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¿Quién está matando a Nueva Orleáns?

Fuentes: Sin Permiso

A escasos metros del campus de la Universidad de Dillard aún cubierto por las aguas, una señal de tráfico vencida por el viento indica el cruce entre la Humanidad y Nueva Orleáns. La negra noche deja entrever los rascacielos iluminados de las calles de Poydras y Canal en la zona centro, mientras que la franja […]

A escasos metros del campus de la Universidad de Dillard aún cubierto por las aguas, una señal de tráfico vencida por el viento indica el cruce entre la Humanidad y Nueva Orleáns. La negra noche deja entrever los rascacielos iluminados de las calles de Poydras y Canal en la zona centro, mientras que la franja norte de la ciudad, incluido el barrio de Gentilly cercano a Dillard, sigue a oscuras.

Hace seis meses que están sin luz, y nadie parece atreverse a decir cuándo volverán a tenerla. En la región de Nueva Orleáns, al menos 125.000 viviendas siguen desocupadas y en mal estado. En medio de esa penumbra vive una ciudad fantasmagórica, mientras que en los pudientes barrios que no se inundaron parecen haber llegado les bon temps. Puesto que gran parte de la población negra ha desaparecido, la mayoría de emisoras han empezado a emitir desde funk y rap hasta rock and roll.

Al alcalde Ray Nagin le gusta alardear de que «Nueva Orleáns ha vuelto», dando a entender que los turistas vuelven a merodear por el Barrio Francés y que los estudiantes de Tulane abarrotan los bistrós de la calle Magazine. Pero la gente que circula normalmente por la orilla occidental del Mississipí se parece mucho a la que visita el Mundo de Disney en un día cualquiera. Más de un 60 por ciento de los habitantes censados en Nueva Orleáns que eligieron a Nagin -incluido un 80 por ciento de afroamericanos- continúan en la diáspora del exilio sin ninguna esperanza de un regreso inmediato.

Durante su ausencia, las elites económicas locales, asesoradas por los think tanks conservadores de los «Nuevos Urbanistas» y los neo-Demócratas han usurpado casi todas las funciones que supuestamente debería ejercer el gobierno municipal electo. El Consejo Municipal está prácticamente excluido de las decisiones que toman comisiones delegadas y asesores externos, donde hay una mayoría apabullante de blancos Republicanos, quienes se proponen transformar y reducir a la mínima expresión una ciudad tradicionalmente negra y Demócrata. Sin mandato alguno por parte de los votantes locales, las escuelas públicas locales prácticamente han sido abolidas, y con ellas los empleos de maestros sindicados y demás empleados escolares. La clausura del mayor centro médico público de Luisiana, el Charity Hospital, también ha dejado en la calle a centenares de empleos regulados por convenio sindical. La junta local dominada por acólitos del presidente Bush y la gobernadora Kathleen Babineaux Blanco se rige por principios tan laxos que en poco tiempo habrá acabado con cualquier sistema de fiscalización de las finanzas locales.

Mientras tanto, el compromiso de Bush «de hacer el trabajo con diligencia» y llevar a cabo «la mayor reconstrucción que el mundo jamás haya visto», suena tan huero como su promesa de reconstruir las infraestructuras destruidas por las bombas en Irak. En lugar de eso, la administración federal ha dejado en el limbo a los residentes de barrios como el de Gentilly: sin trabajo, con casas inhabitables, sin protección contra inundaciones, sin exenciones hipotecarias ni préstamos blandos, y sin siquiera un plan de reconstrucción.

Cada semana que pasa aumenta la probabilidad de que la mayoría de los habitantes negros de Nueva Orleáns no logren regresar jamás a sus hogares (algo que el representante Barney Frank ha calificado de «política de limpieza étnica por inacción»).

Mentir sin parar

Después de la metedura de pata de su respuesta inicial al Katrina, Bush trató de emular a Franklin Delano Roosevelt y Lyndon Johnson cuando en su discurso de la plaza Jackson del pasado 15 de septiembre dijo que «tenemos la obligación de hacer frente a la pobreza [de Nueva Orleáns] sin ahorrar esfuerzos (…) Haremos lo que tengamos que hacer, estaremos aquí el tiempo que haga falta para ayudar a los ciudadanos a reconstruir sus comunidades y sus vidas».

Mientras tanto, la Casa Blanca siguió de brazos cruzados durante todo el otoño, mascullando homilías sobre los límites del sector público, mientras los perros de presa de los conservadores en el Congreso aprobaban ayudas para la zona del Golfo a cambio de recortar el Medicaid, los vales para comida y los préstamos a estudiantes. Los Republicanos tampoco desaprovecharon la ocasión para calificar la ayuda a Nueva Orleáns como la que se da a una sociedad venal del Tercer Mundo, un Estado en bancarrota como el de Haití, alejado de los valores del conjunto del país. Según el senador por Idaho Larry Craig, «Luisiana y Nueva Orleáns son los gobiernos más corruptos de nuestro país y lo seguirán siendo. (…) El fraude forma parte de la cultura de los iraquíes. Creo que lo mismo ocurre en Luisiana».

