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El Congreso es el último en enterarse

¿Quién tiene miedo al lobby de Israel?

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

El Congreso es el último lugar donde buscar a «los más brillantes y mejores» o a los más entendidos. Aun así, la mayoría de los senadores y representantes están al menos algo mejor informados que la gente cuya ventana al mundo es Fox News.

¿Por qué entonces hicieron un espectáculo de ellos mismos, otra vez más, mientras escuchaban lo que Benjamin Netantahu quiso contarles sobre Irán? ¿Por qué le dan importancia a lo que dice?

¿Por qué tendría que importarle a alguien lo que pueda pensar Netanyahu?

La respuesta corta es: porque les conviene.

Lo que Netanyahu piense importa por la misma razón que importa lo que los republicanos piensen y, si vamos al caso, lo que el 95% (o más) de los demócratas del Congreso piensen sobre Irán o cualquier otra cuestión.

Sus ideas no merecen que se las tome en serio, ni mucho menos. Pero sus poderes y funciones sí.

Eso es lo que sucede ahora en las «democracias» modernas. No es que haya escasez de personas con ideas que merezcan tenerse en cuenta. Pero, con raras excepciones, esas personas se han quedado relegadas en los márgenes de la vida política. Sus puntos de vista casi nunca se ven reflejados en las políticas públicas; en cualquier caso, no de forma directa y no en el momento oportuno.

La mayoría de las excepciones están en la derecha política, gracias a la generosidad de plutócratas que son lo suficientemente inteligentes como para ir uno o dos pasos por delante.

Al ofrecer think tanks y programas universitarios que favorecen a determinadas empresas con recursos suficientes para conseguir que los políticos les presten atención, tienen en ocasiones ideas que de otra manera no serían tenidas en cuenta. Huelga decir que siempre se trata de ideas que sirven a sus intereses.

Parece una estupidez, pero las ideas progresistas rara vez se toman en serio. Son tan bien recibidas en los pasillos del poder como las cepas de bacterias resistentes a los antibióticos en los hospitales modernos.

Así no era como se suponía que tenía que ser; pero, el mundo real de la democracia y la teoría democrática no han ocupado nunca la misma página. La brecha ha llegado a ser últimamente más profunda de lo habitual, pero el problema ha estado siempre ahí con nosotros.

Casi no podría ser de otra manera en un sistema político organizado en torno a un ideal de igualdad entre la ciudadanía supervisado por una economía capitalista en la que el poder económico y las inimaginables riquezas sólo van a parar a una fracción diminuta de la población.

Como todo el mundo sabe ya, esa fracción ha retrocedido en las últimas décadas hasta niveles de la Edad Dorada o peor.

Los activistas de Ocupa Wall Street solían contraponer con todos los demás la minoría del 1%. Eran demasiado amables con el capitalismo en su actual fase. Estos días, el poder económico real está en manos de una fracción diminuta de ese 1%.

Otros, algo más debajo de ese 1% pero todavía en la parte superior de la distribución de los ingresos y riquezas, defienden su nivel. Deben su buena fortuna a aquellos fenómenos de los que tanto solíamos oír hablar en los días de Reagan y que siguen ahora afectándonos en grado sumo.

Todo lo demás -la cifra del 99% no está lejos- es peor o no es mejor que antes del neoliberalismo que Reagan impulsó ayudando a que arraigara.

Las instituciones que solían mitigar algunas de las consecuencias más nocivas de las desigualdades que el capitalismo genera están también en declive.

De esto va la política neoliberal. Bajo su égida, el progreso conseguido en las décadas centrales del siglo XX y en los años anteriores a la I Guerra Mundial lleva varios decenios bajo ataque.

Los esfuerzos recientes de gobernadores y legisladores republicanos para abrir nuevos frentes en esa continuada guerra de clases son sólo el último capítulo.

En estas circunstancias, es del todo imposible mantener el poder económico sin que se extienda a la esfera política. Lo que había sido un problema crónico que hasta cierto punto podía suavizarse ha acabado agudizándose.

