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Testimonio de una inmigrante indocumentada

Post frontera (XLV)

Fuentes: Rebelión

País de residencia: tío Lilo. A las siete de la mañana del día 23 de diciembre del año 2011, recibí una llamada telefónica en la que mi hermano me avisaba que había muerto mi abuelo materno. El hombre más importante de mi vida. De tío Lilo no recuerdo nada de cuando vivíamos en la zona […]

País de residencia: tío Lilo.

A las siete de la mañana del día 23 de diciembre del año 2011, recibí una llamada telefónica en la que mi hermano me avisaba que había muerto mi abuelo materno. El hombre más importante de mi vida.

De tío Lilo no recuerdo nada de cuando vivíamos en la zona 8 capitalina, en cambio tengo claras las imágenes de cuando se fue a Ciudad Peronia a zanjear el terreno donde mis papás construirían la casa, el hombre dejó a mi abuela (nía Juana) y parcela en Comapa y agarró camino para la capital, sin pensarlo dos veces.

Allá estuvo durmiendo en una covachita que hizo de las láminas y del material para la construcción, una su hornilla con tres piedras y la leña la iba a conseguir al barranco de la arada, cada quince días mi mamá iba ver y le llevaba víveres. El yerno no fue capaz de agarrar una piocha y ayudarlo a zanjear en donde se levantaría su propia casa. Cuando terminaron la construcción del cuarto el albañil y él, regresó a Comapa. No le cobró a mi mamá ni un centavo por el tiempo que perdió cuidando material ajeno y dejando los pulmones en el talpetate.

Volvió a su parcela a sembrar su milpa, maicillo y frijol. Allá camino pa las Crucitas, Escuinapa y San Andrés, como quien va para el río Paz, el que colinda con la aldea el Coco en Jalpatagua y más adelante siguiendo la broza entre los guindos la frontera con Ahuachapán, El Salvador.

Al poco tiempo de estar viviendo en Peronia, llegaron las parvadas que comenzaron a invadir terrenos, gente necesitada de un espacio para vivir, llegaron de otras periferias y la mayoría del altiplano guatemalteco, los migrantes de los pueblos que llegaba a la capital. Entre las los puños de personas también dos hermanas de mi mamá que ni dos veces y levantaron campamento en dos sitios que estaban baldíos y que nunca se asomaban los dueños. Eran vertederos de basura. Nuevamente tío Lilo llegó a socorrer a sus hijas y dejó su siembra en el oriente, que se le echó a perder por falta de cuido.

Para mientras levantaban las covachas mis tías vivieron en nuestra casa, aquel patojal de primos ayudó a hacer los adobes, nos íbamos el güiralito a buscar pino seco a la arada y con la leche de la infancia chapoteábamos entre el lodazal, hasta que tío Lilo decía que el barro estaba en su punto para hacer el adobe. Agarrábamos los moldes y va pala y va pala los llenábamos, los dejábamos oreándose hasta que tío Lilo a los días decía que estaba de desmoldar. Entre todos construimos un cuarto de adobe para que viviera ahí una de mis tías, la otra se acomodó en el cuarto que era nuestra casa. Un cajón que dividimos con canceles de tela.

Para ese entonces mi abuela también llegó a la capital y dejó su polletón, su horqueta con la mata de chile chiltepe, sus enredaderas de güisquil, el guayabo rojo, el matasano, los izotales, los cafetales y el palo e jocote corona, cuidando su casita de adobe y teja. A una vecina le encargó que le diera una su vuelta a la casa de vez en cuando. Llevó con ella sus gallinas coquechas, las poshorocas, las habadas y sus patos.

Se fueron a vivir con la cume de sus hijas cuando el abuelo logró levantarle una covacha. Durante años estuvieron peleando los terrenos con abogados, una logró ganarlo y quedarse con él y la otra no, entonces le tocó moverse a otro sector de la colonia.

En aquellos años tío Lilo y mi abuela le cuidaban los hijos porque ella trabajaba, estaba divorciada. Mi abuelo ayudaba con la economía. Partía leña en el negocio de mi mamá y también en el de don Tan, un primo lejano de mi papá que tenía venta de leña en varios puntos clave de la colonia. Nosotros vendíamos de encino y él de pino. La primera leñería que existió en Ciudad Peronia fue la de mi mamá. No recuerdo cuánto le pagaba a mi abuelo pero era una limosna, aquel hombre se empapaba en sudor rajando los troncos con almáganas y cuñas, para pasarlos después con el hacha, yo era una niña para aquel entonces y ya me dolía pensar en que él no cobró ni un centavo para zanjear el terreno, cuidar el material, y ayudar en el construcción, que perdió su siembra y nadie le repuso el gasto. A veces con decir solamente gracias, lo que se hace es ofender a las personas: descaro total.

