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Por qué los liberales separan raza de clase

Fuentes: Viento Sur / Jacobin Magazine

La tendencia a aislar disparidades raciales de desigualdad económica tiene una larga tradición liberal.

Después de interrumpir a Bernie Sanders -obligándolo a terminar su discurso- en un mitin en Seattle por la Seguridad Social, el Medicare y el Medicaid, Marissa Johnson, activista de Black Lives Matter, declaró a Tamron Hall de MSNBC, que había actuado motivada por el deseo de exigirle responsabilidad a los candidatos liberales/1.

Esto es más que comprensible. Pese a despertar muchas expectativas entre los progresistas, el presidente Obama ha seguido librando una oscura «guerra contra el terrorismo», socavando la enseñanza pública con la promoción de las escuelas concertadas (charterschools), y renegando de sus promesas al movimiento obrero organizado de que promulgaría la Ley de libre elección de los empleados (Employee Free Choice Act, EFCA) y al público estadounidense de que establecería un sistema sanitario verdaderamente universal.

Estos antecedentes han subrayado la importancia de exigir que los supuestos liberales se hagan responsables de sus palabras -incluso para alguien tan joven como Johnson, cuyo despertar político progresista data tan solo de la fecha del asesinato de Trayvon Martin, cometido en 2012 por el vigilante y sociópata George Zimmerman.

Por tanto, en determinado nivel, las reservas expresadas por Johnson con respecto a Sanders y al gobernador Martin O’Malley (ni una palabra sobre Clinton) podrían ser consideradas como alentadoras, incluso cuando su decisión de renegar del mitin de Sanders se ubica entre la arrogancia (ella no representa a ningún electorado en cuyo nombre pueda hablar) y la equivocación política, pues al fin y al cabo muchas vidas de negros, entre otras las de mis dos abuelas, se han beneficiado enormemente de la Seguridad Social, Medicare y Medicaid por décadas.

Si pudiéramos atribuir los actos de Johnson en Seattle a la soberbia juvenil, resultaría fácil dejar caer el incidente en el olvido. Sin embargo, más adelante en la entrevista con MSNBC, Johnson expuso una perspectiva problemática que se ha extendido entre los activistas, los políticos y expertos del movimiento Black Lives Matter.

Johnson calificó la perspectiva de Sanders de «básicamente reduccionista de clase».Y añadió: «[Sanders] en realidad no ha elaborado nunca un análisis sólido sobre la existencia del racismo y el supremacismo blanco, algo que está separado de los problemas económicos que experimenta todo el mundo.»

La organización transversal de Black Lives Matter abarca una diversidad de perspectivas entre participantes y sectores. Sin embargo, la crítica subyacente a las recientes protestas de Black Lives Matter contra Sanders es que los liberales blancos han reducido durante mucho tiempo el racismo a una cuestión de desigualdad de clase a fin de desviar la atención de las disparidades raciales. Esto no es malo en sí, pero la manera de formularlo -que en última instancia concibe la raza como algo inmutable y permanente y no como el producto de determinadas relaciones económicas, históricas y políticas- socava tanto la causa de la desigualdad racial en general como la lucha por un trato equitativo en el sistema judicial penal en particular. En efecto, es más probable que Sanders establezca un vínculo entre la desigualdad económica en general y las diferencias raciales en el empleo, la vivienda, la riqueza y el encarcelamiento que lo haga el presidente Carter, los Clinton o incluso Obama.

No obstante, los liberales tienden realmente a separar las disparidades raciales de la desigualdad económica desde antes de que nacieran Marissa Johnson, los fundadores de Black Lives Matter e incluso el autor de estas líneas. Por ejemplo, el libro The Negro Family: The Case for National Action («La familia negra: en defensa de una acción pública»), de Daniel Patrick Moynihan, identificó la causa primordial de las elevadas tasas de pobreza y de desempleo entre los negros (que duplicaban más o menos las de los blancos) en lo que algunos llamarían hoy racismo sistémico.

De acuerdo con Moynihan, sin embargo, «el virus racista que… nos aflige a todos» puso en marcha un círculo vicioso de pobreza y dependencia que impide que ni las oportunidades económicas ni las políticas antidiscriminatorias por sí solas permitan superar la diferencia de rentas y de empleo entre negros y blancos.

A finales de la década de 1980, la visión distópica de Moynihan -que suponía que la pobreza de los afroamericanos había adquirido vida propia y se había vuelto casi totalmente resistente a toda intervención económica-se había convertido en ortodoxia liberal.

Mientras que liberales centristas como los presidentes Clinton y Obama han impulsado debates sobre la raza y han estado dispuestos a admitir que el racismo puede socavar las posibilidades de los negros y los latinos, es más probable que atribuyan la pobreza y desigualdad a los hábitos, las actitudes y la cultura de los pobres que no a los efectos desastrosos de las políticas laborales o siquiera a la salud de un determinado sector de la economía.