Con la excepción del Congressional Black Caucus, los Demócratas apenas han hecho nada para denunciar este despropósito o para desgastar a Bush recordándole una y otra vez el compromiso que contrajo en la plaza Jackson. El prometido congreso nacional sobre pobreza urbana es una más de las añagazas nunca cumplidas; en lugar de eso, Nueva Orleáns, cual barco gigantesco a la deriva, navega por las corrientes traicioneras de la hipocresía de la Casa Blanca y del desprecio conservador.

El primer aliento mortal vino del secretario del Tesoro, John Snow, quien rechazó avalar los bonos municipales de Nueva Orleáns, no dejando otra salida al alcalde Nagin que echar a la calle a 3.000 empleados municipales, que se añadían a miles de trabajadores de los sectores de la educación y la salud que ya estaban sin trabajo. La administración Bush también bloqueó las medidas propuestas por los dos grandes partidos que pretendían aumentar la cobertura del Medicaid para los evacuados por el Katrina y, puesto que el Estado de Luisiana podría perder ingresos por valor de 8.000 millones de dólares durante los próximos años, ceder una parte de los ingresos generados por el arrendamiento de sus yacimientos submarinos de petróleo y gas.

Pero más atroz si cabe fue la discriminación flagrante que sufrieron los barrios negros por parte de la Small Business Administration (SBA), la cual denegó la mayoría de los créditos locales concedidos a los pequeños negocios y propietarios locales. Al mismo tiempo, los funcionarios de la administración Bush sabotearon una ley apoyada en el Senado por los dos partidos destinada a salvar los pequeños negocios mediante pequeños créditos puente, dejando así a miles de microemprendedores en la bancarrota o ante la ejecución bancaria de sus préstamos. Como resultado, las bases económicas de la clase media afroamericana de la ciudad (trabajadores del sector público y pequeños negocios) han sido barridas por decisiones deliberadas de la Casa Blanca. Mientras tanto, sin iniciativas federales o estatales que permitan crear puestos de trabajo, los negros que tienen el nivel de ingresos más bajo están viendo como desaparecen sus nichos de empleo en los sectores de la construcción y de los servicios en beneficio de forasteros que tienen más capacidad para desplazarse de un lado a otro.

En contraste con su comportamiento negligente en las ayuda a los barrios, la Casa Blanca ha realizado esfuerzos hercúleos para recompensar a las grandes corporaciones y a los políticos vinculados a las mismas. La representante Nydia Vázquez, que forma parte del House Small Business Committee, señaló que la SBA había aportado a las grandes empresas 2.000 millones de dólares en contratos federales que excluían a la minoría de contratistas locales.

Los supremos beneficiarios de las ayudas por el Katrina han sido las grandes firmas de ingeniería KBR (filial de Halliburton) y Shaw Group, que goza de los servicios del lobbysta Joe Allbaugh (antiguo director de la FEMA y de la campaña electoral de Bush en el 2000). La FEMA y el Cuerpo de Ingenieros del Ejército eran incapaces de explicar a la gobernadora Blanco en qué estaban gastando el dinero en Luisiana, al tiempo que toleraban que las empresas tuvieran tales niveles de ganancias que hacían palidecer a las obtenidas en las zonas devastadas del Éufrates. (Naturalmente, parte de estas inmensas ganancias serán adecuadamente recicladas para acabar financiando las campañas electorales del Partido Republicano). La FEMA, por ejemplo, ha abonado a Shaw Group 17’5 dólares por metro cuadrado para la instalación de lonas en los tejados de Nueva Orleáns dañados por la tormenta. Piénsese que los instaladores suelen ganar unos 20 centavos de dólar por metro cuadrado y que las lonas las suministra la FEMA. Del mismo modo, el Cuerpo del Ejército paga a los contratistas 26 dólares por metro cúbico de escombros eliminados, mientras que los que trabajan a pie de obra con las excavadoras sólo reciben 1’3 dólares por hacer esa tarea. En otras palabras, cada nivel de la cadena trófica de contratos recibe cantidades grotescamente hinchadas de fondos, excepto el escalón más bajo (y eso en los casos en los que el trabajo por el que cobran las grandes empresas efectivamente llega a realizarse). Mientras los Amigos de Bush sacan oro de los escombros de Nueva Orleáns, muchos barrenderos -a menudo inmigrantes mexicanos o salvadoreños acampados en los parques de la ciudad o instalados en centros comerciales abandonados- apenas ganan lo suficiente para vivir.

El desprecio

En el displicente mundo político de Luisiana, en el que no se hacen prisioneros, es tan abundante el ejercicio interesado de la solidaridad como difícil es encontrar un canto rodado en un pantano. El Katrina permitió que floreciera un consenso sin precedentes entre los dos grandes partidos sobre la necesidad de establecer sistemas de protección contra los huracanes de fuerza 5 y sistema de ayuda financiera para la reconstrucción de viviendas dañadas. Desde los Republicanos más conservadores hasta los liberales más a la izquierda del partido Demócrata aceptaban unánimemente que el reflote de la región dependía de las inversiones federales en creación de nuevos diques y en recuperación de litorales, así como para el recate financiero de los 200.000 propietarios de viviendas cuyos seguros no cubrían sino una mínima parte de los daños sufridos. (En cambio, no hubo el mismo grado de consenso sobre el derecho que tenían a regresar a la ciudad los que vivían de alquiler o en viviendas de titularidad pública, que constituían nada menos que el 53% de la población de la ciudad antes del Katrina).