* * *

En teoría, «democracia» significa el gobierno del demos, «el pueblo», frente a las elites económicas y sociales. En la práctica, la palabra designa los regímenes que sostienen el poder de las elites económicas sobre el demos, siempre y cuando los gobiernos que supervisan las economías capitalistas lleguen al poder mediante elecciones competitivas que por lo general son libres y justas en un sentido de procedimiento. Otra cuestión es lo libres y justas que realmente puedan ser.

Gracias a una tendencia generalizada a confundir liberalismo con democracia, también se mantiene a amplios niveles que los regímenes políticos deben respetar los derechos políticos básicos -libertad de expresión, de reunión, de religión, etc.- para poder llamarse democráticos.

Para embrollar aún más la cuestión, se añaden en ocasiones a la lista las «libertades» económicas, libertades para emprender lo que un famoso filósofo libertario, Robert Nozick, llamó «actos capitalistas entre adultos que consienten».

Sin embargo, por lo general, el punto de vista común sostiene que lo importante para la «democracia» es el nivel colectivo al que se toman las decisiones, no cuántas o qué tipos de inmunidades existen frente a las interferencias estatales o cómo se mantienen.

Para aparecer como democracia en el mundo real de la política actual basta simplemente con seguir, al menos aproximadamente, las formas de procedimiento que los teóricos democráticos prescriben para la elección de candidatos y elaboración de las leyes.

Este conocimiento se adapta también a las necesidades de los magnates del capitalismo.

Quizá la mejor de las razones para defender la democracia, concebida en la forma que prefieran, es la que, como todo el mundo sabe, propuso Winston Churchill: que todas las posibles alternativas eran todavía peores.

Incluso aunque tuviera razón, ese no es precisamente un argumento calculado para generar un apoyo entusiasta.

Las consideraciones sobre el mal menor triunfan a menudo en las contiendas electorales, pero es preciso que ejerzan después su dominio sólo durante breves períodos o en momentos críticos. Lo que necesitan los beneficiarios del statu quo es un régimen político que se asiente en un sentido duradero de su propia legitimidad.

Esta es la razón por la que las elites económicas en los países democráticos se sienten complacidas cuando se incorporan las visiones de la gobernabilidad democrática avanzadas por los grandes teóricos de la democracia del pasado, a fin de apoyar formas políticas de las que notoriamente se benefician.

Esas visiones se derivan de muchas posiciones estratégicas y están motivadas por una variedad de preocupaciones fundamentales. Sin embargo, las elecciones competitivas libres y justas juegan un papel importante en todas ellas. Y, en todas ellas, lo que importa es que las elecciones sean sustancialmente, y no sólo formalmente, libres y justas.

No hace falta decir que, a este respecto, no se cumplen los contenidos auténticos de la democracia.

Casi todas las teorías que justifican la gobernabilidad democrática ocupan un lugar de honor ante las instituciones representativas, pero pocas de ellas defienden esas instituciones por sí mismas. Para la mayoría de los grandes teóricos del pasado, el gobierno representativo es la segunda mejor alternativa al gobierno democrático directo, descartado por razones de viabilidad.

Por tanto, desde el punto de vista de la mayoría de los teóricos de la democracia, cuanto más se parecen las instituciones del gobierno representativo al funcionamiento de las asambleas populares, mejores son esas instituciones.

A este respecto, EEUU es «excepcional» en comparación con otras democracias auténticas del mundo porque sus acuerdos institucionales se han alejado aún más del ideal que la mayoría de países.

Nuestras instituciones serían más democráticas en un sentido relevante si, por ejemplo, tuviéramos una representación proporcional o un sistema electoral de doble vuelta o algo parecido, pero las disputas electorales que favorecen que «el que gane se lo lleve todo» estuvieron dominadas por partidos políticos establecidos en los que los ganadores ni siquiera necesitaban obtener la mayoría de todos los votos.