El mismo pago ingrato recibió de las otras hijas que hasta alegaban cuando les tocaba servirle comida. ¿Quién dejó los pulmones zanjeando terrenos? ¿Construyendo covachas? No fueron los yernos coyoludos, fue mi abuelo. De pago le daban una su botella de guaro, qué mejor regalo para un hombre alcohólico que ahoga sus pesares y sus frustraciones en el licor. Con esto pensaban (los insolentes) que hasta agradecido con ellos debía estar el abuelo, porque le mantenían el vicio.

Varios años trabajó mi abuelo partiendo leña, no sé cuántas veces vi ampolladas sus manos y solo se volada el pellejo, se amarraba un pañuelo y seguía trabajando. Los yernos nunca pudieron llevarle el ritmo: hombres coyoludos abundan, pero huevudos hay muy pocos.

Después llegó el congelador y el abuelo también se fue de vendedor de helados, agarraba camino hacia la aldea desde las seis de la mañana, subía las montañas y llegaba a Sorsoyá, en San Lucas Sacatepéquez, allá entre la Aguacatera y la Fresera vendía unos, luego bajaba a la aldea el Calvario y vendía otros, llegaba a la casa de regreso al filo de las cinco de la tarde. Mi mamá le pagaba lo de una libra de frijol. (Desgracia, amigo). Recuerdo sus camisas desgastadas, sus zapatos rotos, sus pantalones remendados por mi abuela, su habitual sobrero y su corvo cuto.

Nunca llegaba con las manos vacías, siempre llevaba chipilín, quilete o berro que encontraba en el monte. También güicoyes o güisquiles que compraba en las aldeas. Lujo cuando llevaba aguacates que compraba en La Aguacatera. La pura mantequilla, los jodidos.

Pues tampoco era mucho el dinero de los helados, en aquel tiempo los vendíamos a veinticinco centavos, si mucho vendiéndolos todos se juntaban unos treinta quetzales, que le tomaba a mi abuelo todo el día, el cansancio en sus piernas y espalda y aguantar hambre. Cuando el pesar de su dolor campesino y su miseria lo atacaba, llegaba a la casa bolo, pero bien cuidada la hielera, se bebía el dinero de los helados. La gran puteada que le pegaba mi mamá como si ella hubiera sido la Nana y él, el hijo. Lo bañaba con todo y ropa con el agua del tonel, hasta que se le pasara la borrachera y de ahí lo íbamos a dejar a la covacha en el terreno que habían invadido.

Al otro día ya estaba puntual, esperando que mi mamá le arreglara los helados y agarraba camino otra vez. Lo recuerdo alto, delgado, con sus ojos verdes preciosos, tonalidad de hoja de jocote tierno, con su pelo cano, cuentan que era rubio y que era blanco pero que por el trabajo en el campo su piel se bronceó. Mi madre físicamente es una copia suya, solo que ella es rolliza. Los ancestros de mi abuelo son garífunas y los de mi abuela xincas.

Cuenta mi Nanoj que la mamá de mi abuelo murió cuando lo parió, es el cume de la familia de no sé cuántos hermanos, él fue el pobretón de todos, su honestidad no le permitió ser aprovechado y muchos menos avaro. Desde niño anduvo rodando al cuidado de tías hasta que aprendió a caminar y se pudo valer por sí mismo, siempre mozo de finqueros, su infancia y adolescencia la pasó trabajando en terrenos ajenos, era parte de la cuadrilla de trabajadores aldeanos a los que les pagaban una miseria y trataban inhumanamente.

Entrando a la adolescencia se casó con mi abuela. Cuenta la historia que realmente se enamoró de mi tía abuela Antonia, hermana de mi abuela pero que mis bisabuelos no le dieron permiso de casarse a ella y a cambio ofrecieron a la otra hija, pero el día de la boda cuando regresaban del pueblo, pues se casaron por la iglesia, llegando a la casa en Las Crucitas, encontraron al padre de la novia colgado de la rama de un árbol, ya no hubo celebración sino velorio. Así comenzaron su vida ese par que me heredó lo xinca y lo garífuna.

