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Sobre el libro África más allá del espejo de Boris Diop

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Fuentes: Oozebap

Fomentados en los países del Norte por el poder político y mediático, el prejuicio, el tópico y el cliché gravitan sobre el pasado y el presente de África, operando como una espesa película de cataratas sobre el cristalino que no deja traslucir más que espejismos y tinieblas; por desgracia, no es el único continente estigmatizado. […]

Fomentados en los países del Norte por el poder político y mediático, el prejuicio, el tópico y el cliché gravitan sobre el pasado y el presente de África, operando como una espesa película de cataratas sobre el cristalino que no deja traslucir más que espejismos y tinieblas; por desgracia, no es el único continente estigmatizado. Sin retroceder demasiado en el tiempo, en una excelente reseña de El continente olvidado (Michael Reid, Belacqva, 2009) Hugo Stenssoro (1) esgrimía muy acertadamente la expresión «cosa mentale» para conceptuar lo que al ciudadano de a pie le ronda por la cabeza cuando piensa en América Latina: sicarios, fabelas, guerrilla, dictadores, narcoterrorismo, etc. En cuanto a África, estos constructos mentales están escorados hacia un catastrofismo extremo, trufado de hambrunas persistentes y matanzas crueles, un continente lastrado por una predestinación fatal que no le permitiría levantar la cabeza por mucho que lo deseara, o incluso lo intentara. Y es que eso estaría codificado de forma indeleble en el ADN de más de 800 millones de habitantes, razonamiento inconsistente por donde se mire, y que, dicho sea de paso, no deja de resultar chocante y hasta ridículo en una sociedad como la occidental que presume de una cultura heredera de la Ilustración que hunde sus pilares sobre la razón. Más bien, es nuestro imaginario colectivo el que fija en su seno imágenes espurias que luego nadie sabe cómo retocarlas, mejorarlas, ya no digamos borrarlas. A nadie le preocupa tampoco por qué ni cuando habría que hacerlo.

Como reacción a este afropesimismo pujante, de un tiempo a esta parte vienen ganando terreno voces de distinta procedencia dispuestas a ofrecer una imagen más ajustada de la realidad, cuyos resultados van a depender en buena parte del concurso de dos factores. Primero, que los propios intelectuales africanos alcen la voz, del mismo modo que intelectuales occidentales, historiadores, africanistas discrepantes de este discurso tremendista se sumen a la «causa afroresistente» desde sus posiciones de mayor influencia. Segundo, que los editores se apresten a difundir sus mensajes a sabiendas de los escasos réditos comerciales que obtendrán. De lo primero, contamos con el ejemplo del escritor Boubacar Boris Diop (Dakar, 1946), cuya trayectoria vital, estrechamente imbricada con la justicia y la defensa del continente africano, ha engendrado una nutrida obra que cuenta con novelas, guiones cinematográficos y ensayos como Négrophobie, un duro alegato contra los reductos racistas incrustados en una parte de la cultura francesa. De lo segundo, contamos con la editorial barcelonesa oozebap (www.oozebap.org), que acaba de publicar, dentro de su colección Pescando husmeos, el último libro del autor senegalés: África más allá del espejo.