Nuestras instituciones serían también más democráticas si eligiéramos directamente a los presidentes, que no hubiera un colegio electoral que haga que los votos en los «estados indecisos» cuenten más que los votos de los demás; o si nuestra cámara legislativa «más alta», el Senado, no ofendiera tan descaradamente normas democráticas tan básicas como una persona-un voto, y junto a sus filibusteros y otros procedimientos secretos, incluso el método del gobierno de la mayoría.

Y, por si esto no fuera suficiente, últimamente nuestra democracia se ha visto aún más reducida por la labor de un Tribunal Supremo que identifica las restricciones en las contribuciones a la campaña con las limitaciones a la libertad de expresión, y por los esfuerzos republicanos para eliminar a los votantes.

Sin embargo, persiste la ilusión de que el Congreso es un cuerpo deliberativo integrado por legisladores altruistas determinados a hacer todo lo que puedan por su electorado, que constituye el 99% o más de los votantes.

Fue en ese foro donde el líder del autodeclarado «estado-nación del pueblo judío», expuso sus puntos de vista. Esta vez hizo cuanto estuvo en su poder para no parecer ridículo; incluso se olvidó de sus caricaturescos soportes audiovisuales.

Sin embargo, ¡qué espectáculo tan nauseabundo ofreció! Parece que Netanyahu, un bufón impenitente, se considera a sí mismo como un Churchill de última hora. Y, en efecto, pareció casi churchilliano comparado con los senadores y representantes que se pusieron a brincar como marionetas, aplaudiendo su última presentación de la línea del Likud.

¿Qué diablos pensaban que estaban haciendo? ¿Y por qué lo estaban haciendo?

* * *

También para eso hay una respuesta corta: tienen miedo del lobby de Israel.

Y como nuestros medios de comunicación también tienen miedo, la mayor parte de los estadounidenses no se han dado cuenta de nada o lo han dejado pasar. La obediencia servil y de base se ha convertido en algo tan habitual en el «Hogar de los Valientes» que apenas nadie presta atención a nada.

Incluso en una aproximación remota a la democracia de los filósofos, liberar al Oriente Medio -y al mundo- de armas nucleares debería ser el objetivo principal en el Congreso y en todas las entidades legislativas del mundo.

Pero eso no puede suceder porque plantearía la cuestión de las bombas atómicas israelíes -según todos los relatos, tienen al menos ochenta, pero puede que lleguen a doscientas- y la demostrada belicosidad de Israel.

Hacer algo absoluta y estrictamente verboten [prohibido] de esas cuestiones ocupa uno de los primeros lugares de la lista de obligaciones del lobby de Israel.

Mantener la demonización de Irán ocupa también un lugar muy alto en la lista. Después de todo, Israel necesita de amenazas existenciales; no sólo porque mercadear con el holocausto al estilo Elie Wiesel ya no es suficiente para mantener la denominada «diáspora» judía a bordo, sino también para tener bajo control a los judíos israelíes.

Irán les viene al pelo para eso porque en el mundo real no es una amenaza en absoluto.

Si Irán tuviera también la bomba atómica, podría disuadir a Israel de sus depredadoras incursiones por los países vecinos, especialmente en el Líbano y en la Palestina ocupada. Netanyahu no querría eso ni tampoco la mayor parte del resto de miembros bona fide del Herrenvolk [pueblo elegido] israelí.

Sin embargo, la mayoría de los judíos estadounidenses, como la mayoría de las personas alrededor del mundo, encontrarían que esa situación supone más un alivio que una amenaza. Por supuesto que los fanáticos sionistas estarían en desacuerdo. Aunque tampoco merece la pena que tomemos en serio sus razones.

Pero al igual que el gobierno israelí y los partidos republicano y demócrata, no podemos ignorarlos porque sus recursos organizativos y financieros son más que suficientes para promover su causa. A ese fin, utilizan todos los medios de persuasión que pueden desplegar y utilizan también a los demócratas y a los republicanos.