Así, Sanders es más propenso a establecer un vínculo entre el racismo y la explotación de clase que no el presidente demócrata actual u otros candidatos presidenciales, pero no porque sea un liberal como los liberales centristas Carter, los Clinton u Obama­, sino porque es, de acuerdo con los criterios actuales, un izquierdista. Situar el izquierdismo de Sanders en el marco histórico adecuado es fundamental para comprender la miopía que caracteriza a las críticas que formulan algunos activistas de Black Lives Matter. El programa de Sanders -Medicare para todos, salario digno, derecho a la negociación colectiva, política laboral justa, enseñanza superior pública gratuita, etc.- suena mucho menos a dictadura del proletariado que el liberalismo sindical del New Deal. Y es la política hacia los negros de la era del New Deal y lo que siguió lo que demuestra precisamente el problema fundamental que encierra la tendencia de algunos activistas como Johnson a plantear la cuestión de la raza al margen de la desigualdad de clase.

Muchos activistas contemporáneos, hablando en general, se apresuran a rechazar como un tic racista toda pretensión de contemplar las disparidades raciales a través de la lente de la desigualdad de clase, pero en las décadas de 1930y 1940 los principales líderes afroamericanos del movimiento por los derechos civiles-entre ellos Lester Granger, de la National Urban League; Walter White, de la NAACP; John P. Davis, del National Negro Congress, y por supuesto A. Philip Randolph, de Brotherhood of Sleeping Car Porters (BSCP)-solían alegar que precisamente por el hecho de que la mayoría de los negros eran de clase obrera, la igualdad racial solamente podría conseguirse mediante una combinación de políticas antidiscriminatorias y políticas económicas socialistas.

Sin embargo, en los años 50, el anticomunismo de la guerra fría relegó toda política de derechos civiles con criterios de clase, dando pie a análisis del racismo que separaba los prejuicios raciales de la explotación económica, del motivo fundamental del esclavismo y de Jim Crow. En efecto, era la época en que el racismo se convirtió en una aflicción psicológica y dejó de ser un producto de la política económica. En cambio, cuando cedió el macartismo a finales de la década de 1950, los principales líderes negros de derechos civiles volvieron a identificar las oportunidades económicas para todos-empleos con salarios dignos y políticas socialistas-como factores esenciales para la igualdad racial.

Los organizadores negros de la Marcha sobre Washington por el Empleo y la Libertad de 1963 (es significativo que «empleo y libertad» ya no se incluyan en las reflexiones colectivas de la marcha), Randolph y BayardRustin-ambos socialistas-, fueron muy claros al respecto. Randolph-quien más de veinte años antes utilizó la amenaza de una marcha sobre la capital de la nación para obtener del presidente Franklin D. Roosevelt la constitución del Comité de Prácticas Laborales Equitativas, un consejo creado para combatir la discriminación en el puesto de trabajo- nunca ocultó su apoyo a una Ley de Prácticas Laborales Equitativas o lo que finalmente pasó a denominarse «discriminación positiva».

De todos modos, aunque a Randolph le preocupaban las disparidades en el desempleo y el salario, declaró expresamente que las medidas antidiscriminatorias por sí solas no contribuirían mucho a la reducción de la pobreza y del paro de los negros, que según él tenían menos que ver con el racismo o la discriminación (que sin duda seguían bien vivos en 1963) que con la automatización, la mecanización y la desindustrialización. Cabe preguntarse si aquellos que piensan que Sanders se mereció lo que le ocurrió en NetrootsNationy en Seattle calificarían hoy a Randolph (Negro American Labor Council), junto con Rustin, Whitney Young (NationalUrban League), Roy Wilkins (NAACP), John Lewis (SNCC), James Farmer (CORE), y Martin Luther King (SCLC) de vulgares reduccionistas de clase.

De ahí que las reivindicaciones de la Marcha sobre Washington no solo incluyeran medidas antidiscriminatorias, sino también una economía de pleno empleo, planes de empleo y un aumento del salario mínimo. Randolph y Rustin se aliarían con el economista Leon Keyserling para redactar la Ley de presupuestos de libertad para todos (Freedom Budget ForAll) de 1966, por la que se lanzó un plan de medidas sociales para abordar el problema de la pobreza de los negros atacándolo en su raíz: la erosión de los puestos de trabajo bien pagados para trabajadores poco cualificados, que antaño había facilitado el acceso de trabajadores blancos a la clase media. Está claro que los estadounidenses negros no pudieron recoger los frutos de aquellos puestos de trabajo en pie de igualdad con los blancos entre 1940 y 1953 y que el racismo tuvo mucho que ver con esto,pero no hay que olvidar que aquel periodo conoció la mayor expansión del crecimiento económico -con una reducción sustancial de las diferencias de ingresos y de empleo entre las razas-que jamás habían visto los afroamericanos.