El afropesimismo no brota por generación espontánea. Antes al contrario, se promueve expresamente desde algunos estados europeos para silenciar su oscuro papel en el colonialismo de ayer y, sobre todo, en el neocolonialismo vigente. La lógica perversa de que los africanos tienden a matarse entre ellos porque son salvajes, epítome tan manido en los media, ha funcionado casi tan bien para distraer la opinión pública, como la paparruchada excusa de tenencia de armas químicas o de destrucción masiva, pregonada en la guerra contra el terrorismo por los voceros de George Bush Jr. para dar gloria a sus colegas de las Azores, y suculentos contratos a sus amigos de Hulliburton y Black Water. Boris Diop se sirve del genocidio ocurrido en Ruanda en 1994 para explorar cómo germina el afropesimismo. Partiendo de que los términos hutus / tutsi (acuñados por los colonos belgas en un delirio más propio de la enología que de la etnografía) son pasto de burdo galimatías, casi nadie sabe lo que allí ocurrió, ni cuántas víctimas se cobró el conflicto, ni cuál fue el papel, en la luz o en la sombra, de los actores internacionales. Francia no sólo se empeñó en sembrar más confusión y escurrir el bulto, sino que para Boris Diop, el genocidio se pudo evitar. Francia tenía la suficiente influencia para templar los acontecimientos desde que aterrizó en Ruanda, y brindara instrucción al ejército hutu y a las milicias Interahamwe, que tan activamente participaron en la masacre tutsi. ¿Qué motivos le empujaban a adoptar una conducta a todas luces cómplice? Conservar su influencia en la región de los Grandes Lagos para frenar a Uganda, satélite de Inglaterra, cuyos largos tentáculos prometían una seria amenaza geopolítica.

Ruanda es un caso entre tantos otros de la naturaleza de los vínculos mefistofélicos que Francia ha mantenido con un puñado de estados africanos (Gabón, Camerún, Nigeria, Congo-Brazzaville, entre otros). La cascada de independencias de la década de 1960 no trajo aparejada una soberanía total ni mucho menos, como por otro lado dictaría el sentido común o, en su defecto, los acuerdos de transferencia de poder, sino que el Elíseo ha seguido abrazando unas relaciones no precisamente bilaterales, sino paternalistas, abusivas, sólo interesadas en la proyección inexorable de sus empresas (Elf, Bouygues, Bolloré). Este modus operandi constituye el tuétano de la Françafrique. Sin embargo, tal vez hayamos sido un punto indulgentes a la hora de definir su marco de actuación. Boris Diop sostiene en otro lugar que la Françafrique «es el petróleo, evoca los bosques devastados por horribles mafias madereras, el tráfico de armas, la industria del juego, los mercenarios y la policía secreta especialista en golpes de estado y los millones pasando de cuenta en cuenta. Sus figuras emblemáticas, del lado africano, son golpistas ignorantes, zafios y sanguinarios, que asumen dócilmente las órdenes de París».

Entre los síntomas asociados al afropesimismo descuella un fenómeno psicológico por el cual el común de la gente tiende a pensar que estas injerencias clamorosas son obra del pasado, que se han remediado ya. Órganos creados ad hoc, comisiones de expertos o inspectores de la ONU velarían para que no volviesen a repetirse cosas así. Nada más lejos de la realidad. A principios de 2009 aparecía en la revista Foreign Policy un artículo con el encabezamiento «La Françafrique sigue viva» (2). Es tan cierto que Francia se coloca junto a EEUU y China (los comensales que degustan las porciones más grandes del pastel) en su obstinación neocolonial en África, como que tiene desplegado un contingente de 10.000 soldados. Nicolas Sarkozy prometió en campaña electoral que, de ganar los comicios, sanearía las turbias relaciones con África, y que no ha hecho otra cosa que perpetuar el sucoso legado. En el capítulo «El inaceptable discurso de Nicolas Sarkozy», además de quedar de manifiesto la capacidad ilimitada de prometer para incumplir, tan religiosamente practicada por el total de la fauna política, Boris Diop recuerda cómo en la visita del presidente francés a Dakar tras su investidura, poco menos que responsabilizó a los africanos de la trata y la esclavitud.