A principios del mes de noviembre ya pudo verse que el recate de Nueva Orleáns había dejado de ser una de las prioridades de la agenda política de Bush, si es que alguna vez realmente lo fue. Cuando el Congreso se acercaba al receso vacacional de Navidad, en la delegación de Luisiana cundía el pánico: no había prevista ninguna discusión sobre el plan para huracanes de categoría 5 y no estaba claro que la reconstrucción de los diques dañados pudiera estar terminada antes de que empezara la nueva temporada de huracanes. (A principios del mes de marzo los ingenieros que supervisan los trabajos de reconstrucción del Cuerpo del Ejército denunciaron la utilización de materiales de escasa consistencia y que no se estaba encofrando con cemento armado, por lo que un temporal fuerte podría derrumbar de nuevo los diques de protección).

Al final, el Congreso aprobó una dotación de 29.000 millones de dólares para la recuperación de la Costa del Golfo. Como informó el Washington Post, «6.000 de esos millones proceden de una partida maquillada de los 62.000 millones de la ayuda para el huracán Katrina aprobada con anterioridad. El resto de fondos provienen del recorte del 1% de de las partidas de los programas discrecionales no relacionados con emergencias». Así, el Pentágono recibió la llamativa cantidad de 4.400 millones de dólares para reparaciones de bases militares y otras supuestas actividades relacionadas con el Katrina, al tiempo que el Congreso recortó severamente los 250 millones de dólares destinados a combatir la erosión costera. Mientras tanto, la poderosa troica de Mississipí -el gobernador Haley Barbour y los senadores Trent Lott y Thad Cochran- convencieron a los Republicanos de que apoyaran la concesión de 6.200 millones de dólares para ayudas discrecionales para la recuperación de viviendas en Luisiana y de 5.300 para Mississipí, de modo que el Estado de Mississipí en total recibía cinco veces más ayudas que el Estado de Luisiana.

Luisiana recibió otro duro golpe el día 23 de enero cuando Bush rechazó el plan del representante Republicano Richard Baker, que preveía que una agencia provista con fondos federales, la Louisiana Reconstruction Corporation, compensara a los propietarios comprándoles a buen precio sus propiedades destruidas y las agrupara posteriormente en parcelas más grandes, que a su vez serían revendidas con objeto de construir nuevas viviendas. Tanto los Republicanos como los Demócratas locales montaron en cólera, y de nuevo el futuro del sur de Luisiana había sido dejado de la mano de dios. Aunque el gobierno había prometido 4.200 millones adicionales para ayudas a la vivienda, esa asignación continúa siendo combatida con denuedo por Texas y otros estados.

Naturalmente, la hostilidad Republicana contra Nueva Orleáns es algo que va mucho más allá y es mucho más ponzoñosa que la de la simple preocupación por la probidad cívica de sus habitantes (al fin y al cabo la ciudad más corrompida de Estados Unidos está a orillas del río Potomac, no del Mississipí). Por debajo de los circunloquios moran los mismos prejuicios y estereotipos antediluvianos que se utilizaron para justificar la violenta anulación de la Reconstrucción de hace 130 años. En la mayoría de desastres urbanos, las gentes que pasan a ser socialmente invisibles son los pobres, pero en el caso de Nueva Orleáns han sido los profesionales afroamericanos de clase media y la clase trabajadora con formación técnica. En medio de la confusión y el sufrimiento causados por el Katrina -una especie de test de Rorschach del inconsciente racial estadounidense- la mayoría de los políticos blancos y de los lumbreras de los medios de comunicación ha elegido ver sólo los demonios de sus propios prejuicios. La compleja historia y geografía social de la ciudad ha sido reducida a una caricatura de vastos barrios marginales poblados por criminales y clases abyectas, cuya salvación sólo puede venir de forasteros procedentes de otras ciudades pobladas mayoritariamente por blancos. La descripción de realidades incómodas como la normalidad del barrio de edificios de ladrillo rojo de Gentilly -o el caso de los orgullosos propietarios de sus viviendas, a la vez que promotores de un exuberante activismo cívico, que habitan en el Lower Ninth Ward- no han sido suficientes para lograr corregir la creencia, compartida por neo-Demócratas y viejos Republicanos, de que la cultura urbana negra es inherentemente patológica.