Hay algunos que mantienen que hacen eso no porque persigan siquiera hacer su agosto (aunque aprovechan todas las oportunidades posibles en cuanto pueden), sino porque, a pesar de su riqueza y poder, siguen siendo desmesuradamente, incluso patológicamente, inseguros; no importa lo que puedan sugerir las evidencias, ellos creen que, en un análisis final, sólo un estado judío puede proteger verdaderamente a los judíos.

Sin duda, eso es lo que muchos de ellos piensan.

Aunque, ¡qué extraño que algunas de las personas más ricas y poderosas de EEUU piensen de esa forma, cuando, como seguramente conocen, el «estado-nación del pueblo judío», el presunto refugio de la judería mundial en última instancia, depende absolutamente de los EEUU para su prosperidad e invulnerabilidad militar y para su inmunidad, de facto, ante las exigencias del derecho internacional.

Los » expertos asesores » sionistas dirán que los acontecimientos recientes justifican su paranoia, que lo que ellos denominan antisemitismo está aumentando en todas partes. Huelga decir que exageran esas evidencias, pero hay cierto mérito en su afirmación de que los sentimientos antijudíos están en alza en Europa y otros lugares.

Aunque, quizás excepto en las regiones atrasadas donde los provocadores patrocinados por EEUU están trabajando agitando a los opositores neofascistas y nacionalistas al gobierno ruso, no hay ningún resurgimiento del antisemitismo. Muy al contrario.

Lo que está en aumento son los antagonismos entre las comunidades musulmanas y las comunidades integradas por judíos en los países históricamente musulmanes.

Para esto ya contamos con las maquinarias israelí y estadounidense por todo el mundo musulmán, junto con la interminable y cada vez más brutal ocupación israelí de Palestina. Las condiciones en las que viven los musulmanes en Europa y otros lugares sirven también para echar más leña al fuego.

Inevitablemente, alguna animosidad se derrama sobre las poblaciones donde sobreviven algunos restos de genuino antisemitismo. Aunque, irónicamente, los esfuerzos sionistas para identificar antisionismo con antisemitismo funcionan para mantener el fenómeno en unos determinados límites.

La razón es sencilla: la derecha europea se sitúa junto a Israel, no sólo porque sea islamófoba sino también porque los fascistas europeos y los sionistas fanáticos son hermanos del alma.

El antisemitismo clásico sufrió una derrota histórica hace más de siete décadas, y ahora está muy cerca de convertirse en letra muerta, especialmente en la Europa central y occidental. En la política estadounidense, apenas es un factor que importe en lo más mínimo.

¡Qué irónico, por tanto, que un segmento de la plutocracia estadounidense esté ahora comportándose como si su objetivo fuera revivir los viejos estereotipos y fantasías paranoides! Sheldon Adelson no es el único cuyas bufonadas hacen que «Los protocolos de los sabios de Sion» parezcan sinceros.

Que incluso sus quehaceres no consigan revivir las viejas animosidades es una prueba positiva de que el auténtico antisemitismo está realmente kaput.

Adelson y otros dañinos cobardes pagan muy generosamente por influir a su modo y manera en la opinión pública.

También consiguen lo que vale su dinero. Los medios corporativos, desde NPR y The New York Times abajo en las tenebrosas regiones donde incluso Fox News parece luminosa, están felices de colaborar en el intento.

Renunciando a la libertad académica y a la «vida de la mente», en otro tiempo tan celebradas, algo más de unos cuantos centros de Enseñanza Superior han adoptado un giro similar, y si no que nos cuente Steven Salaita sus problemas con la Universidad de Illinois.

Ni que decir tiene que el Estado Islámico (EI) es potencialmente una amenaza mayor para Israel -y para toda la región- que Irán. Pero esos matones asesinos son sólo buenos para promover una islamofobia generalizada. Esto le viene muy bien a los propósitos de Israel, pero no lo bastante bien.

A diferencia de la imaginaria bomba iraní con la que Netanyahu llegó al Congreso para predicar en su contra, el EI no les basta para intentar convencer a alguien.

Esto se debe a que el caso contra ellos es demasiado «complicado» para que sirva como forraje de la amenaza existencial. En esto, la desconcertante política exterior estadounidense tiene gran parte de culpa.