En la segunda parte del libro, Boris Diop vuela de la región de los Grandes Lagos a su país de origen. Evocando vagamente el clásico de Plutarco Vidas Paralelas, el novelista senegalés traza una semblanza de las dos personalidades más célebres de la historia reciente de Senegal. De Léopold Sedar Senghor, primer jefe de estado tras la independencia y poeta vocacional, realiza un balance ponderado de sus 25 años de mandato, que no elude claroscuros ni menciones a acciones represivas, ni la omnipresencia de una corrupción galopante. Sin embargo, a juicio de Boris Diop predominan los aspectos positivos de su gobierno, como la consecución de la paz social y la instauración de un sistema protodemocrático. Asimismo, Boris Diop agradece a Senghor que estuviese al frente del proceso de proclamación de independencia y de transición, a la luz de lo sucedido en países vecinos bajo la tutela de líderes estrafalarios y esencialmente clientelistas. A pesar de su largo periodo como máximo dirigente de Senegal, su retirada fue pacífica y no se le imputa enriquecimiento alguno ni otros vicios asociados a la perpetuación en el poder.

Como contrapunto (casi un contrapeso) a un Senghor decididamente francófilo, es como Boris Diop contempla al científico, intelectual e indomable activista Cheikh Anta Diop. El que fuera el combatiente más culto del neocolonialismo, edificó una obra que habría de otorgarle el privilegio de situarlo entre las figuras decisivas del pensamiento negro en su faceta de defensor incombustible de las lenguas africanas: «Se engaña al pueblo haciéndole creer que el desarrollo y la democracia son posibles en un idioma extranjero». Esta actitud lleva implícito que Anta Diop sufriera el veto para difundir sus ideas, no sólo por parte de la administración francesa sino también del propio Senghor, que siempre interpretó su incorruptible pensamiento y su consecuente distancia hacia él, como producto de una enemistad de fondo, y no como una discrepancia puramente ideológica. Así discurrió el pulso entre el político contra el científico, entre la hipocresía y la volubilidad propias del gobernante, contra las tesis puras, imposibles de trasladar a la praxis de quien divaga en el espacio teórico de las ideas. En suma, Boris Diop demuestra con esta comparativa lúcida, que los líderes políticos de fuste habitan en todas partes, incluso en África. De ello también se deriva lo contrario. Dictadorzuelos hay por docenas, incluso en Europa, donde colean procesos escabrosos como el genocidio de Sbrenica ejecutado por Ratko Mladic bajo las órdenes de Radovan Karadzic ante la mirada estúpida de la comunidad internacional.

Si los conflictos africanos apenas concitan interés ni alarma, incluso aunque intercedan estrellas de Hollywood a modo de aspersores de sensibilidad como en la región de Darfur, todo lo relativo a la inmigración procedente del Sur despierta la aversión y potencia xenofobia discriminadora (no es lo mismo un inmigrante negro o amazigh, que un inmigrante argentino, dicho a modo de ejemplo, sin ánimo de establecer agravios comparativos). En el capítulo «Los nuevos parias de la tierra», Boris Diop describe cómo el fenómeno migratorio incumbe de pleno a Europa (por mucho que desviemos la mirada), y singularmente a España, dada la mutua e ineludible vecindad física y humana. Máxime cuando se sigue produciendo sin visos de interrupción lo que a mi juicio, andando el tiempo, devendrá motivo de vergüenza colectiva, del mismo modo que no hace tanto la sufrió en sus carnes la sociedad alemana cuando apeló al desconocimiento de los hornos crematorios, las cámaras de gas y los campos de exterminio por toda coartada. Esta tragedia en parte nuestra consiste en la muerte anónima e incuantificable que se fragua día sí día también en las aguas del Estrecho (no en vano el mar Mediterráneo se ha ganado el apodo «tragahombres»). Y, a los que sobreviven, el destino no les reserva un premio especial por sortear la muerte, porque parias son y parias serán. Refiriéndose a los migrados adscritos al Islam, el sociólogo Zygmunt Bauman (3) describía así el estado de las cosas:

