Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Montse Gurguí
Como probablemente sepáis, anoche me arrestaron antes de que comenzara el discurso del Estado de la Nación.
La furia que he sentido por lo ocurrido y el dolor que me produce ver lo que hemos perdido en nuestro país me dejan sin palabras.
La policía ha contado mentiras y la prensa ha distorsionado los hechos (¡oh sorpresa!). Así que os voy a contar lo que realmente ocurrió.
Por la tarde asistí al acto popular previo al discurso del Estado de la Nación donde me encontré con los congresistas Lynn Woosley y John Conyers, Ann Wright, Malik Rahim y John Cavanaghy. Lynn me consiguió una entrada para el discurso. Yo llevaba la camiseta con la leyenda: «2245 muertos. ¿Cuántos más?».
Después de la conferencia de prensa, empecé a dudar de si debía asistir al discurso en el Capitolio. No me apetecía demasiado porque sabía que George Bush iba a decir cosas que me dolerían y me enojarían y sabía que no podía interrumpir el acto porque Lynn me había dado la entrada y por respeto a ella sabía que debía comportarme. En realidad, regalé mi entrada a John Bruhn, del grupo Veteranos de Irak contra la guerra.
En la oficina de Lynn ya habían llamado a la prensa y todo el mundo sabía que yo iba a estar allí, por lo que hice de tripas corazón y decidí asistir.
Pedí a John que me devolviera la entrada y me encontré con uno de los ayudantes de la congresista Barbara Lee en el edificio de las oficinas del Congreso en Longworth y accedimos al Capitolio a través del túnel subterráneo. Pasé el control de seguridad una vez, luego fui al baño y al salir tuve que volver a pasarlo.
El asiento que me correspondía estaba en la primera fila del quinto piso. Me acompañó hasta allí la persona que al cabo de unos minutos me arrestaría.
Como tenía calor por haber subido tres plantas desde el lavabo, me desabroché la cremallera de la chaqueta. Me volví hacia la derecha para sacar el brazo izquierdo y el agente vio la camiseta y gritó: «¡Una manifestante!». Entonces se abalanzó sobre mí, me levantó del asiento con brusquedad y después de inmovilizarme con las manos a la espalda, me llevó a empujones escaleras arriba. «Ya me marcho», le dije. «¿Por qué me trata con tanta brusquedad?».
El tipo corrió conmigo hasta los ascensores, gritándole a todo el mundo que se hiciera a un lado. Cuando llegamos al ascensor, me esposó y me llevó a la calle donde esperamos la llegada de un coche patrulla. Cuando salíamos, alguien dijo «Es Cindy Sheenan» y el agente que me había detenido dijo: «Baje las escaleras con cuidado». «Pues cuando me ha llevado arrastras por las otras escaleras no le ha preocupado mucho si me hacía daño», repliqué. «Pero es que usted estaba protestando». ¡Huau! ¡Me han sacado arrastras del Capitolio por protestar!
En el Congreso nadie me había dicho que no podía llevar esa camiseta, ni me habían pedido que me la cambiara o que me abrochara la chaqueta. Si lo hubieran hecho, me la habría quitado y después habría escrito sobre la falta de libertad de expresión. En cambio, me sacaron por la fuerza (tengo contusiones que lo atestiguan) y me arrestaron por «conducta ilegal».
Después registraron todas mis pertenencias, me tomaron las huellas dactilares y llegó un amable sargento que, al ver la camiseta, dijo: «Conque 2245, ¿eh? Yo acabo de volver de allí.»
Yo le conté que mi hijo había muerto en Irak. Fue entonces cuando se me reveló la inmensidad de mi pérdida. He perdido a mi hijo, he perdido los derechos de la Primera Enmienda. He perdido el país que amo. ¿Adónde ha ido este país? Rompí a llorar de dolor.
¿Para qué murió Casey? ¿Para qué han muerto los otros 2244 jóvenes valientes? ¿Por qué siguen allí decenas de miles de ellos corriendo peligro? ¿Para esto? ¿Para que yo no pueda ponerme siquiera una camiseta con el número de soldados muertos por culpa de George Bush y su política soberbia e ignorante?
Me había puesto la camiseta a modo de declaración. La prensa sabía que yo iba a estar allí y pensé que las cámaras se fijarían en mí de vez en cuando. No me la puse con la intención de sabotear el acto. De haber sido así, me habría bajado la cremallera de la chaqueta durante el discurso de George.
Si hubiera sabido lo que le ocurre a la gente que viste camisetas que molestan a los neoconservadores, si hubiera sabido que iban a detenerme, tal vez lo habría hecho, pero no fue así.
Han circulado historias muy distorsionadas sobre lo que ocurrió. Y cuento con algunos abogados dispuestos a poner un pleito contra el gobierno por los hechos de esta noche. Y lo haré. Ya va siendo hora de que recuperamos las libertades y el país.
No quiero vivir en un país que prohíbe que cualquier persona, independientemente de que haya pagado o no el precio máximo por dicho país, pueda llevar una camiseta, hacer declaraciones, telefonear o expresar sus pensamientos negativos sobre el gobierno. Precisamente por esto voy a recuperar mis libertades y mis derechos y no voy a permitir que Bush & Co me quite nada más ni que os lo quite a vosotros.
Estoy muy agradecida con los doscientos manifestantes que acudieron a la comisaría mientras me tenían encerrada para demostrarme su apoyo. Tenemos mucho potencial para el bien. Hay cantidad de gente dispuesta a luchar por ese bien.
Cuatro horas y dos comisarías después del arresto, me soltaron. Y estoy tan enfadada y dolida que me cuesta pensar con claridad.
Seguid luchando. Os prometo que yo también lo haré.