Por tanto, EEUU está en estos momento haciendo causa común con sus enemigos declarados contra los enemigos de su enemigo, por ejemplo, en Siria, se está situando junto al gobierno sirio (conocido por los medios como «el régimen de Asad»), con Irán, e incluso con Hizbollah, contra el Estado Islámico.

Tenemos también el problema de los más acérrimos aliados de EEUU, Arabia Saudí y las otras dictaduras feudales «fundamentalistas» en esencia, las del Golfo Pérsico. Incluso los habitantes del Capitolio pueden comprender cuán execrables son los gobernantes de esos países y también el alcance en el que el imperio estadounidense depende de ellos para mantener bajo su dominio el control de los recursos energéticos del mundo.

Es ampliamente conocido también que el dinero que alimenta el EI procede fundamentalmente de esos países. Si los objetivos de guerra de Obama, como los de George Bush antes que él, fueran de alguna forma como los que sus partidarios proclaman, esos aliados nuestros estarían en el número uno de la lista de enemigos de EEUU.

Desde luego, sucede todo lo contrario por una razón que es penosamente obvia: Arabia Saudí y los otros están ligados a Israel contra Irán. Oficialmente, siguen siendo los enemigos implacables de la «entidad sionista», pero a la hora de la verdad los encuentras en el mismo bando.

Parece lógico que esta alianza salafí-sionista sea una de las tareas de los futuros historiadores que trabajan con el beneficio de la mirada retrospectiva. Por ahora, la maquinaria de la propaganda israelí y su caja de resonancia sionista, como la administración Obama, preferirían mantener el tema lo más lejos que puedan del conocimiento público.

Después de todo, no hay posibilidad de darle la vuelta a parte alguna de esta sórdida historia en provecho de Netanyahu. Por razones que tienen que ver más con el petróleo que con la política israelí, el establishment de la política exterior estadounidense piensa de la misma forma.

Otra cosa diferente es con lo relativo a Irán y su imaginaria bomba; ahí, el problema resulta fácil de entender.

Sin embargo, en esta cuestión, EEUU e Israel ya no piensan de la misma forma.

Esto pone muy nerviosos, incluso desesperados, a Netanyahu y sus cohortes. Si EEUU alcanza un acuerdo con la República Islámica, Israel corre peligro de perder su amenaza existencial.

Esto puede explicar por qué Netanyahu adopta la posición que adopta, pero no por qué los poderosos legisladores de la única superpotencia del mundo se rebajan de forma tan patética a escuchar sus fanfarronadas.

Parte de la explicación es que los republicanos están dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de sacudir a Barack Obama.

Quizá el ejemplo más patente de esto hasta la fecha sea la infame, podría decirse que traidora, «carta abierta» -en realidad una condescendiente y técnicamente inexacta lección cívica- que el senador-niño por Arkansas, el sabelotodo Tom Cotton, consiguió que enviaran 47 senadores republicanos a sus homólogos iraníes.

¿Habrían llevado a cabo esfuerzos para sabotear las negociaciones con Irán por sí mismos si las maquinaciones israelíes no hubieran sido uno de los elementos desplegados? ¿Jugó acaso un papel la conferencia que Netanyahu dio ante el Congreso? ¿Fueron las maquinaciones de los neocon o plutócratas? Estas son preguntas que los periodistas de investigación tendrán que explorar.

Lo que está claro, por ahora, es que la razón por la que los republicanos estaban tan dispuestos a humillarse de forma tan flagrante es que cuando se trata de golpear a Obama y frustrar todos sus movimientos, Benjamin Netanyahu es un maestro.

Netanyahu ha descubierto, incluso antes de que ellos se dieran cuenta, que Obama tiene los pies de barro. Los dirigentes republicanos son más descarados en sus esfuerzos para hacer caer a Obama, y sus bases se muestran más desafiantes aún. Pero esto se debe a que pueden salirse con la suya.