Ni que decir tiene que aquellos puestos de trabajo bien pagados para trabajadores poco cualificados no empezaron a desaparecer a partir de 1954 a causa del racismo, sino, como argumentaron Randolph y otros, debido a la desindustrialización. Incluso durante los debates en torno a la discriminación positiva a comienzos de la década de 1960, los principales dirigentes negros afirmaban claramente que con las medidas antidiscriminatorias por sí solas no habría suficiente. La mayoría de ellos habían apoyado al principio la proposición de ley contra la discriminación presentada por el senador Hubert Humphrey, que se combinó con un amplio programa de creación de empleo. Esto, sin embargo, se consideró demasiado ambicioso y fue sustituido por el Título VII de la Ley de derechos civiles de 1964.

A partir de la presidencia de Richard Nixon, la idea de que el racismo está inextricablemente asociado a la explotación económica comenzó a caer lentamente en el olvido, tanto a causa del giro conservador de la política de EE.UU. en general como debido a la limitación de la ideología del Poder Negro, que irónicamente se combinó con el giro conservador. La creciente aceptación del punto de vista de que el racismo no tiene nada que ver con la desigualdad económica y la explotación capitalista dio pie a la ideología de la subclase y en última instancia a la paradoja de la presidencia de Clinton, quien pese a su popularidad entre los votantes negros, hizo bastante por mermar el bienestar material de muchos de ellos.

El tratado NAFTA (salvo en la construcción, los negros están sobrerrepresentados entre los sindicalistas, y los sindicalistas están sobrerrepresentados en la clase media negra), la Ley ómnibus de control de la delincuencia, la Ley de responsabilidad personal y oportunidades de trabajo y HOPE VI (la iniciativa federal de viviendas para los pobres que acabó con las viviendas públicas a favor de proyectos privados para hogares de «ingresos mixtos» yque terminó desplazando a los residentes pobres), todas estas medidas tuvieron un efecto particularmente negativo para los negros porque iban en contra de los pobres y los trabajadores. No obstante, a pesar de que estas políticas perjudicaron más a los afroamericanos que a otros grupos raciales, Bill Clinton era y sigue siendo muy popular entre los negros porque acudía a iglesias afroamericanas y tenía amigos negros. Esta paradoja solo es posible si se concibe el racismo y la marginalidad económica como dos cosas separadas, la visión defendida por Marissa Johnson y un montón de sectores progresistas, desde Salon hasta la MSNBC.

En este sentido, la «Race to the Top» del presidente Obama y la guerra del alcalde Rahm Emanuel contra el sindicato de maestros de Chicago han tenido un efecto especialmente negativo en la clase media afroamericana, pues los maestros constituyen una parte sustancial de la clase media negra. Y puesto que cabe decir lo mismo de los empleados del sector público en general, cualquier político que proponga una reducción del sector público, como el gobernador Scott Walker, está perjudicando a la clase media negra y a la clase trabajadora negra. Por tanto, Sanders no es más reduccionista de clase que los dirigentes negros del moderno movimiento por los derechos civiles. Y, francamente, él y otros que proponen contemplar las disparidades raciales a través del prisma de la guerra de clases neoliberal son a menudo menos culpables de desviacionismo que quienes piensan que el racismo y la explotación de clase se sitúan en terrenos diferentes.

Al separar el problema de la brutalidad policial de la economía política, muchos activistas -como, irónicamente, el enfoque liberal frente al izquierdista de la desigualdad racial- no solo han restado posibilidades a la forja de alianzas políticas más amplias y tal vez a algunas victorias significativas, sino que también pasa por alto el mismo aspecto crucial de la brutalidad policial que el que dejan de lado los liberales y los conservadores por igual. Poco después del asesinato de Michael Brown a manos del agente Darren Wilson, el tertuliano radiofónico conservador Michael Medved puso en duda la justificación de las manifestaciones de protesta en Ferguson con el argumento de que la mayoría de víctimas de la brutalidad policial son blancas, por mucho que las negras estén sobrerrepresentadas. Desde el punto de vista de Medved, los negros indignados y los blancos liberales culpables han exagerado la omnipresencia de las malas artes policiales, desviando la atención del problema real a que se enfrentan los afroamericanos: el llamado crimen de negros contra negros.

