Inevitable parece que, en días como éstos, las gentes se pregunten cuáles son las consecuencias que cabe esperar del triunfo de uno u otro de los candidatos que concurren en las elecciones presidenciales estadounidenses. Adelantemos al respecto que el criterio que abraza la mayoría de nuestros conciudadanos rezuma un sano escepticismo en lo que se […]
Inevitable parece que, en días como éstos, las gentes se pregunten cuáles son las consecuencias que cabe esperar del triunfo de uno u otro de los candidatos que concurren en las elecciones presidenciales estadounidenses. Adelantemos al respecto que el criterio que abraza la mayoría de nuestros conciudadanos rezuma un sano escepticismo en lo que se refiere a la conveniencia de identificar sustanciosas diferencias entre Bush y Kerry.
Es cierto, sí, que para explicar ese escepticismo acaso no hay que ir muy lejos: aunque el repudio a Bush es común en la mayoría de nuestros conciudadanos, tampoco se aprecian mayores simpatías por el candidato demócrata, circunstancia que a primera vista remite a un rechazo general de lo que hoy es Estados Unidos. Sin descartar en modo alguno que ello sea así, conviene prestarle oídos, con todo, a otra explicación: la que sugiere que, declaraciones en mano, el discurso y las propuestas de Kerry son tan poco rupturistas que cualquier entusiasmo estaría de sobra. Los apoyos al rival de Bush tienen su origen, sin más, en el designio, respetabilísimo, de liberarse de este último.
Más allá de lo anterior, lo suyo es que nos preguntemos qué es lo que Kerry estaría llamado a aportar en dos terrenos decisivos: el de las políticas económicas y sociales, por un lado, y el de las relaciones exteriores de Estados Unidos, por el otro. Sabido es, por lo pronto, que desde tiempo atrás se ha registrado en la principal potencia planetaria una progresiva homologación entre los programas económicos de los dos grandes partidos, en franco provecho, bien es cierto, del discurso neoliberal que postulan desde hace un cuarto de siglo los republicanos. La apuesta que los demócratas blandieron en el pasado en provecho de fórmulas que recordaban, siquiera livianamente, a los Estados del bienestar ha ido reculando, circunstancia que, mal que bien, viene a explicar por qué en muchos casos son las mismas empresas las que financian a demócratas y republicanos.
La sensibibilidad social del Partido Demócrata ha bajado muchos enteros en un escenario en el que la propia condición personal de Kerry arroja mucha luz sobre la trama que opera en la trastienda: si mi memoria no me falla, la fortuna de la esposa del candidato demócrata asciende nada menos que a 700 millones de dólares. Con semejantes mimbres sólo los más ingenuos aguardarán que personas de tal condición económica acometan cambios llamados a sacar de la miseria a los 46 millones de indigentes que se hacinan en las megalópolis norteamericanas. También aporta luz, por cierto, la propuesta de Kerry en el sentido de subir los impuestos sólo en los casos de las rentas superiores a lo que entre nosotros serían unos 180.000 euros… Y que no se engañe el lector: la sociedad estadounidense no es tan opulenta como para que las cifras mentadas signifiquen algo fundamentalmente diferente de lo que quieren decir en la vieja Europa. Así las cosas, no está de más que le demos la razón al diputado popular Gustavo de Arístegui, quien días atrás afirmó que el Partido Demócrata configura una fuerza homologable a lo que entre nosotros es el centro derecha, aserción que deja sólo un espacio del espectro político, tan singular como ultramontano, a sus rivales republicanos.
Por lo que a las relaciones externas de Estados Unidos se refiere, la teoría asevera que un triunfo de Kerry tendría dos efectos de aparente cambio. El primero remite a una cuestión que lo es, pese a las lecturas al uso, de forma: aunque tocarían a su fin muchos de los elementos de ramplón unilateralismo que han impregnado las políticas de Bush, no por ello ganaría terreno un multilateralismo merecedor de tal nombre. No nos engañemos al respecto: la política exterior norteamericana anterior a Bush hijo no se caracterizaba por un benigno y generoso multilateralismo. Era, en el mejor de los casos, el reflejo de una suerte de multilateralismo a la carta, en virtud del cual se evacuaban consultas con aliados y amigos a sabiendas de que unos y otros se mostraban comúnmente dóciles y sumisos. No cabe aguardar, en otras palabras, que Kerry cancele el vigor de unas reglas del juego que invitan a Estados Unidos a imponer sus criterios e intereses, y a hacerlo en obscena desatención de las demandas de buena parte de los habitantes del planeta.
Hay quien sostiene, en fin, con criterio muy respetable, que un imaginable triunfo de Kerry colocaría en la Casa Blanca a una figura política mucho más consciente de las limitaciones que, aun hoy, acosan a la principal potencia del globo. El argumento ve la luz en la estela de la certificación de que las políticas de Bush han colocado a Estados Unidos en varios callejones sin salida, al tiempo que han engrosado, no sin paradoja, el caldo de cultivo de respuestas desbocadas. Aunque nada hay que oponer al sentido general del pronóstico, arguyamos, con todo, que también aquí la diferencia glosada se antoja menor: el propio Bush se ha visto obligado a moderar sus impulsos en un escenario en el que la terca realidad de los hechos impide hoy, por ejemplo, que Estados Unidos se lance a nuevas operaciones militares en Irán, Siria o Corea del Norte.
La conciencia en lo que atañe a las limitaciones propias ha alcanzado, en otras palabras, al presidente en ejercicio, circunstancia que, de nuevo, nos emplaza ante una inequívoca conclusión: quien quiera depositar en la figura de John Kerry la esperanza en cambios mayores parece llamado a equivocarse. Bien lo saben, por cierto, los habitantes de Gaza y de la Cisjordania.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.