A como pudieron compraron un terreno en el pueblo y se llevaron a sus poshorocos, en Comapa nacieron otros para ajustar seis hijos, dos varones y cuatro mujeres. Los varones ya murieron, muy jovencitos, ante de haber cumplido los 30. Dejaron hijos, primos a los que solo en fotografías he visto. El vivo retrato de mi abuelo, todos.

A mis tíos los recuerdo altos, rollizos, murushos, con ese cabello afro que tienen los garífunas, de ojos verdes uno y avellana el otro, blancos. Vestidos al más fiel estilo jutiapaneco: botas, sombrero, camisa a cuadros, pantalón de lona, corvo envainado y pistola.

Con mi tío Beto aprendí a bailar, fue para las vísperas de su muerte. Llegó para una navidad a la zona 8, y yo le huía a la música pero esa noche me tomó de la mano y fascinada bailé todas las de Los Flamers, El Súper Show de los Vásquez y las del Grupo Miramar. Desde ese día el baile se convirtió en uno de mis vicios. A los días murió mi tío. El mayor de los hijos de nía Juana y tío Lilo, al siguiente moriría el otro.

La muerte de dos de sus hijos les apagó la poca luz que les quedaba en la mirada a mis abuelos, mi abuela poco faltó para que enloqueciera, jamás volvieron a ser los mismos. Mi abuelo se encerró en el vicio sin faltar nunca a sus responsabilidades, mi abuela agonizó en su llanto perenne. Las hermanas que siempre habían estado unidas, se separaron y peleaban por todo. La ausencia de dos de ellos despojó a la familia de toda alegría. Mis tías y mi madre ya no fueron las mismas.

Diez años vivieron en Peronia hasta que vieron que la hija menor podía con los hijos y que las otras dos ya tenían casa. Regresaron pues a su casita de adobe, mi abuelo a su parcela y mi abuela a su cocina. Cuando llegaba de visita nos sentábamos en la piedrona que estaba a la sombra del plumajillo, veíamos caer la tarde y el cielo rojo flor de fuego desmoronarse sobre las aguas del río Paz y los guindos de la aldea Escuinapa.

Qué tardes aquellas junto a mi abuelo en su parcela, ayudándole a limpiar el monte, para el tiempo de la tapisca a cortar las mazorcas, a aporrear el frijol, a desgranar máiz. A cortar leña y también zacate para su yegua. Días de ir a buscar agua en las tinajas al nacimiento de Las Crucitas. Las tardes torteando en el comal de nía Juana, ella me enseñó a tortear y palmeo igual a ella que a una cuadra de distancia se escucha. Adivina la abuela cuando va a llegar visita solo con la forma en que del fuego del polletón se altera.

Las mañanas de ir a comprar leche a la finca de don Tibe. Aquellas tardes bebiendo café en batidor y sopeando salpores, tortilla tostada en las brasas, bananos, quesadillas o semitas. La luz del candil guindado de la pared de adobe. Nuestras eternas conversaciones, donde me contaba de cuando fue niño, de cuando iba a vender a la Terminal y le tocaba irse con mi abuela y dejar los hijos encargados, iban con su manada de coches y los canastos de gallinas y patos, caminando hasta salir a la carretera porque no había buses que entraran a Comapa en ese entonces, el viaje duraba quince días. Se ponían allá por la línea del tren (insisto, ni por gusto es parte de mis querencia ese ferrovía) entre la sandillera y la melonera, en dos días vendían los animales, la noche la pasaban ahí mismo, sentados en el suelo y cubriéndose con un poncho. A mi madre le tocó acompañarlos cuando creció, y a mi tío Beto, iban descalzos porque no había para zapatos, mi Nanoj tuvo su primer par cuando cumplió catorce años.

Mi abuelo era un hombre cabal, de los que he visto muy pocos en mi vida. Las cuentas que tiene pendientes con sus hijas es cosa de ellos, se fue sin saldarlas a como ellas esperaban. Las cuentas que tienen las hijas por saldar ya sabrán para cuánto lo hacen o si se van sin tener la entereza…

No lo enalteceré pues fue humano y falló y se equivocó. Nunca he sabido de una sola traición de su parte hacia nadie, eso de jugar sucio y sacar ventaja no iba con él. Así estuviera recibiendo palo nunca bajó la cabeza, eso de renunciar debido al cansancio no fue lo suyo, acobardarse tampoco. Luchó toda su vida contra la adversidad, contra la miseria de ser parte de las grandes mayorías que son excluidas por el sistema y detestadas por la sociedad de mierda que no sabe respetar y valorar.

