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Testimonio de una inmigrante indocumentada

Post frontera (XV)

Fuentes: Rebelión

País de llegada: Los mil oficios – Cuarta parte Siempre me han acompañado los pensamientos suicidas y lo intenté en tres ocasiones. La primera inocentemente fue a los 13 años, pensé que sacándome la comida provocándome el vómito en unas semanas moriría, -pensamientos de ishta- pero pasó el año y no sucedió nada, hasta que […]

País de llegada: Los mil oficios – Cuarta parte

Siempre me han acompañado los pensamientos suicidas y lo intenté en tres ocasiones. La primera inocentemente fue a los 13 años, pensé que sacándome la comida provocándome el vómito en unas semanas moriría, -pensamientos de ishta- pero pasó el año y no sucedió nada, hasta que mi mamá me encontró en plena maniobra y pensó que estaba embarazada y me metió una tamarindeada de aquellas…, me hincó en maíz y me puso a rezar no sé cuántos padres nuestros y aves marías, mientras me chicoteaba. Le juré que no estaba embarazada y que lo que quería era morirme, mejor no se lo hubiera dicho porque más la encendí y no sólo me tocó rezar el doble sino también recibir el doble de la cuereada.

No le huía al trabajo ni a la responsabilidad porque así nos tocó a la mayoría de niños del arrabal, mi necesidad siempre fue afectiva y un inexistente amor propio que ahondaba más mi vacío existencial.

Cuando emigré se profundizó, y aparecían los pensamientos una y otra vez, cuando estaba sola, en el trabajo, a cualquier hora y en cualquier lugar. En las largas madrugadas sin lograr dormir. Conseguí trabajo limpiando una mansión, por instantes sentía que no me alcanzaban las horas por la cantidad de trabajo y en otros las sentía eternas y sombrías. Tan grande era la casa que pocas veces me topaba con los miembros de la familia, y en esa soledad aparecían los recuerdos, me reclamaba ser tan mediocre y fracasada, al final de cuentas mi mamá tuvo razón, decía mientras limpiaba los baños, es esto lo que merezco, para esto nací, no sirvió de nada tanto esfuerzo, resistí lo más que pude para no llegar a esto pero aquí estoy, limpiando baños, justo como ella me quería ver. Y se me hacía un nudo en la garganta que no me dejaba llorar, aprendí tan bien a reprimir el llanto desde niña que me costó trabajo poder canalizar de esa manera.

Las lágrimas se me volvieron hiel que bebí en grandes cantidades. Me recordaba de mis niños en el colegio, tenía 905 y a todos les tenía apodos y les sabía el nombre. Pensaba en mi amor por el arbitraje, ese sueño que tanto luché. No me perdonaba hacer abandonado la universidad y eso era lo que más me dolía de todo, no haber cumplido la promesa que me hice de niña. Más depresión me agarraba cuando me tocaba limpiar la biblioteca de la casa, ver los libros me fulminaba. Los sueños de niña ya no existían, estaba en otro país, sin dinero, sin oportunidad alguna y limpiando baños.

Venían mis pensamientos suicidas y se quedaban el tiempo que ellos querían. Me encerraban en un cuarto oscuro y comenzaba nuevamente la película que ya conocía, a recordar mis intentos fallidos.

El segundo fue cuando andaba en los 19 años de edad, fue un miércoles por la tarde, decidí no ir a estudiar a la universidad y saliendo del trabajo abordé un autobús con destino al puerto de San José, es mi puerto adorado, su muelle deteriorado es mi fascinación. Ahí íbamos a entrenar para la pre temporada de fútbol cuando era jugadora y posteriormente del arbitraje. Antes de abordar compré seis cervezas y me las fui bebiendo en el camino, cuando llegué compré otras dos en lata. No soy buena para el alcohol, con cuatro cervezas ya estoy ebria.

En el camino me fui pensando en que si debía dejar una nota con alguna explicación o hacerlo solo así. Me llené de ternura y quise escribirles palabras dulces a todos, total que sería la última vez que sabrían de mí. Comencé a recordar los pocos momentos de felicidad que vivimos entre tanto trajín. Hubiera querido, pensé en ese momento, tener una cámara fotográfica y retratarnos juntos, que quedara por lo menos una foto familiar. El suicido era la solución a mi inestabilidad emocional, al odio que sentía hacia mí, y le quitaría el peso a mi familia de tener que contar en uno de sus miembros a una demente. Nunca pasó por mi mente eso de irme a vivir con alguien en pareja, sabía que no era la solución, inclusive cuando después me fui de la casa alquilé un cuarto sola. Eso de cargarle los problemas propios a otra persona no va conmigo. Las parejas y los hijos no son para llenar vacíos existenciales.

Mi desamor, mi perenne depresión, caminaron junto a mí por la playa aquella tarde, subí al muelle y me senté en la orilla admirando el ocaso rojo fuego que se desmoronaba sobre las olas del mar. Ahí estaba yo, un ser con tantas emociones encontradas y sin autoestima alguna. Después que el último rayo de sol se esfumó, me levanté y caminé hacia el final del muelle, asomé para ver los cimientos y calcular la caída, quería golpearme en uno de ellos para perder el conocimiento.

En años anteriores pensaba en las tantas formas en que una persona se puede suicidar, había estudiado la opción de tomarme una pastilla para curar el maíz, también cortarme las venas, tomar una fuerte dosis de sedantes, ahogarme, conseguir una pistola y volarme los sesos.