Como Israel tiene una necesidad tan extremada del apoyo estadounidense, el gobierno de Israel no puede actuar al mismo nivel. Netanyahu es lo suficientemente temerario y arrogante como para poner a prueba los límites, pero hay líneas que incluso él no se atreve a cruzar.

Utilizar el Congreso el 3 de marzo como telón de fondo de lo que era esencialmente un acto de campaña fue ir demasiado lejos, algo que él y sus asesores comprendieron solo cuando era demasiado tarde.

Pero hay un buen montón en el Congreso que todavía no se ha dado cuenta. Por esto, gracias al giro a la derecha de la política estadounidense, al Congreso han llegado triunfalmente algo más que unos pocos sionistas cristianos, junto a muchos penosos compañeros de viaje temerosos de Dios. En sus mentes, Netanyahu es lo mismo que Israel, y está inmerso en una misión de Dios.

Y no hay duda de que otros legisladores se identifican genuinamente con los intereses del gobierno derechista de ese estado colonizador etnocrático. Cualquiera que haya crecido en las escuelas y con los medios de comunicación estadounidenses tendría que tener una mente inusualmente independiente para tener una visión diferente.

Y desde luego, sea lo que sea lo que los mismos legisladores puedan pensar, muchos de ellos representan a su electorado -judío y cristiano-, algunos de los cuales tienen firmes sentimientos a favor de Israel.

Pero la principal razón por la que se humillaron de forma tan vergonzosa es porque tienen miedo del lobby israelí.

AIPAC (siglas en inglés de Comité de Asuntos Públicos EEUU-Israel) es la joya de la corona del lobby. El discurso de Netanyahu se programó para que coincidiera con la convención-extravaganza anual del AIPAC en Washington, donde este año, como en años anteriores, los mandamases del imperio van a rendir homenaje a los poderosos del lobby.

Y así ocurrió, que muchos de los demócratas y republicanos que jalearon a Netanyahu mientras les contaba lo diabólico que es Irán y lo urgente que era detener su programa nuclear, se habían humillado sólo un día o dos antes ante los potentados del lobby.

Sin duda que algunos de ellos lo hicieron sin convicción, pero a la mayoría de los senadores y representantes, al igual que la mayoría de los estadounidenses -y a muchos judíos estadounidenses- les preocupa muy poco Israel. Cuando se concentran alrededor de la bandera (israelí), la razón que les lleva es la prudencia, no los principios.

El AIPAC organiza donativos, pero las contribuciones a las campañas no son la principal razón de que demócratas y republicanos sigan sus mandatos. La presión del electorado no es la principal razón excepto quizá en unas cuantas jurisdicciones.

Estas serían consideraciones decisivas si no hubiera otros factores a tener en cuenta: el interés nacional, por ejemplo, y la amplia opinión pública.

Estas consideraciones estaban siempre presentes, pero, como sucede a menudo, las minorías que se preocupan intensamente prevalecen sobre las mayorías que piensan de forma diferente pero apenas se preocupan de nada. La diferencia ahora es que esa minoría está encogiéndose -en tamaño, cuando no en intensidad- mientras que la mayoría está creciendo y preocupándose más.

La organización política de los grupos que buscan justicia en Israel-Palestina -por ejemplo, el Movimiento por el Boicot, la Desinversión y las Sanciones- es una razón de ello. Irónicamente, el gobierno de Netanyahu es una razón aún más importante.

Incluso con los apologistas de Israel y los medios corporativos estadounidenses haciendo cuando pueden, y’esh gavul, mientras los insumisos progresistas de las fuerzas armadas dicen: esto significa que «hay una frontera» y, de forma más adecuada, que «hay límites». Se producen sólo las depredaciones ilegales que la opinión pública, muda y desinformada, puede aceptar.

Pero a los congresistas demócratas, a muchos de ellos, y a los republicanos, a todos ellos, no les importa, todavía no. Están demasiado asustados para que les importe.

Temen que si no le caen en gracia al AIPAC, este, junto con otras instituciones y lobbys israelíes, se los quitarán de en medio, no literalmente, desde luego, sino políticamente. Temen que el AIPAC y los otros se los lleven políticamente por delante.