Esta clase de calumnias reproducen viejas caricaturas -que los negros son inconstantes, incapaces de autogobernarse de forma honrada- evocadas por la sanguinaria Liga Blanca cuando conspiró contra la Reconstrucción de Nueva Orleáns en la década de 1870. De hecho, algunos veteranos defensores de los derechos civiles temen la reproducción de la Batalla de la calle del Canal de 1874 en la que hubo una insurrección cruenta propiciada por la Liga en contra del gobierno municipal Republicano elegido con votos negros. Acaso esta vez ocurra sin picas ni pistolas, pero seguro que será con el ánimo renovado de desposeer al Nueva Orleáns negro de su poder económico y político. Ciertamente, hace mucho tiempo que algunas personas tienen una agenda orientada a propiciar una transformación generalizada del equilibrio de poder racial.

El «krewe» de Canizaro

En Orleáns, el poder y el estatus social siempre se han definido por la pertenencia a los «krewes» reservados del Mardi Gras y a los clubes sociales. [Los «krewes» son los grupos tradicionalmente formados por miembros hereditarios de la oligarquía blanca de Nueva Orleáns encargados de organizar y de participar en los desfiles fluviales y bailes organizados con motivo del Mardi Gras, también conocido como «martes de carnaval». N. del t.]. A principios de la década de 1990, algunos activistas en pro de los derechos civiles liderados por la combativa regidora municipal Dorothy Mae Taylor forzaron la eliminación de las reglas segregacionistas del Mardi Gras, y algunos de los clubes aceptaron de mala gana a algunos millonarios afroamericanos. A pesar de las resistencias de algunos miembros de la vieja guardia, los barrios más periféricos de la ciudad parecían ir adaptándose, aunque fuera a regañadientes, a la realidad de la influencia política de los negros.

Pero, como lo ocurrido después del Katrina ha dejado meridianamente claro, si la oligarquía ha muerto, entonces larga vida a la oligarquía. Mientras los regidores electos protestaban impotentes, una elite mayoritariamente blanca se arrogó el control del debate sobre la reconstrucción de la ciudad. Este «krewe» que gobierna de facto está compuesto por gentes como Jim Amoss, editor del Times-Picayune de Nueva Orleáns; Pres Kabacoff, promotor inmobiliario y patrocinador local del «Nuevo Urbanismo»; Donald Bollinger, propietario de un astillero y destacado bushista; James Reiss, inversor inmobiliario y jefe de la Autoridad Regional de Tráfico (por ejemplo, el hombre responsable de los autobuses que no evacuaron a la gente); Alden McDonald Jr., consejero delegado de uno de los bancos con mayoría de capital negro; Janet Howard, del Bureau of Government Research (inicialmente compuesto por elites de los barrios periféricos para contrarrestar el poder de Huey Long); y Scott Owen, el ambicioso presidente de la Universidad de Tulane.

Pero el líder y figura dominante es Joseph Canizaro, un rico promotor inmobiliario que se ha significado por su apoyo a Bush y que tiene lazos personales con gentes que forman parte del núcleo duro de la Casa Blanca. También es el verdadero poder que está detrás de la entronización del alcalde nominalmente Demócrata Nagin (que apoyó a Bush en el 2000), elegido en 2002 por el 85% del voto blanco. Finalmente, como antiguo presidente del Instituto Urbano del Suelo, Canizaro tiene capacidad para movilizar el apoyo de algunos de los promotores inmobiliarios más poderosos y de los planificadores urbanos más prestigiosos del país.

En una ciudad en la que el viejo capital tiene tanta tendencia a permanecer en la oscuridad como los vampiros de Anne Rice, Canizaro se presenta como un valeroso líder cívico capaz de decir en público verdades como puños. Así, el pasado mes de octubre dijo a Associated Press lo siguiente sobre la diáspora originada por el Katrina: «Si lo analizamos con sentido práctico, hay que reconocer que esas pobres gentes no disponen de los recursos necesarios para regresar a nuestra ciudad del mismo modo que no tenían los recursos necesarios para irse de ella. De manera que no podremos tener de vuelta a toda esa gente. Es un hecho».

En realidad, es un «hecho» que Canizaro ha contribuido decisivamente a la formulación del dogma reinante. El número de residentes desplazados que lograrán regresar a la ciudad está obviamente correlacionado con los recursos y oportunidades que se les proporcionen, de modo que el debate sobre la reconstrucción se apoya sospechosamente en proyecciones -realizadas por la RAND Corporation y repetidas hasta la saciedad por Nagin y Canizaro- que establecen que en los próximos tres años la ciudad recuperará sólo la mitad de la población que tenía en agosto de 2005. Mucha gente de Nueva Orleáns se pregunta irónicamente si estas proyecciones no serán en realidad objetivos a alcanzar. Durante muchos años Reiss, Kabacoff y otros se han quejado de que Nueva Orleáns tenía demasiados pobres. Enfrentados a las graves consecuencias fiscales que para los blancos tendría la reconstrucción de los suburbios negros, así como a tres décadas de desindustrialización masiva (que han dado a Nueva Orleáns un perfil más parecido al de Newark que al de Houston o Atlanta), estos filántropos sostienen que la ciudad se ha ido convirtiendo en un destructor de suelo para afroamericanos desempleados y con bajos niveles educativos, cuyos intereses reales -añaden- podrían satisfacerse mejor comprando un billete de autobús que les llevara a otra ciudad.

