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Testimonio de una inmigrante indocumentada

Post frontera (XI)

Fuentes: Rebelión

País de llegada: La convivencia – Cuarta parte Me dediqué a anotar en un cuaderno todo lo que mi hermana iba gastando en mi comida, zapatos y vestimenta. Sé lo que cuesta ganarse el dinero y no iba a estar de mantenida aunque ella nunca me cobró, yo comencé a pagarle en módicas cantidades cuando […]


País de llegada: La convivencia – Cuarta parte

Me dediqué a anotar en un cuaderno todo lo que mi hermana iba gastando en mi comida, zapatos y vestimenta. Sé lo que cuesta ganarse el dinero y no iba a estar de mantenida aunque ella nunca me cobró, yo comencé a pagarle en módicas cantidades cuando comencé a trabajar. Me decía que era una orgullosa y yo por el contrario le decía que no era orgullo, que se llamaba conciencia. Pero, ¿y lo moral? ¿La ayuda moral con qué se paga? Con nada. Una queda en deuda toda la vida.

¿Con qué le pago yo a mi hermana las noches de desvelo cuidando mi sueño? ¿Las madrugadas abrazándome cuando despertaba sudando y gritando debido a las pesadillas causadas por los recuerdos de frontera? ¿Cómo le pago los tres meses que pasó con una pinza de hospital sacando de mi cuerpo los aguijones de cactus que dejó el desierto? Dejar que me enrollara en su regazo para sentir su calor, mi necedad de buscar su pie en las noches para no sentirme sola. Mis estados de ánimo cambiantes, mi incomunicación, mi furia, mi cólera, mi eterna pelea con la vida, ¿cómo le pago yo su paciencia? Hay situaciones que tienen un código moral que es indescifrable, quien lo capta sabe que se llama gratitud. Lastimosamente es tan obvio que pasa desapercibido para la mayoría.

 

También en un cuaderno anoté lo que ella prestó para mi traslado desde Guatemala hasta Estados Unidos. Ella me había prestado dinero para dar de enganche para que comprara un automóvil en Guatemala, cuando emigré ya lo había terminado de pagar y en lugar de venderlo y dejar el dinero en una cuenta bancaria decidí dejarlo para el uso de la familia, mi madre pensó diferente y al tercer día de haber migrado lo vendió por la mitad del precio que yo había pagado. Por supuesto el dinero no fue a ninguna cuenta bancaria, resulta que fue parte del rezo que nos sabemos de memoria quienes estamos fuera del país: «es que tuve que venderlo porque tuvimos una emergencia familiar.» Nos ha sucedido a la mayoría y quien lo niegue es porque le tiene miedo al qué dirán.

 

¿Qué hubiera sucedido si la deportación llegaba en el intento de cruzar la frontera? Mi madre no quería nada mío en su casa, y esa acción fue como decírmelo de viva voz y así poco a poco fueron desapareciendo del calor de hogar las pocas prendas que quedaron mías. Mi hermana me dijo que como el carro no lo había vendido yo que no le pagara lo que me prestó para engancharlo pero no me pudo convencer y también le cancelé la deuda. Era lo justo. Con la venta del automóvil y no porque uno le tenga valor a las cosas materiales sino por lo injusto de que alguien toque lo que no es suyo y con esto dar golpes certeros, significantes en el alma de las personas, en el país de llegada se crearon otras heridas a distancia, mismas que ha vivido la mayoría. Son flechazos envenenados y en lugar que la añoranza acerque, la desesperanza separa.

Esta serie capitular Post frontera, es mi historia y tengo derecho a contarla, estoy intentando hacerlo con sumo cuidado pero con honestidad porque no soy una persona de medias tintas, pero tampoco busco con esto herir a mi familia, ellos no se pueden defender públicamente, la que escribe en un blog soy yo, ellos son seres anónimos y también tendrán su versión de los hechos, y sus razones y sus excusas. Sus miedos y los infiernos que todos tenemos. Yo aquí estoy contando las míos; como hija, hermana, mamá de crianza y migrante indocumentada. En ningún papel de mártir, ni de victima, pero hay que tener el valor de bajar la carga que encorva la espalda y seca el alma. Hay que aprender a soltar y a dejar ir…

También como hija, hermana y mamá de crianza indudablemente he fallado, y cuando me he enterado afronto las consecuencias, como mujercita que soy. -Bueno, como sol y luna que soy-.