Eso no sucede a menudo, porque demócratas y republicanos se encargan ellos mismos de vigilarse. Pero eso le pasó, no hace mucho, a la congresista Cynthia McKinney de Georgia. En un pasado más remoto, el senador por Illinois Charles Percy fue también una de las víctimas. Y ha habido otros también.

No necesitan ser muchos. A un escritor fantasma competente, a quien un John Kennedy actual hubiera encargado escribir una secuela de Profiles in Courage , le hubiera resultado muy difícil encontrar alguien sobre el que escribir entre los comprados congresistas de nuestros días. Seguir servilmente lo que les digan a pies juntillas es algo connatural con ellos.

Sin embargo, resultan ridículos: El AIPAC no es aún un tigre de papel de pleno derecho pero su poder está en decadencia. Pero está ya lo suficientemente debilitado como para que se le ignore e incluso se le desafíe.

De hecho, si hay algún caso «donde no hay nada que temer salvo el temor mismo», es este. Todo lo que se necesita es que alguien, con posibilidades de que le escuchen, les ponga en evidencia.

Gracias a que Netanyahu se extralimitó, y al deseo de los republicanos de ganarse la lealtad de los judíos estadounidenses (¡van listos!), esto ha sucedido ya, en cierto modo.

Obama se negó a reunirse con Netanyahu, mandando a Joe Biden, normalmente el sujeto más servil con el AIPAC, y al resto de su administración con él.

Sin embargo, alrededor de 60 demócratas más Bernie Sanders, que es casi-demócrata, decidieron no asistir al discurso de Netanyahu.

No fue una ruptura clara; eso está aún por venir. En cambio, al proclmar su apoyo a Israel, los insumisos echaron mano de tristes excusas.

Obama dijo que no quería interferir en las elecciones israelíes, como si interferir en las elecciones en los países extranjeros fuera algo en lo que los presidentes estadounidenses no pensaran nunca.

Nancy Pelosi se presentó pero sus correligionarios -llámenles demócratas pelosistas y piensen que integran lo que se considera la izquierda del Partido demócrata- dijeron que se oponían a violar el protocolo democrático; que cuando un dirigente extranjero se dirige al Congreso, la visita debería ser organizada por la Casa Blanca, no por el portavoz de la Cámara.

Bernie Sanders, nominalmente socialista y oficialmente un «independiente», compró también esa excusa. Lo mismo hizo la Gran Esperanza Progresista del «ala democrática del Partido Demócrata», Elizabeth Warren. Merece la pena señalar que, a diferencia de Sanders, esperó a estar segura de que no iba a meterse en un lío antes de decidir no asistir.

El Caucus Negro, para eterno crédito suyo, se puso manos a la obra. Pero, para su vergüenza, sus razones fueron las más falsas de todas. Dijeron que al invitar a Netanyahu sin siquiera molestarse en comunicarlo al primer presidente africano de EEUU, los republicanos habían insultado al presidente y, a través de él, a los afroamericanos en general.

Está muy bien y es también valiente, en vista de lo activamente que el AIPC et. al. han estado tratando de influir últimamente en los congresistas afroamericanos. El lobby anda desesperado porque no consigue controlar la creciente toma de conciencia, en las comunidades que representan, de que Gaza es Ferguson a mayor escala.

Pero, por desgracia, el Caucus Negro alberga a más de unos cuantos devotos de la escuela de no hablar nunca mal de Obama. Mantener esto debe ser agotador, ya que incuso el más incondicional de los adeptos de Obama sabe perfectamente que Obama no ha hecho mucho por los afroamericanos últimamente y, más aún, desde que día en que llegó al poder.

Sin embargo, a pesar de todas las prevaricaciones y subterfugios, el hecho sigue siendo este: con los congresistas afroamericanos a la cabeza, sesenta demócratas desafiaron al AIPAC y vivieron para contarlo. Y se sienten mejor moralmente por haberlo hecho; y es posible que también a nivel político.