«Los jóvenes musulmanes tienen motivos para sentirse de ese modo. Pertenecen a una población oficialmente clasificada como rezagada con respecto al resto «avanzado», «desarrollado», y «que progresa» de la humanidad. Y están atrapados en esa nada envidiable situación por culpa de la connivencia entre sus propios despiadados y prepotentes gobiernos y los de la parte «avanzada» del planeta, lo que inexorablemente les aleja de las tierras prometidas (y ardientemente codiciadas) de la felicidad y la dignidad. La elección entre esas dos variedades de destino cruel (o, mejor dicho, entre dos partes de la crueldad de ese destino) debe de antojárseles como optar entre el fuego y las brasas. Los jóvenes musulmanes tratan de burlar, colarse a hurtadillas a través de (o abrirse paso a la fuerza entre) la defensa de «espadas arremolinadas y querubines» que guarda la entrada al paraíso moderno, pero cuando logran atravesarla (si consiguen engañar a los vigilantes o superar los puestos de control), se dan cuenta de que allí no son bienvenidos, de que no se les permite ponerse al día con el estilo de vida que, según se les acusaba, no habían sabido perseguir con suficiente ahínco en sus países de origen. Y se dan cuenta también de que estar allí no significa compartir la felicidad y dignidad de vida que les atrajo hasta ese lugar»

De la misma manera, son parias la media docena de víctimas mortales que se contaron en los pasos fronterizos de Ceuta y Melilla en la intentona de salvar la valla que separaba Europa de África. Sobre todo cuando corrió como la pólvora la noticia de que la valla iba a ser sustituida por otra más alta todavía. Lo de aquellas lamentables jornadas nocturnas sólo puede equipararse a una batida de caza mayor pergeñada por las autoridades policiales española y marroquí. Boris Diop tampoco olvida al grupo de africanos abandonado a su suerte en medio del desierto, cerca de la divisoria argelina, porque nadie sabía qué hacer con ellos. Ya me dirán que diferencia esa solución modalidad «pelotas fuera» con la pena de muerte, a parte de una extrema sutileza.

Definitivamente, la inmigración procedente de África es la que más varapalos encaja desde todos los costados: la prensa general da noticia de la llegada de los inmigrantes en términos de invasión (cuando los flujos de entrada por tierra de otras nacionalidades a través de la frontera francesa en particular, y por aire a través de los aeropuertos en general, es muyo mayor y pasa más desapercibida), los políticos no hacen nada por arreglar la cuestión cuando no siembran la animadversión con fines populistas (El gobierno socialista sólo ha introducido cambios insustanciales en la Ley Orgánica 4/2000, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, cuando no ha endurecido su posición acariciando la violación de los derechos humanos a través de los obscenos campos de acogida: más allá del discurso, no existe diferencia de facto entre socialdemócratas y liberales), y la gente de a pie parece volverse más racista a medida que hay más inmigrantes en su barrio, en lugar de volverse más pacientes y de recordar aquel texto profético de Kapuscinski:

«Dicha penetración cambia la faz de Europa, del mismo modo que cambió la de Norteamérica. Una calurosa noche de verano, en París, hice un trayecto en autobús entre el aeropuerto y el centro. Cuando pasaba por un barrio habitado por africanos, tuve la impresión de que aquello, ni más ni menos, podía ser Dakar. En 1996, pasé por la estación de ferrocarril de Rótterdam hacia las diez de la noche. No había más que dos blancos: el empleado de la oficina de cambio y yo. Todos los demás eran negros. Me sentí como en la estación de ferrocarril de Nairobi. Este estado de cosas influirá decisivamente sobre el futuro. Toda esta gente se va a quedar. Tendrá hijos, que irán a la escuela y luego trabajarán. La penetración seguirá y acabará por engendrar sociedades en cuyo seno convivirán diferentes civilizaciones.» (4)