Me quedé viendo el mar por última vez, coloqué mi mochila sobre el muelle y me lancé, sentí mis pies despegar de la madera y cuando iba en el aire unas manos que me agarraron desde atrás, me regresaron al muelle y caímos abrazados sobre los lazos de los pescadores, eran las manos de un salvavidas. Me abrazó tan fuerte, tan fuerte, lo tenía tan cerca de mí, que sintió la angustia que abatía mi ser, y lloramos juntos, fue algo instantáneo, me aferré a su pecho y no paré de llorar cayó la noche y el salvavidas seguía abrazándome y yo llorando sin parar.

No le reclamé por haberme detenido, no pronuncié palabra alguna, solo lloré con todas mis fuerzas . Me dijo que estaba de guardia y que me había visto desde que estaba caminando por la playa y decidió seguirme, porque en esa misma parte del muelle él había intentado suicidarse cuando era adolescente, y cuando me vio caminar por aquel añoso dique supo que yo intentaría hacer lo mismo. Yo tenía 19 años y él 33, alto, atlético, blanco, de ojos azules, rubio y velludo, tremendamente velludo. Me dijo que estuvo atrás de mí todo el tiempo en que estuve mirando el atardecer y pendiente del momento en que yo intentara lanzarme, fue así que logró sujetarme cuando lo hice.

No hablamos de mí ni de mis razones para querer suicidarme, fue él quien habló, de su vida, caminamos por el muelle y luego por la orilla de la playa, me dijo que algo había en mí que lo hacía sentir como si me conociera de toda la vida. Compramos dos botellas de agua pura nos sentamos a ver la luna salir. Yo seguía en silencio y él conversando de cuando se quiso suicidar, de haber dejado de ejercer su profesión de arquitecto para dedicarse a vagar por la playa salvando vidas.

No quiso que me fuera sola a la capital y ofreció ir a dejarme en su automóvil, no acepté. Entonces se fue conmigo en el bus, pero antes pasamos saludando a una tía suya que tenía una venta de velas aromáticas, me regaló dos. Le dijo que era turista que había llegado al puerto y que iría a dejarme a la capital. La tía nos invitó a cenar pero ya no llegábamos a tiempo para abordar el autobús.

Algo tienes tú, me dijo. Algo raro que hace que yo quiera conversarte como si fueras mi amiga desde siempre. Yo guardé silencio en todo trayecto y él no tocó el tema de mi intento de suicidio, lo intentó una vez y no lo dejé seguir. Tampoco le reclamé, solo guardé silencio. Cuando llegamos a la capital me quiso ir a dejar a mi casa pero le dije que no era conveniente y que no se preocupara que no lo iba a intentar. Me dio una tarjeta con sus datos y nos despedimos con un fuerte abrazo, no le pude dar las gracias entonces lo llamé. Llegué a mi casa, me bañé, me acosté a dormir y a la mañana siguiente me levanté a correr como lo hacía siempre antes de irme a trabajar. A la siguiente semana lo llamé por teléfono y nos juntamos en la capital.

De aquella tarde de mi intento de suicidio nació una amistad muy singular, nos veíamos una vez por semana siempre en la capital, nunca pude decirle las razones por las que intenté suicidarme, me sucede que me cuesta muchísimo confiar en las personas y lo supo entender. Me presentó a su papás, y al cabo de un año me declaró su amor, yo no estaba para corresponder a relaciones afectivas y tampoco era justo seguir con algo en donde el afecto de uno era distinto al del otro. Nos despedimos en el mismo muelle, un año después. No lo volví a ver. Está entre los amores que se quedan para siempre en el alma.

Me sentaba en el piso de la mansión con los guantes llenos de jabón y me preguntaba por qué me tuvo que detener, por qué tuvo que aparecer, por qué me salvó la vida.

Por qué el segundo intento tampoco pudo ser fructífero. Por qué no me mataron en la frontera. Por qué estaba ahí, qué más me faltaba por vivir.

El segundo intento fue cuando tenía 22 y andaba en los 23. Meses antes de emigrar. Salí de la universidad y en una tienda me tomé 3 cervezas, subí una pasarela y también, mala suerte la mía que cuando me lancé dos vendedores de golosinas me agarraron, colgando quedé y abajo pasaban los automóviles de la avenida Roosevelt. Mi intención era que alguno de esos tantos me pasara llevando. No les reclamé tampoco que me hubieran detenido, solo me alejé mientras ellos me preguntaban que si necesitaba ayuda, que si necesitaba que me llevaran a un hospital, «mire seño no sé que tiene pero la vida no se la puede quitar uno porque Dios la da y solo él la puede quitar.» Llegué a mi casa, – mi casa es un decir, nunca he tenido una- me pasé la noche en vela recriminándome por ser tan fracasada que ni siquiera para matarme servía. A la mañana siguiente la rutina de siempre, ir a trotar antes de irme a trabajar.

Tenía salud física, trabajo, un novio adorable, ¿qué me hacía falta? Amor propio, estabilidad emocional, me odiaba, me recriminaba. Ya no quería discutir con mi mamá todos los días y por cualquier pretexto. Ya no quería ser un estorbo para la familia. No quería ser la loca que los avergonzaba una y otra vez. No era normal y no calzaba en ningún lugar. Me sentía atada de manos y pies. Todo lo que intentaba era un fracaso. Había gente que me admiraba en el mundo del deporte, como docente, como estudiante universitaria. Era el orgullo de la calle Éufrates en mi añorado arrabal. ¿Por qué no lo hice cuando estaba sobria? ¿Qué me impulsó a intentar matarme más de una vez? El desprecio que sentía por mí misma, me sentía inservible, un harapo. Un estorbo desde siempre. Una hoja suelta rodando por doquier, un ave sin nido.

Me sobrepasaban los recuerdos en aquella mansión solitaria, en donde mis utensilios de limpieza eran mis únicos compañeros.

Soy una demente, claro. Soy una de la legión de seres rotos, que van por la vida intentando zurcir los retazos…

(Continúa)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.