 

Mi hermana durante cinco años se mostró como un roble, como un muro, era el bastión, la fortaleza que nunca lloró frente a mí, nunca se quebró y demostró como mejor pudo que era la mayor de las dos y la más cuerda. Nunca renegó de nuestra situación cosa que yo hacía todos los días: ¿cómo es posible que nos discriminen tanto por no hablar el idioma, por nuestro color de piel, por ser latinoamericanas? ¿Cómo es posible que no paguen un salario justo si hacemos el trabajo bien? ¿Cómo es posible que no podamos ir a un hospital porque de ahí mismo nos deportan? ¿Por qué la policía es tan racista? ¿Por qué la gente sigue aquí si este sistema es una mierda? Mi hermana contestada tranquila y firme: ellos no nos mandaron a traer, nosotros estamos aquí porque queremos.

 

Cuando comencé a trabajar mi hermana me pedía el sueldo y se lo entregué completo durante tres meses, pero me sentía incómoda para mí eso no era normal yo había crecido administrando los pocos centavos que ganaba desde niña. Para mi hermana sí lo era porque eso hacía ella con mi mamá, le entregaba el cheque completo. Y así mismo le toca a muchos que llegan a dar a casa de familiares cercanos: hermanos, padres, hijos, conyugues. De entrada hay que entregar el cheque completo, ahí descuestan alquiler, comida, luz, agua, teléfono y hasta gasolina por si los llevan a trabajar. Lo que sobra va quedando como abono a la deuda del traslado de país, que uno tarda años en pagar.

 

Con mi hermana sucedía que lo agarraba para ayudar a pagar el alquiler de apartamento y para enviar a mis papás para el estudio de los cumes. Fue una batalla campal cuando me revelé y decidí no darle más el cheque completo, las discusiones aumentaron y en algunas ocasiones sucedió lo que nunca en nuestra infancia, nos tiramos los platos y los cubiertos en la cara. Durante el día discutíamos pero en la noche yo no podía dormir si no sentía sus pies junto a los míos, y todo enojo se borraba cuando yo despertaba en la madrugada gritando y llorando, tratando de escapar de alguna de las tantas pesadillas que me persiguieron durante años.

 

Soy la única hija que ha encarado a mis papás, desde niña. Con preguntas como, ¿por qué tenemos que trabajar si se supone que ustedes deben proveernos de techo y comida? ¿Por qué tenemos que cuidar a los cumes cuando los otros niños de mi cuadra están jugando? ¿Por qué no podemos dormir más de tres horas del día o descansar una tarde? ¿Por qué tenemos que ser nosotras las que nos paguemos la comida, el calzado, la escuela y también la de los cumes? ¿Para qué tenemos entonces papás? Las respuestas a mis preguntas siempre fueron con chicote, ya estaba acostumbrada pero nunca dejé de preguntar.

 

Porque en la casa no había dinero para una libra de frijol pero sí para una botella de agua ardiente. No había para una libra de azúcar pero sí para invitar a almorzar a los amigos adinerados de mi papá, comida que los niños no alcanzábamos porque la carne era para la visita, entonces nosotros freíamos tortillas en aceite y eso comíamos mientras les servíamos los platos llenos de carne a los adinerados que nunca pusieron ni para un vaso de agua, solo llegaban a robarnos lo que no teníamos y a emborracharse a costillas del criado que siempre fue mi papá para ellos. Mi padre morirá diciendo que fueron amigos, ellos estoy segura que ni lo recuerdan.

 

Cuando llegué a Estados Unidos tenía la deuda de travesía y una obligación moral con mis padres que me fue impuesta de la misma forma en que se la impusieron a ellos sus padres y a mis abuelos mis bisabuelos, esos patrones de crianza tan esclavizadores. Hermanos criando hermanos…

 

Pude hacer lo que muchos que cuando emigran se olvidan de su familia y cortan toda comunicación y están en su derecho y muchas veces es lo mejor y lo más saludable. Pero contra mi voluntad porque ya estaba cansada de haber trabajado desde niña y no haber vivido ni mi infancia, adolescencia, ni la primera edad adulta, opté por dar el último empujón a mis hermanos aunque siempre supe en mi corazón que cada gota de sudor dejada en el trabajo de los mil oficios no sería valorada ni por un segundo. No lo hice por lazo de sangre, ni por amor de mamá de crianza, lo hice por hermandad de humanidad, porque no quería ni por un segundo que ellos vivieran las humillaciones que vivimos mi hermana mayor y yo cuando vendíamos helados, tan invisibles que nadie sabía nuestros nombres, como le sucede a todos los vendedores ambulantes del mundo entero, son lo que venden: el lechero, el carbonero, la costurera, el carnicero… Nosotras fuimos las heladeras. Cuento esto así no porque quiera echar en cara el esfuerzo, sino porque la misma experiencia que yo escribo la han vivido millones en el silencio del abandono que da vivir siendo constantemente discriminado en un país extraño en el que no se existe por no tener un documento que ampare la estadía legal.