Supongo que al racista de medio pelo le reconfortará que lo que ocurre en España es parangonable al resto de Europa: sólo hay que asomarse a las iniciativas de criminalización de la inmigración indocumentada impulsadas por el Gobierno de Silvio Berlusconi, para tachar al gobierno español de blando. Al mismo tiempo, a nadie se le escapa que, en efecto, la inmigración se podría subsanar en buena parte atacando los problemas de fondo que afectan a los países de origen. Pero a estas alturas, esa solución es un ideal, mero refrán como pedirle peras al olmo. Entre tanto, Boris Diop reconoce con cierta desazón que «Es difícil comprender por qué un joven africano, dispuesto a morir para abandonar su patria, no está dispuesto a sufrir para mejorar su sociedad, al menos para las futuras generaciones». Quizás ese joven africano respondería con otra cuestión: ¿Qué hace Occidente, qué hacen los organismos internacionales, alguien se apresta a condonar la deuda externa, alguien hace algo, en suma, mientas mi gente agoniza? Si estos interrogantes no tienen una respuesta positiva, no parece que la solución exista más allá de la Providencia. Por eso mismo, en el corto plazo, que es lo que más importa a una persona puesto que este tiempo se corresponde más o menos con la duración de su vida, emprender la gran Aventura (5) con destino Europa puede llegar a paliar situaciones asfixiantes. Irama Faty, secretario general de los senegaleses de Portugal, extraía el lado positivo del desarraigo forzoso:

«La diáspora es hoy el principal sostén de la economía senegalesa: las remesas enviadas por los emigrantes superan ya con creces las entradas de Ayuda Oficial al Desarrollo e Inversión Extranjera Directa. Así, mientras unos se hacen ricos sin trabajar, otros trabajan lejos de sus familias, por unas condiciones de vida más dignas que nunca llegan». (6)

La literatura africana es permeable a muchas de las cuestiones comentadas arriba, y Boris Diop consagra la tercera parte del libro a destacar sucintamente sus líneas maestras. Mientras el grueso de la narrativa occidental se ha rendido al gran consumo para manufacturar meros productos de entretenimiento, en tanto que sólo una fracción marginal, tocada por su reiterativa vocación de vanguardia, se devana los sesos en la búsqueda de nuevas propuestas estéticas, la novela africana conserva por definición su compromiso con la desigualdad, la opresión, el neocolonialismo, es decir, desempeña una inequívoca labor de protesta. Y no hay figura que encarne mejor esta postura que Mongo Beti, el escritor camerunés que se hizo célebre en 1972 con su obra Main basse sur le Cameroun, censurada en Francia, y suficientemente crítica con el poder colonial como para poner su vida en peligro. Sus opiniones combativas contra la Françafrique sirvieron para exhortar a toda una generación, en la que se incluye el propio Boris Diop, a derribar todas esas creencias y complejos surgidos de la subordinación secular. Y, desprendiéndose de un plumazo de las críticas que le llovían por dirigir su lucha guarecido entre las paredes de su biblioteca, Mongo Beti regresó a Camerún tras cuarenta años de exilio, para saltar al ruedo y plantar cara a la corrupción y la dictadura en aras de la instauración de la democracia.

Ahora bien, que la novela africana persiga un objetivo definido no la exime de otros problemas. No por viejo sigue abierto el debate en el gremio de escritores entre decantarse por la lengua impuesta por el colono (igual a subvenciones, facilidad de edición y difusión, etc.) o sucumbir al aislamiento garantizado de la lengua vernácula. A este respecto, han discurrido toda suerte de opciones personales. Desde nombres como Cheikh Hamidou Kane, favorables a respetar religiosamente las normas gramaticales del francés, hasta Ahmadou Korouma que, partidario de una vía intermedia, adobó el idioma de la metrópolis con dejes de malinké. Lo cierto es que hoy la literatura africana prosigue en el empeño de romper el embrujo derivado del pasado según el cual la lengua materna no puede engendrar una obra maestra. Por eso Boris Diop concluye que «la literatura africana de expresión francesa posiblemente no sea más que un breve periodo de transición en una trayectoria histórica más compleja». Así que Ni Cheikh Hamidou Kane ni Ahmadou Korouma, sino que tal vez el futuro deberá volver la vista a las tesis de Anta Diop para seguir dando pasos adelante.