No he visto hombre más trabajador que él, que dejó el pellejo en todo lo que hizo. De él aprendí a no agachar la cabeza, a defender mi dignidad con mi vida si es necesario, a no venderme y a honrar la decencia de mi raíz campesina. Lo necia lo heredé de él que nunca dejó cosas a medias, el amor al monte es puramente suyo, me lo pasó el día en que nací que después de que la comadrona, mi abuela y mi bisabuela me recibieran del parto, la otra persona que me abrazó fue él, dicen que desde que me vio supo que su nieta prieta era Luna y Sol.

Vos no sos común , me decía cuando conversábamos en la piedrona. Naciste mujer pero sos hombre, ¿ya viste cómo agarrás el machete y chapeás? ¿Ya viste cómo pijeás a los cipotes? Es que hasta la forma en que desgranás el máiz. Rajás leña como lo hago yo y te echas cualquier tercio de leña al hombro, las mujeres cargan en la cabeza con yagual o en el cintura, vos te lo ponés en el lomo. Pero me encanta que seás así, arrecha, porque ningún hijueputa te va a pasar encima, primero lo pijeás.

A mi abuelo le encantaba verme llegar a Comapa en pantaloneta, era la novedad y la comidilla, levitaba cuando me miraba cabalgar las yeguas a pelo, y qué felicidad cuando me miraba como mica trepar a los árboles sin importar la altura. No sé en cuántas ocasiones la gente le dijo que no me dejara subir a los árboles frutales porque era mujer y los iba argeñar, mi abuelo se reía y me dejaba ser. Feliz esperaba que yo desde la altura le lanzara lo mangos, los matasanos, jocotes, guayabas rojas y los nances. Tengo su mano para la siembra. Un privilegio realmente.

Tuvo infinidad de oportunidades de jugar sucio y no lo hizo, de mejorar con esto su economía y renuncio a la traición y prefirió siendo un campesino muerto de hambre.

Con él me echaba los tragos, con gusto. Comiendo pepescas doradas en el comal de barro de nía Juana, que atrapábamos en el río Paz. Me enseñó a hacer los diferentes nudos con el lazo. A caminar sobre la teja sin astillarlas siquiera. Para cuando llegaba de visita era yo quien subía al techo y las cambiaba de lugar cuando había gotera. Días haciendo atol de poleada y para noviembre atol shuco y ayote en miel. La infaltable chicha que comprábamos en la casa de la nía Pepa.

Lo recuerdo humando su puro. Para un 25 de diciembre antes de emigrar, fui de visita a la casa de una tía ahí estaban mis abuelos pasando las fiestas de fin de año con ella, me tomé dos tragos con mi abuelo, yo ya había decido que iba a emigrar pero no se lo había comentado a nadie. Bailaba la familia con la música de Radio Ranchera, en eso salió una canción de Los Tigres del Norte, La temporada es buena, y la bailé con mi abuelo, a los dos nos pega fuerte esa canción, lloramos abrazados y me dijo: éste es nuestro último baile juntos. Por qué dice eso abuelo. Porque es la última navidad que pasamos juntos así lo siente mi corazón, vos sos la única que no niega Comapa, sos mi orgullo, porque sos arrecha y no te ahuevás.

Ciertamente fue la última vez que bailamos. En agosto del 2003 fui a Comapa a despedirme de ellos, rojeaba el jocote corona y cenamos sopa de guías de ayote, guías de güisquil, hojas de tomate y chile chiltepe con un huevo de gallina de patio. Yo torteé y mi abuela se encargó de hervir el café de tortilla y yo fui a comprar una quesadilla a la tienda de la nía Adelona.

«Ingrata, ésta es la última vez que nos miramos, vos ya no vas a regresar, mucho daño te ha hecho tu Nana, me voy a morir y ya no te voy a volver a ver, pero a donde quiera que vayás recordáte que sos de Comapa, no negués lo que sos, y nunca, por más pijeadas que te dé la vida, bajés la cabeza. Recordáte de ser una persona cabal, tu dignidad no tiene precio.»

Siempre iban los dos a encontrarme frente a la Pilona y la alcandía cuando llegaba a visitarlos, les llevaba víveres cosas que sabía que en pueblo eran muy caras o costaba conseguir, en La Terminal compraba sus puros, también unas patas de vaca que pasaban tomando caldo toda la semana. No había tenían luz eléctrica, de postre llevaba gelatina que en la noche la dejaba oreando sobre la teja y amanecía lista con el rocío de la mañana.