 

A como fueron empeorando las cosas en nuestra convivencia así se fueron abriendo las puertas porque nos atrevíamos a herirnos, a gritarnos de todo, a acusarnos, a sacar todo el rencor que teníamos, ella porque yo no me pasaba en la casa en mi tiempo libre y yo porque nunca me hicieron parte de la familia. Una cosita mínima nos hacía sacar chispas. Ella me acusaba de egoísta y yo de mosquita muerta, ella de engreída y yo de sumisa, ella de abusiva y yo de mártir. Así durante años hasta que salió todo a fuerza de encontronazos, de jalar y estirar el lazo hasta que se rompió finalmente. Nos tocó lanzarnos al río y nadar, porque el puente ya no estaba.

 

Nos costó muchísimo sentarnos a hablar porque las dos teníamos planteamientos muy bien cimentados en nuestras vivencias, pero ninguna se atrevía a ponerse en el pie de la otra y eso fue nuestro primer error. Ella nunca ha dejado de verme como hija y yo quiero que me vea como hermana para hacer más relajada la relación, ella siente que aun soy una niña que necesita sumo cuidado y yo quiero que vea que soy una mujer. Nunca lo lograré porque nunca dejaré de ser su hija, ya lo acepté y me resigné y el que yo lo aceptara ha ayudado a que la relación mejorara. Y ella también ha dejado de ser demasiado obsesiva con mi cuidado.

 

Hemos trabajado muchísimo en derribar el muro que mi mamá impuso inconscientemente tal vez, y que para ella es normal porque así la criaron y esos mismos muros existen entre ella y sus hermanas como en mi abuela y mis tíos abuelos. Lo mismo sucede en la familia de mi papá, la hazaña es cortar de una vez con ese lastre y no obligar a las generaciones siguientes que vivan ese veneno.

 

Somos totalmente distintas, muy parecidas físicamente sí, pero abismalmente pensamos distinto y hemos aprendido a querernos así, diferentes, a no luchar por intentar cambiar a la otra, dejar que fluya. Es una mujer a la que admiro aunque estoy en total desacuerdo en que siga siendo manipulada por «las emergencias familiares» aunque si se le pregunta a ella dirá que para nada es manipulada, es lo que digo, cada quien tiene su propio punto de vista y es respetable. Aprendimos a respetarnos, cosa que no existía en Guatemala porque convivimos muy poco.

Es mi otro yo, nadie en el mundo me conoce como ella. Es mi oxígeno, mis flores de primavera y el rojo fuego de los arces de octubre. Es mi Nana y mi Tata. Ha aprendido a respetar que tiene una hermana escritora que en un ejercicio constante entre las letras y sus lastres, logra encontrar la razón de su existencia.

 

El país de llegada fue una lección familiar, me tragué el orgullo, me bebí el veneno vuelto licor, detesté a mi hermana y le grité lo infeliz que fui en mi infancia porque nunca fui parte del plan familiar. ¿Tenía alguna culpa ella? No, ninguna. ¿Mi papás? Tal vez porque para ellos es normal algo así, generaciones enteras han sido criadas bajo estos patrones. Y pocos se percatan del daño irreparable que hacen a los hijos.

 

La misma desventura que yo viví con mi hermana la he visto una y otra vez en otras familias cuando envían a traer a los hijos que tienen diez años de no ver y que se criaron con abuelas o tías. ¡Ay, el calvario! ¿Quién les devuelve el tiempo perdido? ¿Quién les abona el amor? ¿Quién les explica que la madre con tanto dolor decidió emigrar para darles una mejor vida? ¿Qué el padre emigró para no verlos de esclavos cortando café en una finca como le tocó a él? ¿Qué los quieren con alas y surcando horizontes lejanos? ¿Quién les explica a los papás que el amor no se compra con remesas, ni con encomiendas? ¿Qué hay vacíos que nada ni nadie llena? ¿Qué el olvido es de ley? ¿Qué el amor se transforma? ¿Qué nos tornamos simples proveedores? Sin derecho a exigir, porque quien se fue pierde la voz y la opinión. ¿Qué nada, que absolutamente nada justifica el abandono de un hijo? ¿Qué hay que tener el valor y la capacidad de aceptar el rechazo porque es parte de una consecuencia?

¿Quién, remunera lo tanto que se pierde en una separación familiar? ¿El país de origen, el de traslado, el de llegada? Nada, ni nadie. Ése es un lastre con el que tenemos que aprender a vivir.

(Continúa)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.