Las consecuencias de la encrucijada lingüística en que se halla la narrativa son extensibles al conjunto de la cultura africana, partiendo del hecho de que los productos culturales, sean de la naturaleza que sean pero siempre con rango de artículos de lujo, precisan una financiación inexistente en los países del Sur, por lo que se estrecha el cerco y sólo resta el cauce exterior de ayudas, becas o subvenciones. Entonces entran en juego los países occidentales en calidad de mecenas, pero nunca en balde: Si Francia apoya a escritores en lengua francesa es para contrarrestar el imparable ascenso del idioma inglés, no por un interés sincero en el material literario en sí. Pero incluso estas ayudas son insuficientes y no logran impedir una fuga constante de artistas negros a países occidentales donde pueden materializar e incluso comercializar su obra, sean dramaturgos, cineastas o artistas plásticos. En esta tesitura, Boris Diop apuesta por el intercambio cultural como primera solución cautelar. Dada la imposibilidad, al menos en el horizonte más cercano, de que los países africanos puedan asumir tales dispendios y que estos deban ser aprontados por los países más pudientes, es de recibo que no exista más motivación que la de la promoción desinteresada, en lugar de convertir toda actividad en oportunidad de negocio. Cuelga, además, una deuda moral histórica: el día en que Europa se empecinó en conocer otras culturas, esa voluntad se tradujo en expolios, erradicación de pueblos enteros, explotación de recursos hasta la saciedad y crímenes de lesa humanidad. A cuenta de esta deuda el intercambio cultural será posible.

Sea desgranando el papel de la Françafrique, la trayectoria política de Léopold Sedar Senghor, el silencio de los intelectuales y los medios de comunicación africanos en lo tocante al genocidio de Ruanda, o narrando en clave epistolar la tragedia del hundimiento del trasbordador Joola y proclamando sin pelos en la lengua «la enigmática incompetencia de nuestros dirigentes», Boris Diop hace gala de un sólido espíritu independiente, desapasionado y, por encima de todo, crítico. Orillando el victimismo autocomplaciente, Diop demuestra en África más allá del espejo que los problemas del continente negro no son parte del pasado sino del rabioso presente, y que además de éstos, connaturales a todas las sociedades desarrolladas y en vías de, indistintamente, la desinformación y la malevolencia, ambas en su punto de mira, minan la imagen exterior y humillan a su modo a los africanos. La denuncia y el inconformismo, perfectamente fundados, desarrollados y disparados certeramente a diana, recorren el libro de arriba abajo. Y esta postura moral propia de quien conoce a fondo de lo que habla contagia al libro entero, porque actúa como una poderosa argamasa, haciendo de un compendio de artículos más o menos independientes, una obra unitaria que brinda una panorámica completa. Este libro, en síntesis, viene a prestar una gran ayuda como eficaz correctivo contra la mirada contaminada que apunta a los países del Sur.

NOTAS

1. Hugo Estenssoro: «Viva la evolución». Revista de Libros. Nº 144, 2008, pag 3-5 2. Salvador Martínez: «La françafrique sigue viva». Foreing Policy. Febrero-Marzo, 2009. Especial Web 3. Zygmunt Bauman: Miedo líquido. Paidós, 2007. 4. Ryszard Kapuscinski: Lapidarium IV. Anagrama, 2003, pag. 22 5. José Naranjo: Cayucos. Debate, 2006. 6. Irama Faty: «La máscara de la economía senegalesa. Crecimiento sin desarrollo». Pueblos, revista de Información y Debate, número 31, marzo de 2008.

http://www.oozebap.org/text/libro_boris_diop.htm

África más allá del espejo, de Boubacar Boris Diop

Traducción de Dídac Lagarriga Prunera

Oozebap, 2009 230 pags.

PVP: 15 euros.

ISBN: 978-84-613-0605-3

Fuente: http://www.oozebap.org/arroz/boris_diop.htm