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¿Qué le pasa a este país con la Iglesia Católica?

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Fuentes: Rebelión

«Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. (…) ¿Acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Así, todo árbol sano da frutos buenos; pero el árbol dañado da frutos malos. (…) Por sus frutos los conoceréis.» (Evangelio Mateo 7, 15 – 20)

Soy lo suficientemente mayor como para haber sido joven en la época en la que en este país aún era obligatorio el servicio militar, la «mili». Todo hijo de vecino por aquel entonces estaba obligado a pasar alrededor de un año de su vida sirviendo a la patria en los centros militares repartidos a lo largo y ancho de la geografía nacional. Siendo estudiante universitario estaba legalmente permitido la incorporación a filas para que el mozo que se hallaba cursando estudios superiores pudiese dedicarse a ello sin entorpecimiento castrense. El privilegio –no exento de cierto tufo elitista, hay que decir– otorgado a los universitarios llegaba al punto de ofrecérsenos asimismo la opción de cumplir con nuestras obligaciones para con la defensa de la nación mediante nuestro ingreso en la escala de complemento, modalidad conocida popularmente como IMEC, siglas correspondientes a la Instrucción Militar de la Escala de Complemento. En virtud de esta modalidad los estudiantes podíamos cumplir con nuestro patriótico deber, previa realización de pruebas selectivas y posterior formación militar intensiva, como sargentos y alféreces del Ejército. Esto tenía sus ventajas derivadas de la mejor posición jerárquica en una institución de por sí tan jerárquizada, y de que se contemplaba, en el caso de que se optara por esta modalidad, el cumplimiento a plazos del tiempo de servicio. Esto último fue lo que me convenció, dadas mis circunstancias personales e intereses del momento a mis veintipocos, de ingresar en la IMEC, lo que a la postre me condujo a llegar una fría mañana de enero a un regimiento de caballería sito en Sevilla capital vestido de uniforme con los galones de sargento. Nada más contrario a mi ser; pero está escrito en el manual básico de metafísica: una cosa es ser y otra bien distinta existir.

Llegar de nuevas a una plaza militar conllevaba como primera obligación presentarse ante el comandante del sitio. Se trataba de un coronel cuyo nombre no recuerdo y al que después de aquel breve encuentro en la intimidad de su despacho no volví a tratar de cerca. Sí recuerdo su imagen montando en un esbelto corcel por los espacios interiores del regimiento a lo largo de los meses que allí serví. Estampa inolvidable por lo que tenía de anacrónica para mí. Su despacho también lo tengo en la memoria, aunque fue solo en aquella ocasión de mi llegada que tuve la dicha de visitarlo. No recuerdo nada de la conversación con el alto mando; la supongo puramente protocolaria y sin duda fugaz. En cuanto al lugar, puedo evocar imprecisos retazos de una estancia muy amplia de techos muy altos y con amplios ventanales que, sin embargo, no conseguían iluminarla por las espesas y nada alegres cortinas que los adornaban. Entre la pared de la puerta y la de las ventanas estaba emplazado el escritorio de recia madera cuya ubicación y forma me recordaron las de un altar. Tras el aristocrático sillón de la mesa a cierta altura en la pared, un enorme cuadro, de un militar de unos cuarenta años con discreto bigote y mirada serena pero inspirada, vestido impecablemente de uniforme con una capa que le daba un aspecto heroico. Era la mismísima imagen de Francisco Franco Bahamonde, también conocido como el Caudillo de España. Apenas cuatro años antes había sido la intentona golpista cuyo rostro más visible, por ampliamente televisado en los días de autos, fue el del teniente coronel Antonio Tejero Molina.

Cuento esta entrañable batallita de baby boomer porque, visto con la perspectiva de las décadas (hace como treinta años de aquello nada menos) hay que reconocer que si hay una institución de las que cabía temer su rocosa resistencia a integrarse plenamente en la España democrática esa era el Ejército. Quién lo ha visto y quién lo ve. Si hay una prueba de que este país nuestro ha cambiado, y mucho, desde hace cuarenta años para acá es la transformación que ha experimentado una de las instituciones primordiales de cualquier Estado. Lo es porque atiende a la función elemental de garantizar la seguridad de su ciudadanía. Es poco realista concebir que sea posible hacerlo sin unas Fuerzas Armadas eficientes, y que actúen siempre dentro de los límites que establece el régimen democrático.