La reordenación encabezada por Kabacoff que convirtió el proyecto de viviendas públicas de St. Thomas en el River Garden, consistente en establecer una falsa subdivisión de los criollos basada en criterios de mercado, se ha convertido en una especie de prototipo para una ciudad más pequeña, más rica y más blanca que la comisión encabezada por el alcalde Nagin «Hagamos que Nueva Orleáns regrese» [Bring New Orleáns Back, BNOB] (con Canizaro como jefe del comité urbano de planificación) trata de construir. La BNOB acaso sea la mayor iniciativa tomada por la elite de Nueva Orleáns desde que el famoso «Cold Water Committee» (en el que estaba el padre de Kabacoff) se movilizó para echar a los «antiguos regulares» y elegir al reformador de Lesseps Morrison como alcalde. La BNOB surgió de un encuentro entre el alcalde Nagin y los potentados de Nueva Orleáns (a los que algunos apodan «los cuarenta ladrones») que Reiss organizó en Dallas doce días después de que el Katrina hubiera devastado la ciudad. La cumbre excluyó a algunos de los representantes negros más prominentes de Nueva Orleáns y, según la caracterización que hizo Reiss en el Wall Street Journal, se centró en la oportunidad que ofrecía la reconstrucción de la ciudad para conseguir que hubiera «mejores servicios y menos gente».

Los temores de que se estaba consumando un golpe de estado municipal se confirmaron cuando a finales del mes de septiembre el alcalde encargó a la BNOB que preparara un plan general para reconstruir la ciudad. Aunque supuestamente la comisión estaba racialmente equilibrada e incluía tanto al presidente del Consejo Municipal Oliver Thomas como al músico de jazz Winton Marsalis (que establecía contacto desde Manhattan), la influencia real la ejercían los jefes de los comités, y muy en particular Canizaro (planeamiento urbano), Cowen (educación) y Howard (finanzas), que comían en privado con el alcalde antes del encuentro semanal con el resto del grupo. Se dijo que las reuniones en petit comité eran necesarias, puesto que las que se celebraban con toda la gente no facilitaban una discusión «franca sobre los asuntos relacionados con la raza y la clase social».

Pudo haber una implosión en la BNOB cuando fue astutamente burlada por Canizaro al convencer a Nagin para que invitara al Instituo Urbano del Suelo (Urban Land Institute, ULI) para que trabajara con la comisión. Aunque el ULI es el portavoz declarado de los promotores de suelo empresarial, Nagin y Canizaro dieron la bienvenida a la delegación de promotores, arquitectos y exalcaldes como si se tratara de una heroica caballería que acudía al recate de la ciudad. En dos palabras, las recomendaciones del ULI reformularon la aspiración histórica de la elite de reducir el papel socioeconómico de la pobreza negra (y del poder político negro) y de circunscribir el espacio físico que ocupaba a límites compatibles con la seguridad pública y las infraestructuras urbanas fiscalmente viables.

A partir de estas dudosas premisas, los «expertos» foráneos (entre los que había representantes de algunas de las mayores compañías inmobiliarias y firmas de arquitectos del país) propusieron una partición inédita en cualquier ciudad estadounidense, según la cual los barrios bajos podrían ser objeto de recalificaciones masivas que permitieran su futura reconversión en zonas verdes que protegieran a Nueva Orleáns de futuras inundaciones. Como dijo un promotor foráneo: «Vuestras viviendas son ahora un bien público. Nunca más podréis manejarlas como una propiedad privada».

Completamente consciente de que era inevitable que aparecieran focos de resistencia popular, el ULI propuso la creación de la Crescent City Rebuilding Corporation, con capacidad legal para realizar expropiaciones, que podría puentear al Consejo Municipal, y asimismo tendría autoridad sobre las finanzas locales. Si a eso se añade el control sobre las escuelas de Nueva Orleáns, la dictadura de los expertos designados por las elites lograría erradicar de forma efectiva la democracia representativa y anular el derecho de los ciudadanos locales para tomar decisiones que afectan a sus vidas. Para veteranos luchadores en pro de los derechos civiles en la década de 1960 todo esto apestaba a una pura y simple privación del derecho de voto y a un retorno al paternalismo propio de las plantaciones de algodón.

Sorprendentemente, el Consejo Municipal, con el apoyo de un gran número de propietarios de viviendas blancos y de sus representantes, rechazó airadamente el plan del ULI. El alcalde Nagin -literalmente en el filo de la navaja- trataba de estar a buenas con los dos bandos, y al mismo tiempo que negaba categóricamente el abandono de cualquier área de la ciudad lanzaba advertencias en torno a que la ciudad no podría permitirse dar servicio a todos los barrios. Pero los funcionarios estatales y nacionales, incluido el secretario del Ministerio de Vivienda y Desarrollo Urbano del gobierno federal Alphonso Jackson, aplaudieron el plan del ULI, como también hicieron el editorial del Times-Picayune y el influyente Bureau of Government Research.