Desde que a los 15 años me dejó ir mi mamá conocer mi pueblo natal, regresé tres o cuatro veces por año. Mi abuelo me acompañaba a los bailes en el salón comunal, se quedaba por ahí parado con su corvo cuto, a veces bailaba conmigo y en otras solo iba por si alguno se quería propasar. «Ya sé que te podés defender sola y los pijeás pero no está de más que yo te acompañe.» Planchaba la ropa con una de esas planchas a las que se les tenía que meter carbón para que calentaran.

Aquí he comprado muchas en miniatura y las tengo en mi estantería que sirve de biblioteca.

Para inicios de 2001 le dije a mi hermana que ese año no lo terminábamos completos, que alguien de la familia se iba a ir, no sabía quién pero que así sería. ¿Por qué lo decís? Me dijo mi hermana. Porque lo siento en el corazón. Y así fue. Terminamos el año sin tío Lilo. Malaya que los yernos lo hubieran imitado o que los nietos coyoludos le hubieran heredado lo arrecho, lo honesto y lo digno. Son todos unos charlatanes.

El 23 de diciembre de 2011, me alistaba para irme a trabajar, no tenemos teléfono de casa y con mi hermana siempre apagamos los celulares en la noche, cuando lo encendí en la mañana, recibí inmediatamente una llamada era mi hermano, me dijo Negra llevo toda la madrugada llamándote, cuando me dijo así, sentí un pijazo que por poco me bota, le pregunté, ¿es mi abuelo verdad? Sí, murió en la madrugada.

La noche anterior había soñado con él, y me levanté inquieta. El abuelo murió tranquilo en los brazos de mi abuela, ya solo le estaba trabajando un pulmón y era cuestión de tiempo dijeron los doctores. Nunca dejó de ir a su parcela y hacer sus labores de todos los días, el día que murió hasta rajó leña, comió y se acostó, a media noche le dio sed, mi abuela se sentó a su lado y le dio agua, murió en sus brazos.

La noticia la tomé con tranquilidad, sabía que hasta el tercer día me iba a caer realmente con toda su magnitud. Me fui a trabajar, durante el día no pararon las llamadas, mi raza enojada porque el abuelo les había arruinado la navidad, tenían que viajar de la capital para Comapa y enterrarlo el mero 24. Lo primero que pidieron fue dinero porque dijeron que ni para el pan con café tenían para dar en el velorio. Querían hasta para las candelas y exigían para la caja. Ni eso podían comprar, no necesitaban gastar en camposanto pues en Comapa el terreno del cementerio es gratuito. Me enojé tanto, discutí con ellos, porque cuando no llamaba un primo, era mi mamá o una tía, una prima y de nuevo un primo. Todos pasándose la pelotita y no sacar dinero de su bolsa ni para las flores. Para ese año todavía tenía arritmia cardiaca y mi hermana temía que del enojo también yo diera el ranazo. Por más que trató de calmarme no pudo, yo estaba enfurecida, fuera de sí, por la bajeza de la familia de querer sacarnos dinero hasta para el entierro del abuelo. Me acosté a dormir el 23 y el 24 amanecí con parálisis facial periférica. A la semana me dio otra mucho más fuerte, no me recuperaba de la primera todavía, esto tuvo como consecuencia que un nervio fácil perdiera conexión definitiva con mi cerebro, durante un año estuve en tratamiento y en terapias pero ya no se pudo recuperar.

Lo lloraron hipócritamente en el velorio, por fin se había muerto el viejo que les estorbaba y ahora esperando están que se muera la abuela para vender la casita de adobe y la parcela, para que el dinero se les vuelva polvo.

La muerte de tío Lilo me partió en dos. Morí con él. Mi raíz, su lealtad, su ejemplo, su mirada siempre limpia y su defensa de la tierra la llevo conmigo. No bajo la cabeza, haber nacido en Comapa es mi honra.

Ésta que escribe aquí es nieta del campesino Cirilo Corado Valdés y serlo es el privilegio más grande que la vida le pudo dar.

En mi escritorio tengo un puro, sobre una tusa. De cuando en cuando, lo veo humarlo sentado en su hamaca o en la piedrona, viendo la tarde caer, y conversamos, como en antaño.

(Continúa.)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.