Sin embargo, esta evidencia, motivo de orgullo para cualquier español con sensibilidad democrática, se ve confrontada con la situación actual de otra de las instituciones que fue pilar fundamental del régimen dictatorial de Franco. Me refiero a la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Digo que fue pilar fundamental porque sin su cooperación activa no hubiera podido mantenerse tanto tiempo vigente un régimen que se reconoce ideológicamente como nacionalcatólico. Con toda justicia a mi entender. Hay pruebas de que una parte significativa de los obispos de la época de la Segunda República trabajaron más o menos soterradamente para que la atormentada democracia española naufragara. Obispos como Isidro Gomá y Enrique Plá y Deniel calificaron en cartas pastorales de «cruzada» la guerra provocada por los sublevados africanistas. Congruente con ello fue el documento que queda para los anales de nuestra historia, la Carta colectiva de los obispos españoles a los obispos de todo el mundo con motivo de la Guerra de España publicada en agosto de 1937 a petición del Generalísimo de los Ejércitos para lograr el apoyo de todos los católicos urbi et orbi. Documento con evidente sesgo político que no hacía sino plasmar la posición congruente de la institución católica con su trayectoria a lo largo de todos los siglos de historia en nuestro país, durante los cuales nunca estuvo como tal del lado de los pobres y oprimidos sino de los que detentaron siempre el poder, una casta de privilegiados a los que nunca interesó el bienestar de sus compatriotas sino el mantenimiento de su ventajoso estatus. En cualquier caso, nada ni remotamente parecido al núcleo ético del supuesto mensaje cristiano original (tomado congruentemente como inspiración sólo por ciertas comunidades de católicos de base que ejercen como voluntarios en ciertas causas sociales o como misioneros, así como por un indeterminado número de heroicos párrocos).

La parcialidad de la jerarquía católica española quedó plasmada en la citada carta cuando en ella se lee: «Hoy por hoy, no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ellas derivan, que el triunfo del movimiento nacional. Tal vez hoy menos que en los comienzos de la guerra, porque el bando contrario, a pesar de todos los esfuerzos de sus hombres de gobierno, no ofrece garantías de estabilidad política y social». E inmediatamente se añade: «Demos ahora un esbozo del carácter del movimiento llamado “nacional”. Creemos justa esta denominación. Primero, por su espíritu; porque la nación española estaba disociada, en su inmensa mayoría, de una situación estatal que no supo encarnar sus profundas necesidades y aspiraciones; y el movimiento fue aceptado como una esperanza en toda la nación; en las regiones no liberadas sólo espera romper la coraza de las fuerzas comunistas que le oprimen». De modo que la interpretación de los padres espirituales es que la esencia de la nación española es incompatible con cualquier opción política que se aleje de los postulados políticos más conservadores. O expresado de forma menos sutil: lo que se vino a sentenciar es que o España era de derechas o sencillamente no era. Es una letanía que, en esencia, aún se puede escuchar en el actual debate político. En fin, esto entre otras cosas es lo que hay tras el lema de «Franco caudillo de España por la gracia de Dios» grabado en las monedas de aquellas pesetas de la dictadura que en una de sus caras contaban indefectiblemente con el perfil del generalísimo.

Plasmación insuperable de esa comunión entre el Ejército Español y la Iglesia Católica es el modelo de procesiones que profusamente ve uno desfilar durante los días de la Semana Santa. Esas maneras y sonidos militares para tornar espectáculo folclórico y callejero multitudinario lo que son manifestaciones de una comunidad de creyentes –mayoritaria, sí, pero una más de una sociedad que es plenamente multicultural hoy por hoy–. Es uno de los síntomas de la fusión entre dos ideas tan confusas como plagadas de errores categoriales como son las de Dios y nación. No es de extrañar en este sentido que tanto el nacionalismo catalán como el vasco estén intrínsecamente unidos a la Iglesia Católica de sus respectivos territorios (ETA nació en las sacristías, se dice, y el clero catalán no es que declarase con demasiada contundencia o unanimidad su oposición al procés). A fin de cuentas, nación y Dios pertenecen a la dimensión de lo trascendente con la que parece ser que el ser humano no puede evitar mantener un cierto vínculo, aunque eso le suponga casi siempre el pago de algún que otro sacrificio.

Pero el hecho histórico incontestable es que tras la llamada transición democrática en este país nuestro se puso en su sitio al Ejército; pero no ha sido el caso con la Iglesia Católica. Ésta sigue con una alta capacidad de condicionamiento de la agenda política y con un envidiable catálogo de privilegios que la mantienen en la práctica disfrutando de un estatus muy ventajoso en el actual contexto de la España democrática. En ella su reino sigue sin ser de este mundo.