Las recomendaciones de la BNOB presentadas por Canizaro en el mes de enero se reprodujeron milimétricamente en el marco diseñado por el ULI: incluían la participación de empresas promotoras, ajenas al control del Consejo Municipal, que actuarían como bancos de suelo para adquirir las viviendas y los barrios más dañados mediante fondos federales, y con capacidad para ejecutar expropiaciones cuando fuera necesario en las áreas más bajas, ya fuera para convertirlas en un cinturón verde («barrios de negros en parques para blancos», dijo alguien), o para reunir parcelas para conseguir un sistema de ingresos mixtos como se hizo en River Garden. Otros comités recomendaron una reducción drástica del poder del gobierno municipal electo.

Sobre el asunto crucial de cómo decidir qué barrios podrían ser reconstruidos y cuáles sufrirían el acoso de las excavadoras, la BNOB aceptó la idea de adquisiciones masivas por la fuerza de bienes inmobiliarios, pero estableció un procedimiento ambiguo para llevarlas a cabo. En vez de acogerse al despiadado plan que proponía el Bureau of Government Research, Canizaro y sus colegas propusieron un sistema de moratoria temporal de construcción de nuevas viviendas que debía conciliarse con el establecimiento de una serie de reuniones de los planeadores urbanos de los barrios, los cuales deberían sondear a los propietarios de viviendas sobre la viabilidad de los planes urbanos propuestos. Sólo los barrios en los que efectivamente vivieran al menos la mitad de los residentes censados antes del Katrina pasarían a ser considerados serios candidatos a recibir Ayudas para el Desarrollo de Edificios de la Comunidad (SDBGs, en inglés) y otras ayudas financieras.

Canizaro presentó el informe a Nagin en una sesión pública el 11 de enero. El alcalde dijo: «Me gusta el plan», y felicitó a los comisionados por «el buen trabajo realizado». Pero para muchos ciudadanos locales el informe de Canizaro resultaba mucho menos atractivo. «Voy a sentarme en el portal de mi casa con mi arma al lado», espetó un residente en una de las reuniones abiertas celebradas en el ayuntamiento el 14 de enero, mientras que otro se preguntó: «¿De veras vamos a permitir que unos pocos promotores inmobiliarios, un puñado de chaperos y algunos ladrones de tierras se apropien de nuestras tierras y de nuestras casas para convertir a nuestros hogares y nuestras vidas en una versión de Mundo Disney?». Como era de prever, a Nagin le entró pánico y supuestamente desautorizó la moratoria inmobiliaria. Poco después la Casa Blanca torpedeó el plan Baker y sólo permitió que la BNOB financiara su ambicioso proyecto de reconvertir Nueva Orleáns en una docena de nuevos River Gardens conectados mediante una línea de ferrocarril ligero mediante las aportaciones estatales de las CDBG.

Pero Canizaro no parecía estar demasiado preocupado. Trató de asegurarse los apoyos para que el plan ULI/BNOB saliera adelante, aunque tuviera que hacerlo solamente con las CDBG. Su tranquilidad se basa en gran parte en que sabe que, independientemente del lado del que soplen los vientos políticos locales, existen fuerzas externas suficientemente poderosas como para tornar en permanente el éxodo de los barrios negros (la falta de cobertura mediante seguros, los nuevas mapas de inundaciones del FEMA, el rechazo de los prestamistas a refinanciar las hipotecas, etc.). Además, como bien sabe cualquiera que esté familiarizado con la moderna realpolitik de Luisiana, ninguna decisión que se tome en Nueva Orleáns es definitiva hasta que algunos buenos chicos (y chicas) de la vieja guardia de Baton Rouge [la capital del estado de Luisiana] han dicho la última palabra.

Cambio de poder

Antes de que los últimos cadáveres fueran sacados de las pútridas aguas de Nueva Orleáns, algunos analistas políticos conservadores estaban escribiendo alegres obituarios acerca del poder de los negros Demócratas en Luisiana. «El margen de los Demócratas para conseguir la victoria», dijo Ronald Utt de la Heritage Foundation, «reside ahora en el Astrodome de Houston». Gracias a los diques defectuosos que construyera el Cuerpo del Ejército, los Republicanos están a punto de lograr otro escaño en el Senado, dos en el Congreso y probablemente la gobernatura del Estado. Para los Demócratas sería ya imposible repetir la hazaña de Clinton en 1992 cuando ganó Luisiana por aproximadamente el margen de la victoria que consiguió en Nueva Orleáns. Con un psefólogo en la Casa Blanca tan implacable como Karl Rove, es inconcebible que consideraciones de esta naturaleza no estén detrás de la desvergonzada respuesta de Bush a la llamada de socorro de la ciudad.

Nueva Orleáns siempre ha competido con Detroit en punto a la antipatía que en ambas urbes los blancos de los barrios periféricos profesan a los negros de los barrios del centro de sus respectivas ciudades, de modo que no debería sorprendernos que los electores de Jefferson Parish (que incluso eligieron al líder del Klan para el Congreso del Estado en 1989) y los de St. Tammary Parish sientan especial regocijo por el cambio acaecido en la población metropolitana y en el poder electoral después del Katrina. Ambas Parish experimentan booms inmobiliarios que pueden contribuir a consolidar el vaciado y declive de Nueva Orleáns.