Y no hay nada ya que el AIPAC pueda hacer respecto a eso.

* * *

Qué apropiado que Netanyahu fuera presentado en la extravaganza de Laibach por nada menos que el gusano que será pronto acusado, el senador por Nueva Jersey, el demócrata Robert Menéndez, el enemigo de las causas justas de todas partes, desde Palestina a Cuba a Venezuela a Ucrania. Un corrupto a punto de caer en desgracia, presentando al hombre del momento ante un nefasto lobby en decadencia.

Ese lobby puede aún aterrorizar al Congreso, pero incluso allí no puede prevalecer mucho tiempo. Esto está tan claro como el agua: es un hecho inevitable.

El AIPAC está convirtiéndose en un tigre de papel antes nuestros ojos.

El ritmo podría frenarse un poco si Israel baja el tono de sus ataques a la justicia y el derecho internacional. Y si Netanyahu pierde las próximas elecciones, lo que le llevó a Washington la pasada semana, eso podría también reducir el ritmo.

Pero hasta que haya un gobierno en Israel que respete el estado de derecho y promueva la igualdad de derechos para todos, no habrá vuelta atrás en lo que la imprudencia y la arrogancia de Netanyahu han forjado.

Eso no sucederá si lo que pasa ahora por una coalición de centro-izquierda llega al poder en Israel, como tampoco pasará si, como aún parece probable, Netanyahu gana.

Esto se debe a que en Israel, al igual que en EEUU, los problemas están más allá de las personalidades.

De hecho, las perspectivas en Israel son aún incluso más sombrías de lo que son aquí.

En EEUU, los necesarios cambios radicales están aún fuera de toda discusión pero, con el Partido Republicano empeñado en mostrar lo absurdos que son, las políticas de mejoras son cada vez más factibles que nunca.

En Israel, parece como si hubiera pasado ya la oportunidad de realizar mejoras a través de cambios políticos; el movimiento colono y sus aliados son ahora tan poderosos que incluso la tan cacareada «solución de los dos Estados» parece ahora algo utópico.

Por esta razón, en ocasiones parece que va a ser necesaria una actuación divina para conseguir algo de justicia del «estado-nación del pueblo judío».

¡No se les ocurra contener la respiración esperando que esto suceda!

Mientras tanto, va extendiéndose la idea de que EEUU no es quién para dar carta blanca a los dirigentes israelíes para que hagan lo que quieran con los palestinos y los estados vecinos. Al igual que la idea de que los esfuerzos israelíes para influir en la política estadounidense no pueden tolerarse.

A pesar de todas las advertencias que el lobby de Israel pueda exhibir, hay mucha gente que está empezando a pensar que una bomba iraní no supondría una amenaza existencial para nadie; y que, mientras Israel siga siendo un estado nuclear, incluso podría ser una buena cosa que hubiera una situación disuasoria compensatoria en la región.

No hay suficiente dinero plutocrático en el universo capaz de seguir ocultando durante más tiempo estas palmarias verdades.

La mayoría de los estadounidenses, y de hecho la mayoría de los judíos estadounidenses, lo han comprendido ya. El Congreso será el último en averiguarlo, pero incluso ahí, el sentido común tiene finalmente que imponerse.

Gracias a los Netanyahus del Mundo y a los Sheldon Adelson -y, más irónicamente, gracias al AIPAC y a sus organizaciones hermanas- puede que ese día llegue antes de lo que muchos se atreven a esperar.

Andrew Levine es un experimentado estudioso del Institute for Policy Studies, autor de «The American Ideology» (Routledge) y «Political Key Words» (Blackwell), así como de otros muchos libros y artículos sobre filosofía política. Participó tmabién en la elaboración de « Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion » (AK Press). Su último libro es « In Bad Faith: What’s Wrong With the Opium of the People «. Fue profesor investigador de filosofía en el College Park, Universidad de Maryland.

Fuente: http://www.counterpunch.org/2015/03/13/whos-afraid-of-the-israel-lobby/