Su influencia en el ámbito educativo se mantiene poderosa a través de una asignatura cuya presencia está garantizada desde la educación infantil hasta el bachillerato, asegurándose de esta forma una capacidad de adoctrinamiento de la que ninguna otra instancia ideológica goza en este país. Tiene la ventaja de poder potenciar socialmente su sistema de creencias en la tierna e indefensa mente de los infantes, con lo que eso supone teniendo en cuenta el natural desarrollo del psiquismo humano. Una asignatura que es impartida por un personal docente escogido a dedo por el jerarca eclesiástico correspondiente, que se cerciora de la fidelidad ideológica del que ha de implantar ese modelo de pensamiento dogmático en su alumnado; pero, esto sí, tal colectivo de maestros recibe religiosamente su salario de las arcas del Estado que se llama a sí mismo «aconfesional» en la Constitución que supuestamente lo fundamenta. Ustedes adoctrinen al amparo de la escuela pública que nosotros gustosamente lo pagamos, parece decírsele a la Conferencia Episcopal Española. Por no mencionar que la inmensa gran mayoría de colegios privados, muchos de ellos subvencionados con dinero público (los llamados «concertados») se encuentran bajo el control de las diversas y muy variopintas órdenes religiosas católicas.

En lo que respecta al apartado económico no conozco empresa que se halle en mejor situación en nuestro país que Iglesia Católica SA. Subvencionada generosamente a cargo de los presupuestos generales del Estado (más de once mil millones de euros al año), exenta del pago de impuestos (IBI, impuesto de transmisiones, IVA en la práctica…), cómodamente instalada en una opacidad crónica que le permite sisar a la hacienda pública todo lo que le venga en gana y con patente de corso para hacerse con la propiedad de todo aquello que le plazca poner a su nombre en el Registro de la Propiedad sin necesidad de aportar prueba alguna, simplemente señalándolo con el santo dedo episcopal («autocertificación diocesana del prelado»), que nunca miente pues lo impide el octavo mandamiento. Miles de fincas, plazas, cementerios, ermitas, viviendas, huertos y monumentos, que están en manos de la Iglesia sin que se haya aportado ni una sola prueba documental de su propiedad. Todo gracias a disposiciones franquistas de mediados del siglo pasado que ningún gobierno democrático ha tenido a bien derogar: la reforma de la Ley Hiporecaria de 1946 y el Concordato con la Santa Sede de 1953 reafirmado en secreto en 1979.

Muy al contrario, al ciudadano que se le machaca día sí y día también con el imperio de la Constitución, donde se establece la aconfesionalidad del Estado, se le abochorna con una reunión de su Presidente del Gobierno con el Presidente de la Conferencia Episcopal, así de tú a tú, como en la dorada época de la Edad Media, para arrancarle al poder celestial la gracia de estudiar el posible error de inmatriculación en menos de mil bienes, calderilla para el tesoro inmobiliario de los obispos españoles. ¿Por qué siempre estas melifluas formas con la Iglesia Católica? ¿Por qué el ejecutivo no actúa como tal y revierte una situación sangrante para el patrimonio de todos los españoles?

No me queda más remedio que reconocer la singularidad del caso español a la luz de cómo se afronta en nuestro país el abominable asunto de los abusos a menores cometido intramuros de centros religiosos y educativos católicos a lo largo y ancho de nuestra geografía. Lo que ha ocurrido en otros países como Alemania, Francia, Irlanda o Portugal, territorios en los que se ha llevado a cabo investigaciones promovidas por sus propias jerarquías eclesiásticas, aquí ni se plantea. Todo lo más se propone la creación de una comisión de investigación parlamentaria, de dudosa efectividad por hallarse condicionada, como todas las iniciativas políticas, al tiroteo crónico que propicia la polarización ideológica, y ante cuya posibilidad al PSOE se le ponen a temblar las piernas.

Hay algo atávico en cómo la política española se relaciona con la Iglesia Católica. Se trata de una constante histórica que ha dado lugar a un vínculo malsano y turbio envuelto en una coraza de irracionalidad. En parte tiene que ver con el esencialismo nacionalista, con la identificación del ser auténticamente español que incluiría necesariamente la referencia para bien y para mal a la milenaria institución religiosa; porque ser auténticamente español equivale a ser buen español, lo que lleva aparejado la condición de ser católico (véase el caso ejemplarizante del Jefe de Estado). Diríase que es una especie de maldición histórica, una suerte de conjuro del que ningún gobierno parece tener el valor de librarnos y que lastra nuestro progreso social.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.