Por su parte, la Gobernadora Blanco, Demócrata, no se ha mostrado preocupada por esta gran remodelación de la mayor área metropolitana de Luisiana. De hecho, sus primeras medidas, muy del estilo de Bush, para paliar los daños del Katrina consistieron en tomar el control sobre las escuelas de Nueva Orleáns y aprobar un recorte drástico de 500 millones de dólares en el gasto estatal, al mismo tiempo que patrocinaba (en nombre de la recuperación económica) una disminución de los impuestos a compañías petroleras que nadaban en la abundancia. La decisión de Blanco puso furioso al Legislative Black Caucus, que la acuso de «una completa falta visión global y de liderazgo» y acudió a los tribunales para cuestionar su derecho para aprobar recortes sin consultar previamente a los legisladores estatales. Pero Blanco, con el apoyo de los conservadores rurales y de los lobbystas empresariales, se mantuvo en sus trece, incluso mostrando una abierta hostilidad contra los Demócratas negros cuyos apoyos había buscado en el pasado.

La gente pobre no tiene voz dentro de la Louisiana Recovery Authority, una pandilla formada por presidentes de universidades y de tipos de empresas privadas contratados por Blanco que están menos en deuda con los votantes negros de Nueva Orleáns y sus representantes que con el «krewe» de Canizaro. Los veintinueve miembros del consejo directivo de la LRA, dominado por representantes de grandes corporaciones, incluyen a un solo sindicalista, pero a ningún representante de las clases populares negras. Además, a diferencia de la comisión de Nagin, la LRA tiene poder decisorio, no sólo consultivo: controla la asignación de los fondos de la FEMA y de las ayudas CDBGs que el Congreso ha aportado para la reconstrucción de la ciudad.

Según entrevistas aparecidas en el Times-Picayune, destacados miembros de la LRA creen que la fuerza que tienen los incentivos económicos negativos llevará a circunscribir los márgenes de la ciudad a los contornos esbozados por el Instituto Urbano del Suelo. La Autoridad ha rechazado desembolsar siquiera un centavo de sus fondos para paliar desastres en áreas consideradas inseguras, y presumiblemente será igualmente impalcable con respecto a la aplicación presupuestaria de las CDBG. En una sesión del Congreso del Estado, la gobernadora Blanco insistió mucho en que sería el Estado, y no el gobierno local o los comités de planificación de barrios, el que seguiría teniendo el control sobre el destino de las ayudas y los créditos.

Pero cabe la posibilidad de que Blanco y las elites hayan pasado por alto la importancia del factor Fats Domino.

«¡Fuera excavadoras!»

Como otras tantas viviendas dañadas por las inundaciones, pero que aún conservan estructuras en buenas condiciones, la casa de Fats Domino exhibe un cartel desafiante: «Salvemos el barrio: ¡fuera excavadoras!» El símbolo del rythm&blues, que siempre se ha mantenido muy próximo a sus raíces de clase trabajadora en Holy Cross, sabe muy bien que su barrio ribereño y el resto del Lower Ninth Ward son objetivos prioritarios de los que quieren reducir los límites de la ciudad. El día de Navidad, el Times-Picayune, amparándose en que «antes de reconstruir una comunidad primero hay que imaginarla», publicó una proyección de cómo sería una Nueva Orleáns más pequeña pero mejor: «Los turistas y los escolares podrán realizar un recorrido en un museo viviente que incluirá la casa de Fats Domino y el instituto de Holy Cross, un memorial del Katrina formado por varias manzanas de casas que abarca gran parte del barrio devastado».

«Museo viviente» (o «museo del holocausto», como me dijo cáusticamente un amigo negro) suena a chiste malo, pero refleja la concepción que tiene la elite blanca de lo que debe ser la Nueva Orleáns afroamericana. En el audaz mundo del «Nuevo Urbanismo» de Canizaro y Kabacoff los negros (junto con otra minoría de color, los cajunes) sólo podrán jugar el papel de gentes dedicadas al entretenimiento y convertirse en caricaturas de sí mismas. La energía descomunal que alguna vez desplegaron las canciones, los proyectos de viviendas y los desfiles de la segunda línea de barrios será ahora adecuadamente embalsamada para deleite de los turistas en un paquete que supuestamente se llamará Louisiana Music Experience y se exhibirá en el distrito dedicado a los negocios.

