es sólo el más reciente acto en una cadena de actos irresponsables de un gobierno guerrero, que nos retrotrae al bombardeo incendiario de Tokio. En comparación con ese acto, el fuego en esta semana de nuestros helicópteros artillados contra las ciudades en Irak es algo benigno. ¿Es el motivo por el que no nos afecta?

Algo profundamente vergonzoso se ha apoderado de nosotros. Alimentamos cuidadosamente un espíritu de indiferencia hacia las guerras por las que pagamos. Pero eso significa que nos rodeamos de una fría indiferencia hacia los sufrimientos innecesarios de otros – incluso cuando los causamos. No miramos directamente hacia estos acontecimientos porque la culpa resultante violaría nuestra idea de que somos gente tan agradable. Si no queremos nada malo, ¿cómo podríamos infligir tanto daño?

En esta temporada política, el tema trascendental de la muerte auspiciada por EE.UU. se encuentra a un centímetro bajo la superficie, no está tan oculto – y convierte la elección en un asunto de importancia sustancial- George W. Bush está orgulloso de la vergonzosa historia que ha paralizado la conciencia nacional respecto a la guerra. No la reconoce por lo que es – una Tragedia Estadounidense. La tragedia estadounidense. John Kerry, al contrario, se adapta a la complejidad ética de su narrativa bélica. Lo vemos reflejado en la complejidad no sólo de sus respuestas, sino de su carácter – y no sorprende a nadie que desconcierte a la gente. El problema de Kerry, que no ha resuelto hasta ahora, es cómo decirnos lo que no podemos soportar sobre nosotros mismos. Cómo decirnos la verdad sobre nuestra inmensa dilapidación moral. La verdad sobre lo que estamos haciendo hoy en Irak.

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El libro más reciente de James Carroll es «Crusade: Chronicles of an Unjust War.»

© Copyright 2004 Globe Newspaper Company.

http://www.commondreams.org/views04/0921-01.htm