Aunque la mayoría de las personas asesinadas por la policía son efectivamente blancas, las afirmaciones de Medved se inspiraban en una estrecha visión racial que no solo tergiversaba los temas, sino que también hacía gala de un desprecio por la economía política, similar al que han mostrado algunos activistas de Black Lives Matter a la hora de referirse a la brutalidad policial. Concretamente, hay muchos casos notorios en que las víctimas de la brutalidad policial o incluso de malas prácticas judiciales han sido blancas, y por supuesto, estas víctimas blancas son en gran medida pobres y de clase trabajadora. Entre los ejemplos cabe citar los casos de James Boyd, un vagabundo blanco desarmado, asesinado por la policía de Albuquerque el pasado mes de marzo; Ryan Keith Bolinger, un licenciado universitario blanco desarmado, acribillado por la policía en Des Moines en junio; Damien Echols, Jessie Misskelley y Jason Baldwin -adolescentes que residían en un recinto de caravanas, llamamos los «West Memphis Three»-que fueron condenados con pruebas falsas de cometer una serie de horrendos asesinatos, hasta que finalmente fueron puestos en libertad en 2011 después de cumplir más de 18 años de condena en prisión.

Mientras que las víctimas negras de la brutalidad policial cubren, por supuesto, toda la gama de clases, la realidad es que las víctimas afroamericanas de los excesos policiales son pobres y de clase trabajadora en número desproporcionado. Según algunos críticos de Sanders, la tragedia de Sandra Bland demuestra claramente que la raza no puede reducirse a la clase. Como señaló Joy Reid, de Thegrio.com, en una intervención del 21 de julio en el programa «The Ed Show» de la MSNBC, «tener un empleo bien pagado… en Texas no evitó [que Sandra Bland] encontrara la muerte». Reid -al igual que los invitados Michael Eric Dyson, profesor de la Universidad de Georgetown, y la ex senadora estatal de Ohio Nina Turner, amiga de los Clinton- pusieron en tela de juicio que la insistencia de O’Malley y Sanders en la desigualdad económica fuera relevante para los estadounidenses negros.

Aunque no se puede negar que el hecho de tener un empleo no blindó a Bland contra la mala práctica policial, el abuso de poder e incluso la negligencia por parte de los funcionarios de prisiones, conviene tener en cuenta al respecto que la finalidad de la raza en su origen y su función actual consistía y consiste en denotar la condición socioeconómica y el valor de una persona como trabajadora. Desde el principio, el calificativo de «negro» y después de «persona de color» era básicamente una manera abreviada de designar a trabajadores sobre explotados que, en el segundo tercio del siglo XIX se consideraba que tenían rasgos distintivos innatos que hacían que fueran especialmente idóneos para llevar a cabo «trabajos pesados». El ejemplo más claro era el del trabajo esclavo. Finalmente, y esto incluye la actualidad, esos supuestos rasgos eran también los que hacían que los afroamericanos estuvieran especialmente «cualificados» para el desempleo masivo y el encarcelamiento. Para la gente que podemos calificar de racista, «negro» y «afroamericano» significan hoy, pese al cambio de nomenclatura, lo mismo que «pobre» y/o «mal trabajador». Así, incluso en la mente del racista medio, la raza y la clase están inextricablemente unidas.

Una consecuencia de esta realidad es que al margen de los méritos individuales de las personas negras -y esta es una de las cosas que hacen que el caso Bland parezca especialmente trágico-, los y las afroamericanas son tratadas a menudo por empleados «menos que ilustrados» del sistema judicial, empresarios, supervisores, administradores escolares, etc., en gran medida del mismo modo que el trato que reciben los blancos pobres: sospechosos moral e intelectualmente y potencialmente peligrosos. Si únicamente contemplamos los excesos y fallos del sistema judicial a través del cristal de la raza, entonces las víctimas de la brutalidad policial y las malas prácticas judiciales suelen ser únicamente negras o latinas. En cambio, si se entiende que la raza y la clase están inextricablemente unidas, entonces las víctimas de la brutalidad policial no son simplemente negras o latinas (los latinos superan en número a los negros en las prisiones federales, por cierto), sino que pertenecen a sectores que carecen de todo poder e influencia política, económica y social.

Desde este punto de vista, la visión expresada por Johnson y otros yerra el tiro y cae en la misma trampa que irónicamente han ofrecido los liberales a un sector de acreditados líderes negros durante décadas: la oportunidad de mejorar dentro de un marco político y económico basado en el mercado que tacha las demandas de justicia social y económica para todos y todas (incluida la mayoría de personas negras) de socialistas, comunistas, antiamericanas o incluso de reduccionistas de clase.

Nota:

1: En EE.UU., el calificativo de «liberal» se aplica a la corriente política que en Europa está representada por la socialdemocracia.

Fuente original del artículo en inglés: https://www.jacobinmag.com/2015/08/bernie-sanders-black-lives-matter-civil-rights-movement/
Traducción: VIENTO SUR – Edición para Rebelión: Silvia Arana
Fuente del artículo en español: http://www.vientosur.info/spip.php?article10441