Pero esta versión trovadoresca del futuro primero tendrá amordazar las hondas raíces de movilización popular que se han sucedido a lo largo de su historia. El secreto mejor guardado de la ciudad -al menos para la prensa oficial– ha sido el resurgimiento de la organización de actividades sindicales y comunitarias desde mediados de la década de 1990. En realidad, Nueva Orleáns, la única ciudad sureña en que el sindicalismo siempre ha tenido suficiente poder como para convocar una huelga general, se ha convertido en un importante crisol de nuevos movimientos sociales. En concreto, se ha convertido en el campo base de ACORN, una organización nacional de propietarios y arrendatarios de clase trabajadora entre los que hay más de 9.000 miembros de familias de Nueva Orleáns, la mayoría de los cuales pertenecen a barrios negros amenazados. Los miembros de ACORN han sido el motor que había detrás de la tumultuosa y larga lucha de más de una década por lograr la implantación de los sindicatos en los hoteles del centro de la ciudad. También fue la organización que impulsó el referéndum que aprobó la necesidad de legislar el primer salario mínimo del país (posteriormente anulado por el derechista Tribunal Supremo del Estado). Después del Katrina, ACORN se ha convertido en el mayor opositor al plan ULI/BNOB de jibarizar la ciudad. Sus miembros han visto como tienen que pelear de nuevo con los mismos representantes de la elite que se opusieron a la sindicalización hotelera y a un salario mínimo.

El fundador de ACORN Wade Rathke se burla de las proyecciones de la RAND Corporation, que da por sentado que la mayoría de los negros abandonarán la ciudad. «No crea nada de lo que digan esos farsantes», me dijo en enero mientras comíamos unos buñuelos en el Café du Monde. «Hemos sondeado a los desplazados que ahora residen en Houston y Atlanta. Hay una abrumadora mayoría de gente que quiere regresar. Son conscientes de que ésta va a ser una batalla muy dura, puesto que debemos luchar simultáneamente en dos frentes: el de restaurar sus casas y el de poder ofrecerles puestos de trabajo. El reto se puede resumir diciendo que lo que hagamos será lo que tendremos. Por eso nuestros miembros son tan realistas».

Sin esperar a las ayudas CDBG, a los mapas de inundaciones de la FEMA o a que Canizaro les dé permiso, los miembros y voluntarios de ACORN procedentes de todo el país están trabajando noche y día para reparar las casas de más de 1.000 familias en algunas de las áreas más amenazadas. La estrategia es enfrentarse a los jibarizadores de la ciudad con el hecho inabrogable de la reocupación viable de los núcleos básicos de los barrios.

ACORN se ha aliado con la AFL-CIO y la NAACP para defender los derechos de los trabajadores y presionar para que se contraten a trabajadores locales con el fin de contribuir a la recuperación de la ciudad. Rathke denuncia que el Katrina se ha convertido en el pretexto para el ataque más despiadado que ha habido por parte del Gobierno en contra de los sindicatos desde que en 1981 Ronald Reagan aprobó el despido de los controladores de vuelo en huelga. «Primero se produjo la suspensión de la ley Davis-Bacon [sobre la prevalencia de los niveles salariales federales], después el asalto de las escuelas por parte del Estado y la destrucción del sindicato de maestros, y ahora esto». Se declara a favor de sabotear alguno de los camiones de recogida de escombros de la plaza Jackson. «La recogida de basura en el Barrio Francés siempre la habían hecho trabadores sindicados de la ciudad afiliados al SEUI. Ahora la FEMA ha contratado el servicio con un empresa esquirol de fuera del Estado. ¿Es esto lo que significa Bring New Orleáns Back?».

ACORN también ha pleiteado para conseguir que los desplazados de Nueva Orleáns, mayoritariamente población negra, tengan la posibilidad de ejercer su derecho de voto desde fuera del Estado, particularmente en Atlanta y Houston, en las elecciones municipales del próximo 22 de abril. Cuando un juez federal desestimó la demanda, el activista de ACORN Stephen Bradberry dijo que «es obvio que hay un plan concertado para hacer que esta ciudad sea más blanca». La NAACP está de acuerdo, pero el Ministerio de Justicia ha denegado su petición de paralizar una elección que muy probablemente transferirá el poder a la mayoría blanca artificialmente creada por el Katrina.

Sería verdaderamente inspirador ver que, en la última batalla Nueva Orleáns, el nuevo o renovado movimiento en pro de los derechos civiles basado en un valiente activismo local tenga su extensión en una solidaridad significativa promovida por el movimiento sindical, los llamados Demócratas progresistas e incluso los miembros del Congressional Black Caucus. Promesas, declaraciones en la prensa y el envío de delegaciones esporádicas, sí las ha habido hasta ahora; pero lo que no ha habido aún es una denuncia nacional del atropello sufrido y un sentido de la urgencia de que debería prestarse mucha atención al intento de asesinato de Nueva Orleáns, precisamente en el cuadragésimo aniversario de la Voting Rights Act. Como escribió el historiador Ted Tunnell, el fracaso de los Radicales del Norte de 1874 para lanzar una respuesta armada de sus militantes contra la insurrección blanca de Nueva Orleáns contribuyó a que se malograra la primera Reconstrucción. ¿Nuestra pusilánime respuesta a los efectos del huracán Katrina nos conduce a aceptar la palmaria reducción de la segunda gran reconstrucción?

Mike Davis es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO. Está en prensa la traducción castellana de su reciente y celebrado libro sobre la venidera pandemia de gripe aviar: El monstruo llama a nuestra puerta (trad. María Julia Bertomeu, Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 2006)

Traducción para www.sinpermiso.info: Jordi Mundó